Lo extendí sobre la mesa de cortar y poco a poco, con cuidado extremo, fui deshaciendo el engendro tubular. Y, mágicamente, ante mis ojos nerviosos y el estupor de Jamila, la seda fue apareciendo plisada y brillante, hermosa. No habíamos conseguido pliegues permanentes como las del auténtico modelo de Fortuny porque no teníamos medios ni conocimiento técnico para ello, pero sí fuimos capaces de obtener un efecto similar que duraría al menos una noche: una noche especial para una mujer necesitada de espectacularidad. Desplegué el tejido en toda su dimensión y lo dejé enfriar. Lo corté después en cuatro piezas con las que compuse una especie de estrecha funda cilíndrica que había de adaptarse al cuerpo como una segunda piel. Practiqué un simple cuello a la caja y trabajé las aberturas para los brazos. Sin tiempo para remates ornamentales, en poco más de una hora el falso Delphos estaba terminado: una versión casera y precipitada de un modelo revolucionario dentro del mundo de la haute couture ; una imitación tramposa con potencial sin embargo para impactar a todo aquel que fijara su vista en el cuerpo que habría de lucirlo apenas treinta minutos después.
Estaba probando sobre él el efecto del cinturón cuando sonó el timbre. Sólo entonces caí en la cuenta de mi aspecto lamentable. El sudor provocado por el agua hirviendo me había descompuesto el maquillaje y la melena; el calor, los esfuerzos al retorcer la tela, las subidas y bajadas a la azotea y todo el trabajo imparable de la tarde habían conseguido dejarme como si me hubieran pasado por encima los Regulares de Caballería a pleno galope. Corrí a mi cuarto mientras Jamila acudía a abrir; me cambié de ropa a toda prisa, me peiné, me recompuse. El resultado del trabajo había sido satisfactorio y yo no podía menos que estar a la altura.
Salí a recibir a Rosalinda imaginando que me esperaría en el salón, pero al pasar junto a la puerta abierta del taller, vi su figura frente al maniquí que portaba su vestido. Estaba de espaldas a mí, no pude apreciar su rostro. Desde la puerta pregunté simplemente.
– ¿Le gusta?
Se giró de inmediato y no me respondió. Con pasos ágiles se plantó a mi lado, me tomó una mano y la apretó con fuerza.
– Gracias, gracias, a million gracias.
Venía con el pelo recogido en un moño bajo, sus ondas naturales algo más marcadas de lo habitual. Llevaba un maquillaje discreto en los ojos y pómulos; el rouge de la boca, sin embargo, era mucho más espectacular. Sus stilettos la elevaban casi un palmo por encima de su altura natural. Un par de pendientes de oro blanco y brillantes, largos, divinos, componían todo su aderezo. Olía a perfume delicioso. Se despojó de su ropa de calle y la ayudé a ponerse el vestido. El plisado irregular de la túnica cayó azul, cadencioso y sensual sobre su cuerpo, marcando la exquisitez de su osamenta, la delicadeza de sus miembros, modelándolo y revelando las curvas y formas con elegancia y suntuosidad. Ajusté la banda ancha a su cintura y la anudé a la espalda. Contemplamos el resultado en el espejo sin mediar palabra.
– No se mueva -dije.
Salí al pasillo, llamé a Jamila y la hice entrar. Al contemplar a Rosalinda vestida se tapó de inmediato la boca para contener un grito de asombro y admiración.
– Dese la vuelta para que pueda verla bien. Gran parte del trabajo es suyo. Sin ella nunca lo habría conseguido.
La inglesa sonrió a Jamila agradecida y dio un par de vueltas sobre sí misma con gracia y estilo. La muchacha mora la contempló azorada, tímida y feliz.
– Y ahora, apúrese. Apenas quedan diez minutos para las ocho.
Jamila y yo nos instalamos en un balcón para verla salir, mudas, agarradas del brazo y casi agazapadas en una esquina a fin de no ser percibidas desde la calle. Era ya prácticamente de noche. Miré hacia abajo esperando encontrar aparcado una vez más su pequeño coche rojo, pero en su lugar había un automóvil negro, brillante, imponente, con banderines en su parte delantera cuyos colores, en la distancia y sin apenas luz, fui incapaz de distinguir. En cuanto la silueta de seda azulada pareció intuirse en el portal, los faros se encendieron y un hombre uniformado descendió del lado del copiloto y abrió con rapidez la puerta trasera. Se mantuvo marcial a su espera hasta que ella, elegante y majestuosa, salió a la calle y se acercó al auto con pasos breves. Sin prisa, como exhibiéndose llena de orgullo y seguridad. No pude apreciar si había alguien más en el asiento: en cuanto ella se acomodó, el hombre uniformado cerró la portezuela y volvió raudo a su sitio. El vehículo se puso entonces en marcha, potente, alejándose veloz en la noche, llevando dentro a una mujer ilusionada y el vestido más fraudulento de toda la historia de la falsa alta costura.
Al día siguiente las cosas volvieron a la normalidad. A media tarde llamaron a la puerta; me extrañó, no tenía ninguna cita prevista. Era Félix. Sin mediar palabra se escurrió dentro y cerró tras de sí. Me sorprendió su comportamiento: nunca solía aparecer en mi casa hasta bien entrada la noche. Una vez a salvo de las miradas indiscretas de su madre tras la mirilla, habló con prisa e ironía.
– Hay que ver, nena, cómo vamos prosperando.
– ¿Por qué lo dices? -pregunté extrañada.
– Por la dama etérea que me he cruzado ahora mismo en el portal.
– ¿Rosalinda Fox? Venía a probarse. Y además, esta mañana me ha mandado un ramo de flores como agradecimiento. Es a ella a quien ayer ayudé a salir del pequeño atolladero.
– No me digas que la rubia flaca que acabo de ver es la del Delphos.
– La misma.
Se tomó unos segundos para paladear con gusto lo que acababa de oír. Después prosiguió con un toque de sorna.
– Vaya, qué interesante. Has sido capaz de resolver un problema a una señora muy, muy, pero que muy especial.
– ¿Especial en qué?
– Especial, querida mía, en que tu clienta probablemente sea ahora mismo la mujer con mayor poder en sus manos para solucionar cualquier asunto dentro del Protectorado. Aparte de los propios de la costura, claro, que para ésos te tiene a ti, la emperatriz del remedo.
– No te entiendo, Félix.
– ¿Me estás diciendo que no sabes quién es la tal Rosalinda Fox a la que ayer hiciste un modelazo en unas cuantas horas?
– Una inglesa que ha pasado la mayor parte de su vida en la India y tiene un hijo de cinco años.
– Y un amante.
– Alemán.
– Frío, frío.
– ¿No es un alemán?
– No, querida. Estás muy, pero que muy equivocada.
– ¿Cómo lo sabes?
Sonrió malévolo.
– Porque lo sabe todo Tetuán. Su amante es otro.
– ¿Quién?
– Alguien importante.
– ¿Quién? -repetí tirándole de la manga, incapaz de contener la curiosidad.
Volvió a sonreír con picardía y se tapó la boca con gesto teatral, como queriendo transmitirme un gran secreto. Susurró en mi oído, lentamente.
– Tu amiga es la querida del alto comisario.
– ¿El comisario Vázquez? -inquirí incrédula.
Respondió a mi conjetura primero con una carcajada y después con una explicación.
– No, loca, no. Claudio Vázquez se encarga sólo de la policía: de mantener a raya la delincuencia local y a la tropa de descerebrados que tiene a sus órdenes. Dudo mucho que consiga tiempo libre para amoríos extramaritales o, al menos, para tener una amiguita fija y ponerle una villa con piscina en el paseo de las Palmeras. Tu clienta, preciosa, es la amante del teniente coronel Juan Luis Beigbeder y Atienza, alto comisario de España en Marruecos y gobernador general de las Plazas de Soberanía. El cargo militar y administrativo más importante de todo el Protectorado, para que me entiendas.
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