El primer piso del que Candelaria me habló parecía en principio el sitio perfecto: amplio, moderno, a estrenar, cercano a correos y al teatro Español. «Hasta una ducha movible tiene igualita que un teléfono, chiquilla, sólo que, en puesto de oír la voz de quien habla contigo, te sale un chorro de agua que tú te apuntas para donde quieras», explicó la matutera asombrada ante el prodigio. Lo descartamos, sin embargo. La razón fue que colindaba con un solar aún vacío en el que campaban a sus anchas los gatos flacos y los desperdicios. El ensanche crecía, pero aún tenía aquí y allá puntos por urbanizar. Pensamos que tal situación quizá no ofreciera una buena imagen para esas clientas sofisticadas que pretendíamos captar, así que la opción del taller con ducha telefónica quedó descartada.
La segunda propuesta estaba emplazada en la principal vía de Tetuán, la que aún era la calle República, en una hermosa casa con torretas en las esquinas cerca de la plaza de Muley-el-Mehdi que pronto sería de Primo de Rivera. El local también reunía a primera vista todos los requisitos necesarios: era espacioso, tenía empaque y no lo flanqueaba un solar sin construir, sino que hacía él mismo esquina abriéndose a dos arterias céntricas y transitadas. De aquel lugar, sin embargo, nos espantó una vecina: en el edificio de al lado residía una de las mejores modistas de la ciudad, una costurera de cierta edad y sólido prestigio.
Sopesamos la situación y nos decidimos por descartar aquel piso también: mejor no importunar a la competencia.
Nos decantamos, pues, por la tercera opción. El inmueble que finalmente habría de convertirse en mi local de trabajo y residencia era un gran piso en la calle Sidi Mandri, en un edificio con fachada de azulejos cercano al Casino Español, el Pasaje Benarroch y el hotel Nacional, no lejos de la plaza de España, la Alta Comisaría y el palacio del jalifa con sus guardias imponentes vigilando la entrada, un despliegue exótico de turbantes y capas suntuosas mecidas por el aire.
Cerró Candelaria el trato con el hebreo Jacob Benchimol, quien, a partir de entonces y con tremenda discreción, se convirtió en mi casero a cambio del puntual montante de trescientas setenta y cinco pesetas mensuales. Tres días después, yo, la nueva Sira Quiroga, falsamente metamorfoseada en quien no era pero tal vez algún día llegara a ser, tomé posesión del local y abrí de par en par las puertas de una nueva etapa de mi vida.
– Adelántate tú sola -dijo Candelaria entregándome la llave-. Mejor será que a partir de ahora no nos vean andar mucho juntas. Dentro de un ratillo voy yo para allá.
Me abrí paso entre el trasiego de La Luneta recibiendo constantes miradas masculinas. No recordaba haber sido objeto ni de una cuarta parte de ellas en los meses anteriores, cuando mi imagen era la de una joven insegura de pelo recogido en un moño sin gracia, que caminaba con flojera arrastrando la ropa y las heridas de un pasado que intentaba olvidar. Ahora me movía con fingido desparpajo, esforzándome por desprender a mi paso un aroma de arrogancia y savoir-faire que nadie habría imaginado apenas unas semanas atrás.
A pesar de que intenté imponer a mis pasos un ritmo sosegado, no tardé más de diez minutos en alcanzar el destino. Nunca me había fijado en aquel edificio aunque se encontraba tan sólo a unos metros de la calle principal del barrio español. Me complació a primera vista comprobar que reunía todas las condiciones que yo había considerado deseables: excelente localización y buen empaque de puertas afuera, cierto aire de exotismo árabe en la azulejería de la fachada, cierto aire de sobriedad europea en su planteamiento interior. Las zonas comunes de acceso eran elegantes y bien distribuidas; la escalera, sin ser demasiado ancha, tenía una hermosa barandilla de forja que giraba con gracia al ascender los tramos.
El portal estaba abierto, como todos en aquellos años. Supuse que existía una portera, pero no se dejó ver. Comencé a subir con inquietud, casi de puntillas, intentando ensordecer el sonido de mis pisadas. De cara al exterior había ganado seguridad y prestancia, pero dentro de mí seguía intimidada y prefería pasar desapercibida en la medida que fuera posible. Llegué a la planta principal sin cruzarme con nadie y encontré un rellano con dos puertas idénticas. Izquierda y derecha, ambas cerradas. La primera pertenecía a la vivienda de los vecinos que aún no conocía. La segunda era la mía. Saqué la llave del bolso, la inserté en la cerradura con dedos nerviosos, la giré. Empujé tímidamente y durante unos segundos no me atreví a entrar; tan sólo recorrí con la mirada lo que el hueco de la puerta me dejó ver. Un amplio recibidor de paredes despejadas y suelo de baldosas geométricas en blanco y granate. El arranque de un pasillo al fondo. A la derecha, un gran salón.
A lo largo de los años hubo muchos momentos en los que el destino me preparó quiebros insospechados, sorpresas y esquinazos imprevistos que hube de afrontar a matacaballo según fueron viniendo. Alguna vez estuve preparada para ellos; muchas otras, no. Nunca, sin embargo, fui tan consiente de estar accediendo a un ciclo nuevo como aquel mediodía de octubre en el que mis pasos se atrevieron por fin a traspasar el umbral y resonaron en la oquedad de una casa sin muebles. Atrás quedaba un pasado complejo y, como en una premonición, al frente se abría una magnitud de espacio desnudo que el tiempo se encargaría de ir llenando. ¿Llenando de qué? De cosas y afectos. De instantes, sensaciones y personas; llenando de vida.
Me dirigí al salón medio en penumbra. Tres balcones cerrados y protegidos por contraventanas de madera pintada de verde frenaban la luz del día. Las abrí una a una y el otoño marroquí entró en la estancia a chorros, colmando las sombras de dulces augurios.
Paladeé el silencio y la soledad, y demoré la actividad unos minutos.
En el transcurso de los mismos no hice nada; tan sólo me mantuve de pie en el centro del vacío, asimilando mi nuevo lugar en el mundo. Al cabo de un breve tiempo, cuando supuse que era hora de salir del letargo acumulé por fin una dosis razonable de decisión y me puse en marcha. Con el antiguo taller de doña Manuela como referencia, recorrí el piso entero y parcelé mentalmente sus zonas. El salón actuaría como eran recepción; allí se presentarían ideas, se consultarían figurines, se elegirían telas y hechuras y se harían los encargos. La habitación más cercana al salón, una especie de comedor con un mirador en la esquina, se convertiría en cuarto de pruebas. Una cortina en mitad del corredor separaría aquella zona exterior del resto del piso. El siguiente tramo de pasillo y sus correspondientes habitaciones servirían de zona de trabajo: taller, almacén, cuarto de plancha, depósito de acabados e ilusiones, todo lo que cupiera. El tercer trecho, el del fondo de la vivienda, el más oscuro y de menor presencia, sería para mí. Allí existiría mi yo verdadero, la mujer dolorida y a la fuerza trasterrada, llena de deudas, demandas e inseguridades. La que por todo capital contaba con una maleta medio vacía y una madre sola en una ciudad lejana que peleaba por su resistencia. La que sabía que para montar aquel negocio había sido necesario el precio de un buen montón de pistolas. Ése sería mi refugio, mi espacio íntimo. De ahí hacia fuera, si por fin conseguía que la suerte dejara de volverme la espalda, estaría el territorio público de la modista llegada de la capital de España para montar en el Protectorado la más soberbia casa de modas que la zona nunca hubiera conocido.
Regresé a la entrada y oí que alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Abrí inmediatamente, sabía quién era. Candelaria entró escurriéndose como una lombriz robusta.
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