María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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Descendí a la zona abierta del parque y me obligué a recuperar el sosiego. Atravesé con fingida calma los jardines llenos de sombras dormidas, tan extraños en aquella quietud sin los niños ruidosos, las parejas y los ancianos que a la luz del sol se movían entre las fuentes y las palmeras. A medida que avanzaba, la estación aparecía cada vez más nítida ante mis ojos. Comparada con las casas bajas de la medina, ésta se me antojó de pronto grandiosa e inquietante, medio moruna, medio andaluza, con sus torretas en las esquinas, con sus tejas y azulejos verdes, y enormes arcos en los accesos. Varios faroles tenues iluminaban la fachada y mostraban la silueta recortada contra el macizo del Gorgues, esos montes rocosos e imponentes por donde supuestamente habrían de llegar los hombres de Larache. Sólo en una ocasión había pasado yo junto a la estación, cuando el comisario me llevó en su automóvil del hospital a la pensión. El resto de las veces la había visto siempre en la distancia, desde el mirador de La Luneta, incapaz de calcular su magnitud. Al encontrarla de frente aquella noche, su tamaño me pareció tan amenazante que de inmediato empecé a echar de menos la acogedora angostura de las callejuelas de la morería.

Pero no era momento de permitir que los miedos me enseñaran los dientes otra vez, así que volví a rescatar el arrojo y me dispuse a cruzar la carretera de Ceuta, por la que a aquellas horas no circulaba ni el polvo. Intenté insuflarme ánimo calculando tiempos, diciéndome a mí misma que ya faltaba menos para que todo terminara, que ya había cubierto una gran parte del proceso. Me reconfortó pensar que pronto me libraría de las vendas apretadas, de las pistolas que me estaban magullando el cuerpo y de aquel ropón con el que tan extraña me sentía. Faltaba poco ya, muy poco.

Entré en la estación por la puerta principal, abierta de par en par. Me recibió un despliegue de luz fría alumbrando el vacío, incongruente con la noche oscura que acababa de dejar detrás. Lo primero que capté fue un gran reloj que marcaba las seis menos cuarto. Suspiré bajo la tela que me cubría el rostro: el retraso no había sido excesivo. Caminé con intencionada lentitud por el vestíbulo mientras con los ojos escondidos tras la capucha estudiaba aceleradamente el escenario. Las taquillas estaban cerradas y tan sólo había un viejo musulmán tumbado en un banco con un hatillo a los pies. Al fondo de la estancia, dos grandes puertas se abrían al andén. A la izquierda, otra daba paso a lo que un rótulo de letras bien trazadas indicaba que era la cantina. Busqué los tablones con los horarios y los encontré a la derecha. No me detuve a estudiarlos; simplemente me senté en un banco debajo de ellos y me dispuse a esperar. Tan pronto rocé la madera, noté que un sentimiento de gratitud me recorría el cuerpo de la cabeza a los pies. No fui consciente hasta entonces de lo cansada que estaba, del esfuerzo inmenso que había tenido que hacer para caminar sin parar cargando con todo aquel peso siniestro como una segunda piel de plomo.

A pesar de que nadie apareció en el vestíbulo en todo el tiempo que permanecí sentada inmóvil, a mis oídos llegaron sonidos que me hicieron saber que no estaba sola. Algunos provenían de fuera, del andén. Pasos y voces de hombres, quedas a veces, más altas en alguna ocasión. Eran voces jóvenes, supuse que serían los soldados a cargo de custodiar la estación e intenté no pensar en que probablemente tendrían órdenes expresas de disparar sin miramientos ante cualquier sospecha fundada. Desde la cantina llegó también algún que otro ruido. Me reconfortó oírlos, al menos así supe que el cantinero estaba activo y en su sitio. Dejé pasar diez minutos que transcurrieron con lentitud exasperante: no hubo tiempo para los veinte que Candelaria me indicó. Cuando las manecillas del reloj marcaron las seis menos cinco, hice acopio de fuerzas, me levanté pesadamente y me encaminé a mi destino.

La cantina era grande y tenía al menos una docena de mesas, todas sin ocupar excepto una en la que un hombre dormitaba con la cabeza escondida entre los brazos; a su lado descansaba vacío un porrón de vino. Me dirigí hacia el mostrador arrastrando las babuchas, sin tener la menor idea de qué era lo que debería decir o lo que allí tenía que oír. Tras la barra, un hombre moreno y enjuto con una colilla medio apagada entre los labios se afanaba en colocar platos y tazas en pilas ordenadas, sin prestar en apariencia la menor atención a aquella mujer de rostro tapado que a punto estaba de plantarse frente a él. Al verme alcanzar el mostrador, sin sacarse el resto del cigarrillo de la boca, dijo tan sólo en voz alta y ostentosa: a las siete y media, hasta las siete y media no sale el tren. Y después, en tono bajo, añadió unas palabras en árabe que no comprendí. Soy española, no le entiendo, murmuré tras el velo. Abrió la boca sin poder disimular su incredulidad, y el resto de su pitillo fue a parar al suelo en el descuido. Y entonces, atropelladamente, me transmitió el mensaje: vaya al urinario del andén y cierre la puerta, la están esperando.

Deshice mi camino despacio, retorné al vestíbulo y de allí salí a la noche. Antes, volví a arrebujarme en el jaique y a alzarme el velo hasta que casi me rozó las pestañas. El ancho andén parecía vacío y frente a él no había nada más que el macizo rocoso del Gorgues, oscuro e inmenso. Los soldados, cuatro, estaban juntos, fumando y hablando bajo uno de los arcos que daban acceso a las vías. Se estremecieron cuando vieron entrar una sombra, noté cómo se tensaban, cómo juntaban las botas y erguían las posturas, cómo aseguraban al hombro los fusiles.

– ¡Alto ahí! -gritó uno de ellos en cuanto me vio. Noté que el cuerpo se me agarrotaba bajo el metal de las armas pegadas.

– Déjala, Churruca, ¿no ves que es una mora? -dijo otro acto seguido.

Me quedé parada, sin avanzar, sin retroceder. Tampoco ellos se aproximaron: permanecieron donde estaban, a unos veinte o treinta metros, discutiendo qué hacer.

– A mí lo mismo me da que sea una mora que una cristiana. El sargento ha dicho que tenemos que pedir identificación a todo el mundo.

– Joder, Churruca, qué torpe eres. Ya te hemos dicho diez veces que se refería a todo el mundo español, no a los musulmanes, que no te enteras, macho -aclaró otro.

– Los que no os enteráis sois vosotros. A ver, señora, documentación.

Creí que las piernas se me iban a doblar, que me iba a caer desfallecida. Supuse que aquello ya era, irremediablemente, el fin. Contuve la respiración y noté cómo un sudor frío empapaba todos los recodos de mi piel.

– Mira que eres zote, Churruca -dijo a su espalda la voz de otro compañero-. Que las nativas no van por ahí con una cédula de identificación, a ver cuándo aprendes que esto es África y no la plaza mayor de tu pueblo.

Demasiado tarde: el soldado escrupuloso estaba ya a dos pasos de mí, con una mano adelantada esperando algún documento mientras buscaba mi mirada entre los pliegues de tela que me cubrían. No la encontró, sin embargo: la mantuve fija en el suelo, concentrada en sus botas manchadas de barro, en mis viejas babuchas y en el escaso medio metro que separaba ambos pares de pies.

– Como el sargento se entere de que has andado molestando a una marroquí libre de sospecha, te vas a comer tres días como tres soles de arresto en la Alcazaba, chaval.

La funesta posibilidad de aquel castigo hizo por fin entrar en razón al tal Churruca. No pude ver la cara de mi redentor: mi vista seguía concentrada en el suelo. Pero la amenaza del arresto surtió su efecto y el soldado puntilloso y cabezota, tras pensárselo durante unos segundos angustiosos, retiró la mano, se giró y se alejó de mí.

Bendije la sensatez del compañero que lo frenó y cuando los cuatro soldados volvieron a estar juntos bajo el arco, me di la vuelta y reemprendí mi camino hacia ningún sitio concreto. Comencé a recorrer el andén despacio, sin rumbo, intentando tan sólo recuperar la serenidad. Una vez lo conseguí, por fin pude concentrar mi esfuerzo en dar con los urinarios. Empecé entonces a prestar atención a lo que había alrededor: un par de árabes dormitando en el suelo con las espaldas apoyadas en los muros y un perro flaco cruzando las vías. Tardé poco en encontrar el objetivo; para mi fortuna, estaba casi al final del andén, en el extremo opuesto al que ocupaban los soldados. Conteniendo la respiración, empujé la puerta de paneles de cristal granulado y entré en una especie de distribuidor. Apenas había luz y no quise buscar la palomilla, preferí acostumbrar los ojos a la oscuridad. Vislumbré la señal de hombres a la izquierda y la de mujeres a la derecha. Y al fondo, contra la pared, percibí lo que parecía un montón de tela que lentamente comenzaba a moverse. Una cabeza tapada por una capucha emergió cautelosa del bulto, sus ojos se cruzaron con los míos en la penumbra.

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