María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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Trabajé mañana, tarde y noche a lo largo de las siguientes jornadas. Era la primera vez que componía piezas de aquella envergadura por mí misma, sin supervisión ni ayuda de mi madre o doña Manuela. Puse por ello en la tarea los cinco sentidos multiplicados por cincuenta mil y, con todo, el temor a fallar no dejó de acompañarme ni un solo segundo. Descompuse mentalmente los modelos de las revistas y cuando las imágenes no dieron para más, afilé la imaginación e intuí todo aquello que no fui capaz de ver. Marqué las telas con jaboncillo y corté piezas con tanto miedo como precisión. Armé, desarmé y volví a armar. Hilvané, sobrehilé, compuse, descompuse y recompuse sobre un maniquí hasta que percibí el resultado como satisfactorio. Mucho había cambiado la moda desde que yo había empezado a moverme en aquel mundo de hilos y telas. Cuando entré en el taller de doña Manuela mediados los años veinte, predominaban las líneas sueltas, las cinturas bajas y los largos cortos para el día, y las túnicas lánguidas de cortes limpios y exquisita simplicidad para la noche. La década de los treinta trajo consigo largos más largos, cinturas ajustadas, cortes al bies, hombreras marcadas y siluetas voluptuosas. Cambiaba la moda como cambiaban los tiempos, y con ellos las exigencias de la clientela las artes de las modistas. Pero supe adaptarme: ya me habría gustado haber conseguido para mi propia vida la facilidad con la que era capaz de acoplarme a los caprichos de las tendencias dictadas desde París.

15

Pasaron los primeros días en un remolino. Trabajaba sin descanso y salía muy poco, apenas lo justo para dar un breve paseo al caer la tarde. Solía cruzarme entonces con alguno de mis vecinos: la madre y el hijo de la puerta de enfrente amarrados del brazo, dos o tres de los niños de arriba bajando la escalera a todo correr o alguna señora con prisa por llegar a casa para organizar la cena de la familia. Sólo una sombra enturbió el quehacer de aquella semana inicial: el maldito traje de tenis. Hasta que me decidí a mandar a Jamila a La Luneta con una nota. «Necesito revistas con modelos de tenis. No importa que sean viejas.»

– Siñora Candelaria decir que Jamila volver mañana.

Y Jamila volvió al día siguiente a la pensión y regresó de nuevo con un fardo de revistas que apenas le cabía entre los brazos.

– Siñora Candelaria decir que siñorita Sira mirar estas revistas primero -avisó con voz dulce en su torpe español.

Llegaba arrebolada por la prisa, cargada de energía, desbordante de ilusión. En cierta manera me recordaba a mí misma en los primeros años en el taller de la calle Zurbano, cuando mi cometido era simplemente correr de acá para allá haciendo recados y entregando pedidos, transitando por las calles ágil y despreocupada como un gato joven de callejón, distrayéndome con cualquier pequeño entretenimiento que me permitiera arrancar minutos a la hora del regreso y demorar todo lo posible el encierro entre cuatro paredes. La nostalgia amenazó con darme un latigazo, pero supe apartarme a tiempo y escaquearme con un quiebro airoso: había aprendido a desarrollar el arte de la huida cada vez que presentía cercana la amenaza de la melancolía.

Me lancé ansiosa sobre las revistas. Todas atrasadas, muchas bien sobadas, algunas incluso con la portada ausente. Pocas de moda, la mayor parte de temática más general. Unas cuantas francesas y la mayoría españolas o propias del Protectorado: La Esfera , Blanco y Negro , Nuevo Mundo , Marruecos Gráfico , Ketama . Varias páginas aparecían con una esquina doblada, posiblemente Candelaria les había dado un barrido previo y me mandaba señaladas algunas hojas. Las abrí y lo primero que vi no resultó lo esperado. En una fotografía, dos señores peinados con brillantina y vestidos enteramente de blanco se estrechaban las manos derechas por encima de una red mientras en sendas izquierdas sostenía cada uno una raqueta. En otra imagen, un grupo de damas elegantísimas aplaudían la entrega de un trofeo a otro tenista masculino. Caí entonces en la cuenta de que en mi breve nota para Candelaria no había especificado que el traje de tenis debía ser femenino. A punto estaba de llamar a Jamila para que repitiera su visita a La Luneta cuando lancé un grito de júbilo. En la tercera de las revistas marcadas aparecía justo lo que yo necesitaba. Un amplio reportaje mostraba a una mujer tenista con un jersey claro y una especie de falda dividida, mitad la prenda de siempre, mitad pantalón ancho: algo que yo no había visto en mi vida y con toda probabilidad la mayoría de los lectores de aquella revista tampoco, a juzgar por la atención detallada que las fotografías parecían darle al equipamiento.

El texto estaba escrito en francés y apenas pude entenderlo, pero algunas referencias destacaban repetidamente: la tenista Lili Álvarez, la diseñadora Elsa Schiaparelli, un lugar llamado Wimbledon. A pesar de la satisfacción por haber encontrado alguna referencia sobre la que trabajar, ésta pronto se vio enturbiada por una sensación de inquietud. Cerré la revista y la examiné con detenimiento. Era vieja, amarillenta. Busqué la fecha. 1931. Faltaba la contraportada, los bordes tenían manchas de humedad, algunas páginas aparecían rajadas. Empezó a invadirme la preocupación. No podía enseñar tal vejestorio a la alemana para pedir su opinión sobre el conjunto; echaría por la borda mi falsa imagen de modista exquisita de últimas tendencias. Paseé nerviosa por la casa, tratando de encontrar una salida, una estrategia: cualquier cosa que me sirviera para solventar el imprevisto. Tras traquetear incesante sobre las baldosas del pasillo varias docenas de veces, lo único que se me ocurrió fue copiar yo misma el modelo e intentarlo hacer pasar como una propuesta original mía, pero no tenía la menor idea de dibujo y el resultado habría sido tan torpe que me habría hecho descender varios peldaños en la escala de mi supuesto pedigrí. Incapaz de sosegarme, decidí una vez más recurrir a Candelaria.

Jamila había salido: el quehacer liviano de la nueva casa le permitía constantes ratos de asueto, algo impensable en sus jornadas de dura faena en la pensión. A la caza del tiempo perdido, la joven aprovechaba aquellos momentos para echarse a la calle constantemente con la excusa de ir a hacer cualquier pequeño recado. «¿Siñorita querer Jamila va a comprar pipas?, ¿sí?» Antes de obtener una respuesta ya estaba trotando escalera abajo en busca de pipas, o de pan, o de fruta, o de nada más que aire y libertad. Arranqué las páginas de las revista, las guardé en el bolso y decidí entonces ir yo misma a La Luneta, pero al llegar no encontré a la matutera. En la casa sólo estaba la nueva sirvienta bregando en la cocina y el maestro junto a la ventana, aquejado de un fuerte catarro. Me saludó con simpatía.

– Vaya, vaya, qué bien parece que nos va la vida desde que hemos cambiado de madriguera -dijo ironizando sobre mi nuevo aspecto.

Apenas hice caso a sus palabras: mis urgencias eran otras.

– ¿No tendrá usted idea de por dónde para Candelaria, don Anselmo?

– Ni la menor, hija mía; ya sabes que se pasa la vida de acá para allá, moviéndose como rabo de lagartija.

Me retorcí los dedos nerviosa. Necesitaba encontrarla, necesitaba una solución. El maestro intuyó mi inquietud.

– ¿Te pasa algo, muchacha?

Recurrí a él a la desesperada.

– Usted no sabrá dibujar bien, ¿verdad?

– ¿Yo? Ni la o con un canuto. Sácame del triángulo equilátero y estoy perdido.

No tenía la menor idea de lo que semejante cosa sería, pero igual me daba: el caso era que mi antiguo compañero de pensión tampoco podría ayudarme. Volví a retorcerme los dedos y me asomé al balcón por si veía a Candelaria regresar. Contemplé la calle llena de gente, taconeé nerviosa con un movimiento inconsciente. La voz del viejo republicano sonó a mi espalda.

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