María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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– ¡Púdrete, Palomares! -gritó entre carcajadas mientras lanzaba al aire los billetes-. ¡Púdrete en el infierno, que no me has trincado!

Paró entonces en seco el vocerío, y no lo hizo porque hubiera recobrado de pronto la cordura, sino porque lo que tenía ante sus ojos le impidió seguir explayando su alborozo.

– ¡Pero si te has quedado masacrada, criatura! ¡Si pareces talmente el Cristo de las Cinco Llagas! -exclamó ante mi cuerpo desnudo-. ¿Te duele mucho, hija mía?

– Un poco -murmuré mientras me dejaba caer como un peso muerto sobre la cama. Mentía. La verdad era que me dolía hasta el alma.

– Y estás sucia como si vinieras de revolearte por un vertedero -dijo con la cordura del todo recuperada-. Voy a poner a la lumbre unas ollas de agua para prepararte un baño calentito. Y después, unas compresas con linimento en las heridas, y luego…

No oí más. Antes de que la matutera terminara la frase, me había quedado dormida.

13

Tan pronto la casa estuvo recogida y recobramos todos la normalidad, Candelaria se lanzó a buscar un piso en el ensanche para instalar en él mi negocio.

El ensanche tetuaní, tan distinto de la medina moruna, había sido construido con criterios europeos para hacer frente a las necesidades del Protectorado español: para albergar sus instalaciones civiles y militares, y proporcionar viviendas y negocios para las familias de la Península que poco a poco habían ido haciendo de Marruecos su lugar de residencia permanente. Los edificios nuevos, con fachadas blancas, balcones ornamentados y un aire a caballo entre lo moderno y lo moruno, se distribuían en calles anchas y plazas espaciosas formando una cuadrícula llena de armonía. Por ella se movían señoras bien peinadas y señores con sombrero, militares de uniforme, niños vestidos a la europea y parejas de novios formales agarrados del brazo. Había trolebuses y algunos automóviles, confiterías, flamantes cafés y un comercio selecto y contemporáneo. Había orden y calma, un universo del todo distinto al bullicio, los olores y las voces de los zocos de la medina, ese enclave como del pasado, rodeado de murallas y abierto al mundo por siete puertas. Y entre ambos espacios, el árabe y el español, a modo casi de frontera se hallaba La Luneta, la calle que estaba a punto de dejar.

En cuanto Candelaria encontrara un piso para instalar el taller, mi vida daría un nuevo giro y yo me tendría que amoldar otra vez a él. Y anticipándome a ello, decidí cambiar: renovarme del todo, deshacerme de viejos lastres y empezar de cero. En escasos meses había dado un portazo en la cara a todo mi ayer; había dejado de ser una humilde modistilla para convertirme de manera alternativa o paralela en un montón de mujeres distintas. Candidata apenas incipiente a funcionaria, beneficiaria del patrimonio de un gran industrial, amante trotamundos de un sinvergüenza, ilusa aspirante a directiva de un negocio argentino, madre frustrada de un hijo nonato, sospechosa de estafa y robo cargada de deudas hasta las cejas y ocasional traficante de armas camuflada bajo la apariencia de una inocente nativa. En menos tiempo aún debería hacerme con una nueva personalidad porque ninguna de las anteriores me servía ya. Mi viejo mundo estaba en guerra y el amor se me había evaporado llevándose consigo mis bienes e ilusiones. El hijo que nunca nació se había licuado en un charco de coágulos de sangre al bajar de un autobús, una ficha con mis datos circulaba por las comisarías de dos países y tres ciudades, y el pequeño arsenal de pistolas que había trasladado pegado a la piel tal vez se habría llevado ya alguna vida por delante. Con intención de dar la espalda a un bagaje tan patético, resolví afrontar el porvenir tras una máscara de seguridad y valentía para evitar con ella que se entrevieran mis miedos, mis miserias y la puñalada que aún seguía clavada en el alma.

Decidí comenzar por el exterior, hacerme con una fachada de mujer mundana e independiente que no dejara vislumbrar ni mi realidad de víctima de un cretino, ni la oscura procedencia del negocio que estaba a punto de abrir. Para ello había que maquillar el pasado, inventar a toda prisa un presente y proyectar un futuro tan falso como esplendoroso. Y había que actuar con apremio; tenía que empezar ya. Ni una lágrima más, ni un lamento. Ni una mirada condescendiente hacia atrás. Todo debía ser presente, todo hoy. Para ello opté por una nueva personalidad que me saqué de la manga como un mago extrae una ristra de pañuelos o el as de corazones. Decidí trasmutarme y mi elección fue la de adoptar la apariencia de una mujer firme, solvente, vivida. Debería esforzarme para que mi ignorancia fuera confundida con altanería, mi incertidumbre con dulce desidia. Que mis miedos ni siquiera se sospecharan, escondidos en el paso firme de un par de altos tacones y una apariencia de determinación bien resuelta. Que nadie intuyera el esfuerzo inmenso que a diario aún tenía que hacer para superar poco a poco mi tristeza.

El primer movimiento fue encaminado a iniciar un cambio de estilo. La incertidumbre de los últimos tiempos, el aborto y la convalecencia habían menguado mi cuerpo en al menos seis o siete kilos. La amargura y el hospital se llevaron por delante la rotundidad de mis caderas, algo del volumen del pecho, parte de los muslos y cualquier tipo de adiposidad que algún día hubiera existido en el contorno de la cintura. No me esforcé por recuperar nada de aquello, me empecé a sentir cómoda en la nueva silueta: un paso más hacia adelante. Rescaté de la memoria la forma de vestir de algunas extranjeras de Tánger y decidí adaptarla a mi escueto guardarropa mediante arreglos y composturas. Sería menos estricta que mis compatriotas, más insinuante sin llegar al indecoro ni la procacidad. Los tonos más vistosos, las telas más livianas. Los botones de las camisas algo más abiertos en el escote y el largo de las faldas un poco menos largo. Ante el espejo resquebrajado del cuarto de Candelaria, recompuse, ensayé e hice míos aquellos glamurosos cruces de piernas que a diario observé a la hora del aperitivo en las terrazas, los andares elegantes recorriendo con garbo las anchas aceras del Boulevard Pasteur y la gracia de los dedos recién pasados por la manicura sosteniendo una revista de moda francesa, un gin-fizz o un cigarrillo turco con boquilla de marfil.

Por primera vez en más de tres meses presté atención a mi imagen y descubrí que necesitaba un enlucimiento de emergencia. Una vecina me depiló las cejas, otra me arregló las manos. Volví a maquillarme tras haber pasado meses con la cara lavada: elegí lápices para perfilar los labios, carmín para rellenarlos, colores para los párpados, rubor para las mejillas, eye-liner y máscara para las pestañas. Hice que Jamila me cortara el pelo con las tijeras de coser siguiendo al milímetro una fotografía del Vogue atrasado que traje en la maleta. La espesa mata morena que me llegaba a media espalda cayó en mechones desmadejados sobre el suelo de la cocina, como alas de cuervos muertos, hasta quedar en una melena rectilínea a la altura de la mandíbula, lisa, con raya a un lado y querencia a caer indómita sobre mi ojo derecho. Al infierno aquella manta calurosa que tanto fascinaba a Ramiro. No podría decir si el nuevo corte me favorecía o no, pero me hizo sentir más fresca, más libre. Renovada, distanciada para siempre de aquellas tardes bajo las aspas del ventilador en nuestro cuarto del hotel Continental; de aquellas horas eternas sin más abrigo que su cuerpo enredado con el mío y mi gran melena desparramada como un mantón sobre las sábanas.

Las intenciones de Candelaria quedaron materializadas apenas unos días después. Primero localizó en el ensanche tres inmuebles disponibles para inmediato alquiler. Me explicó los pormenores de cada uno de ellos, escudriñamos juntas lo que de bueno y malo tenía cada cual y finalmente nos decidimos.

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