– ¿Trae la mercancía? -preguntó con voz española. Hablaba quedo y rápido.
Moví la cabeza afirmativamente y el bulto se irguió sigiloso hasta convertirse en la figura de un hombre vestido, como yo, a la usanza moruna.
– ¿Dónde está?
Me bajé el velo para poder hablar con más facilidad, me abrí el jaique y expuse ante él mi cuerpo fajado.
– Aquí.
– Dios mío -murmuró tan sólo. En aquellas dos palabras se concentraba un mundo de sensaciones: asombro, ansiedad, urgencia. Tenía el tono grave, parecía una persona educada.
– ¿Se lo puede quitar usted misma? -preguntó entonces.
– Necesitaré tiempo -susurré.
Me indicó un aseo de señoras y entramos los dos. El espacio era estrecho y por una pequeña ventana se colaba un resto de luz de luna, suficiente como para no necesitar más iluminación.
– Hay prisa, no podemos perder un minuto. El retén de la mañana está a punto de llegar y revisan la estación de arriba abajo antes de que salga el primer tren. Tendré que ayudarla -anunció cerrando la puerta a su espalda.
Dejé caer el jaique al suelo y puse los brazos en cruz para que aquel desconocido comenzara a trastear por mis rincones, desatando nudos, destensando vendas y liberando mi esqueleto de su siniestra cobertura.
Antes de comenzar, se bajó la capucha de la chilaba y frente a mí descubrí el rostro serio y armonioso de un español de edad media con barba de varios días. Tenía el pelo castaño y rizado, despeinado por efecto del ropaje bajo el que probablemente llevara tiempo camuflado. Sus dedos empezaron a trabajar, pero la labor no resultaba sencilla. Candelaria se había esforzado a conciencia y ni una sola de las armas se había movido de su sitio, pero los nudos eran tan prietos y los metros de tela tantos que desprender de mi contorno todo aquello nos llevó un rato más largo de lo que aquel desconocido y yo habríamos deseado. Nos mantuvimos callados los dos, rodeados de azulejos blancos y acompañados tan sólo por la placa turca del suelo, el sonido acompasado de nuestras respiraciones y el murmullo de alguna frase suelta que marcaba el ritmo del proceso: ésta ya está, ahora por aquí, muévase un poco, vamos bien, levante más el brazo, cuidado. A pesar del apremio, el hombre de Larache actuaba con una delicadeza infinita, casi con pudor, evitando en lo posible acercarse a los recodos más íntimos o rozar mi piel desnuda un milímetro más allá de lo estrictamente necesario. Como si temiera manchar mi integridad con sus manos, como si el cargamento que llevaba adherido fuera una exquisita envoltura de papel de seda y no una negra coraza de artefactos destinados a matar. En ningún momento me incomodó su cercanía física: ni sus caricias involuntarias, ni la intimidad de nuestros cuerpos casi pegados. Aquél fue, sin duda, el momento más grato de la noche: no porque un hombre recorriera mi cuerpo después de tantos meses, sino porque creía que, con aquel acto, estaba llegando el principio del fin.
Todo se desarrollaba a buen ritmo. Las pistolas fueron saliendo una a una de sus escondrijos y yendo a parar a un montón en el suelo. Quedaban muy pocas ya, tres o cuatro, no más. Calculé que en cinco, en diez minutos como mucho, todo estaría terminado. Y entonces, inesperadamente, el sosiego se rompió, haciéndonos contener el aliento y frenar en seco la tarea. Del exterior, aún en la distancia, llegaron los sonidos agitados del comienzo de una nueva actividad.
Tomó aire el hombre con fuerza y se sacó un reloj del bolsillo.
– Ya está aquí el retén de reemplazo, se han adelantado -anunció. En su voz quebrada percibí angustia, inquietud, y la voluntad de no transmitirme ninguna de aquellas sensaciones.
– ¿Qué hacemos ahora? -susurré.
– Salir de aquí lo antes posible -dijo de inmediato-. Vístase, rápido.
– ¿Y las pistolas que quedan?
– No importan. Lo que hay que hacer es huir: los soldados no tardarán en entrar para comprobar que todo está en orden.
Mientras yo me envolvía en el jaique con manos temblorosas, él se desató de la cintura un saco de tela mugrienta e introdujo las pistolas a puñados.
– ¿Por dónde salimos? -musité.
– Por ahí -dijo alzando la cabeza y señalando con la barbilla la ventana-. Primero va a saltar usted, después tiraré las pistolas y saldré yo. Pero escúcheme bien: si yo no llegara a unirme a usted, coja las pistolas, corra con ellas en paralelo a la vía y déjelas junto al primer cartel que encuentre anunciando una parada o una estación, ya irá alguien a buscarlas. No eche la vista atrás y no me espere; tan sólo salga corriendo y escape. Vamos, prepárese para subir, apoye un pie en mis manos.
Miré la ventana, alta y estrecha. Creí imposible que cupiéramos por ella, pero no lo dije. Estaba tan asustada que tan sólo me dispuse a obedecer, confiando ciegamente en las decisiones de aquel masón anónimo de quien jamás llegaría a conocer siquiera el nombre.
– Espere un momento -anunció entonces, como si hubiera olvidado algo.
Se abrió la camisa de un tirón y del interior extrajo una pequeña bolsa de tela, una especie de faltriquera.
– Guárdese antes esto, es el dinero pactado. Por si acaso la cosa se complica una vez fuera.
– Pero aún quedan pistolas… -tartamudeé mientras me palpaba el cuerpo.
– No importa. Usted ya ha cumplido su parte, así que debe cobrar -dijo mientras me colgaba la bolsa al cuello. Me dejé hacer, inmóvil, como anestesiada-. Vamos, no podemos perder un segundo.
Reaccioné por fin. Apoyé un pie en sus manos cruzadas y me impulsé hasta agarrarme al borde de la ventana.
– Ábrala, deprisa -requirió-. Asómese. Dígame rápido qué ve y qué oye.
La ventana daba al campo oscuro, el movimiento provenía de otra zona fuera del alcance de mi vista. Ruidos de motores, ruedas chirriando sobre la gravilla, pasos firmes, saludos y órdenes, voces imperiosas repartiendo funciones. Con ímpetu, con brío, como si el mundo estuviera a punto de acabar cuando aún no había comenzado la mañana.
– Pizarro y García, a la cantina. Ruiz y Albadalejo, a las taquillas. Vosotros a las oficinas y vosotros dos a los urinarios. Vamos, todos cagando leches -gritó alguien con rabiosa autoridad.
– No se ve a nadie, pero vienen hacia acá -anuncié con la cabeza aún fuera.
– Salte -ordenó entonces.
No lo hice. La altura era inquietante, necesitaba sacar antes el cuerpo, me negaba inconscientemente a salir sola. Quería que el hombre de Larache me asegurara que iba a venir conmigo, que me llevaría de su mano allá a donde tuviera que ir.
La agitación se oía cada vez más cerca. El rechinar de las botas sobre el suelo, las voces fuertes repartiendo objetivos. Quintero, al urinario de señoras; Villana, al de hombres. No eran a todas luces los reclutas desidiosos que encontré a mi llegada, sino una patrulla de hombres frescos con ansia por llenar de actividad el principio de su jornada.
– ¡Salte y corra! -repitió enérgico el hombre agarrándome las piernas e impulsándome hacia arriba.
Salté. Salté, caí y sobre mí cayó el saco de las pistolas. Apenas había alcanzado el suelo cuando oí el estruendo precipitado de puertas abiertas a patadas. Lo último que llegó a mis oídos fueron los gritos broncos que increpaban a quien ya nunca más vi.
– ¿Qué haces en el urinario de mujeres, moro? ¿Qué andas tirando por la ventana? Villarta, rápido, sal a ver si ha arrojado algo al otro lado.
Empecé a correr. A ciegas, con furia. Cobijada en la negrura de la noche y arrastrando el saco con las armas; sorda, insensible, sin saber si me seguían ni querer preguntarme qué habría sido del hombre de Larache frente al fusil del soldado. Se me salió una babucha y una de las últimas pistolas acabó de desatarse de mi cuerpo, pero no me detuve a recoger ninguna de las pérdidas. Tan sólo continué la carrera en la oscuridad siguiendo el trazado de la vía, medio descalza, sin parar, sin pensar. Atravesé campo llano, huertas, cañaverales y pequeñas plantaciones. Tropecé, me levanté y seguí corriendo sin un respiro, sin calcular la distancia que mis zancadas cubrían. Ni un ser vivo salió a mi encuentro y nada se interpuso en el ritmo desquiciado de mis pies hasta que, entre las sombras, logré percibir un cartel lleno de letras. Apeadero de Malalien, decía. Aquél sería mi destino.
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