Me adentré en La Luneta esforzándome por adaptar el ritmo al peso de la carga. Recorrí un tramo y giré hacia el mellah, el barrio hebreo. El trazado lineal de sus calles estrechísimas me reconfortó: sabía que no tenían pérdida, que la judería conformaba una cuadrícula exacta en la que era imposible desorientarse. Accedí después a la medina y, en principio, todo fue bien. Callejeé y pasé por sitios que me resultaron familiares: el Zoco del Pan, el de la Carne. Nadie se cruzó a mi paso: ni un perro, ni un alma, ni un mendigo ciego suplicando una limosna. A mi alrededor tan sólo se oía el ruido quedo de mis propias babuchas al arrastrarse sobre el empedrado y el runrún de alguna fuente perdida en la distancia. Notaba que cada vez me resultaba menos pesado andar cargando con las pistolas, que el cuerpo se me iba acostumbrando a sus nuevas dimensiones. De vez en cuando me tanteaba alguna parte para cerciorarme de que todo seguía en su sitio: ahora los costados, después los brazos, luego las caderas. No llegué a relajarme, seguía en tensión, pero al menos caminaba moderadamente tranquila por las calles oscuras y sinuosas, entre las paredes enjalbegadas y las puertas de madera tachonadas con clavos de gruesas cabezas.
Para apartar de mi cabeza la preocupación, me esforcé en imaginar cómo serían aquellas casas árabes por dentro. Había oído que hermosas y frescas, con patios, con fuentes y galerías de mosaicos y azulejos, con techos de madera repujada y el sol acariciando las azoteas. Imposible intuir todo aquello desde las calles a las que sólo asomaban sus muros encalados. Deambulé acompañada por aquellos pensamientos hasta que, al cabo de un rato impreciso, cuando creí haber andado lo suficiente y estar al cien por cien segura de no haber levantado la menor sospecha, decidí encaminarme hacia la Puerta de La Luneta. Y fue entonces, exactamente entonces, cuando al fondo del callejón por el que andaba percibí un par de figuras avanzando hacia mí. Dos militares, dos oficiales con breeches, fajines a la cintura y las gorras rojas de los Regulares; cuatro piernas que caminaban briosas, haciendo sonar las botas sobre los adoquines mientras hablaban entre ellos en voz baja y nerviosa. Contuve la respiración a la vez que mil imágenes funestas torpedearon mi mente como fogonazos contra un paredón. Creí, de pronto, que a su paso todas las pistolas iban a desprenderse de sus ataduras y a esparcirse con estrépito por el suelo, imaginé que a uno de ellos se le podría ocurrir tirarme de la capucha hacia atrás para descubrirme el rostro, que me harían hablar, que descubrían que era una compatriota española trampeando con armas con quien no debía, y no una nativa cualquiera camino de ningún sitio.
Pasaron los dos hombres a mi lado; me pegué todo lo posible a la pared, pero la callejuela era tan estrecha que casi nos rozamos. No me hicieron el menor caso, sin embargo. Ignoraron mi presencia como si fuese invisible y continuaron con prisa su charla y su camino. Hablaban de destacamentos y municiones, de cosas de las que yo no entendía ni quería entender. Doscientos, doscientos cincuenta como mucho, dijo uno al pasar junto a mí. Que no, hombre, que no, que te digo yo que no, replicó el otro vehemente. No les vi las caras, no me atreví a levantar la vista, pero en cuanto noté que el sonido de las botas se desvanecía en la distancia, apreté el paso y saqué por fin el alivio a respirar.
Apenas unos segundos después, sin embargo, me di cuenta de que no debería haber cantado victoria tan pronto: al alzar la mirada descubrí que no sabía dónde estaba. Para mantenerme orientada tendría que haber girado a la derecha tres o cuatro esquinas antes, pero la aparición inesperada de los militares me despistó de tal manera que no lo hice. Me encontré de pronto perdida y un estremecimiento me recorrió la piel. Había transitado las calles de la medina muchas veces, pero no conocía sus secretos y entresijos. Sin la luz del día y en ausencia de los actos y los ruidos cotidianos, no tenía la menor idea de dónde me encontraba.
Decidí volver atrás y recomponer el recorrido, pero no fui capaz de lograrlo. Cuando creí que iba a salir a una plazoleta conocida, encontré un arco; cuando esperaba un pasadizo, me topé con una mezquita o un tramo de escalones. Proseguí moviéndome torpemente por callejas tortuosas, intentando asociar cada rincón con las actividades del día para poder orientarme. Sin embargo, a medida que andaba, cada vez me sentía más perdida entre aquellas calles enrevesadas que desafiaban las leyes de lo racional. Con los artesanos dormidos y sus negocios cerrados, no lograba distinguir si me movía por la zona de los caldereros y los hojalateros, o si avanzaba ya por la parte en la que a diario laboraban los hilanderos, los tejedores y los sastres. Allí donde a la luz del sol estaban los dulces con miel, las tortas de pan dorado, los montones de especias y los ramos de albahaca que me habrían ayudado a centrarme, sólo encontré puertas atrancadas y postigos apestillados. El tiempo daba la impresión de haberse parado, todo parecía un escenario vacío sin las voces de los comerciantes y los compradores, sin las recuas de borricos cargados de espuertas ni las mujeres del Rif sentadas en el suelo, entre verduras y naranjas que tal vez nunca lograran vender. Mi nerviosismo aumentó: no sabía qué hora sería, pero era consciente de que cada vez iba quedando menos tiempo para las seis. Aceleré el paso, salí de una callejuela, entré en otra, en otra, en otra más; retrocedí, enderecé de nuevo el rumbo. Nada. Ni una pista, ni una evidencia: todo se había convertido de pronto en un laberinto endemoniado del que no hallaba la forma de salir.
Los pasos aturdidos acabaron llevándome a la cercanía de una casa con un gran farol sobre la puerta. Oí de pronto risas, alboroto, voces desacompasadas coreando la letra de Mi jaca al acorde en un piano desafinado. Decidí aproximarme, ansiosa por dar con alguna referencia que me permitiera recuperar el sentido de la ubicación. Apenas me quedaban unos metros para alcanzarlo cuando una pareja salió atropellada del local hablando en español: un hombre con apariencia de ir bebido, aferrado a una mujer madura teñida de rubio que reía a carcajadas. Me di entonces cuenta de que estaba ante un burdel, pero ya era demasiado tarde para hacerme pasar por una nativa desgastada: la pareja estaba a tan sólo unos pasos de mí. Morita, vente conmigo, morita, guapa, que tengo una cosa que enseñarte, mira, mira, morita, dijo babeante el hombre alargando un brazo hacia mí mientras con la otra mano se agarraba obsceno la entrepierna. La mujer intentó contenerle, sujetándole entre risas mientras yo, de un salto, me aparté de su alcance y emprendí una carrera alocada ciñendo con todas mis fuerzas el jaique al cuerpo.
Atrás dejé el prostíbulo lleno de carne de cuartel que jugaba al tute, berreaba coplas y sobaba con furia a las mujeres, evadidos todos momentáneamente de la certeza de que cualquier día próximo cruzarían el Estrecho para enfrentarse a la macabra realidad de la guerra. Y entonces, al alejarme del antro con toda la prisa del mundo pegada a la suela de las babuchas, la suerte por fin se puso de mi lado e hizo que me diera de bruces con el Zoco el Foki al volver la esquina.
Recobré el alivio por haber encontrado de nuevo la orientación: por fin sabía cómo salir de aquella jaula en la que la medina se había convertido. El tiempo volaba y yo hube de hacerlo también. Moviéndome con pasos tan largos y rápidos como mi coraza me permitía, alcancé en pocos minutos la Puerta de La Luneta. Un nuevo sobresalto, sin embargo, me esperaba junto a ella: allí estaba uno de los temidos controles militares que habían impedido la entrada de los larachíes en Tetuán. Unos cuantos soldados, barreras de protección y un par de vehículos: los efectivos suficientes como para intimidar a cualquiera que quisiera adentrarse en la ciudad con algún objetivo no del todo limpio. Noté que la garganta se me secaba, pero supe que no podía evadir el paso frente a ellos ni pararme a pensar qué hacer, así que, con la vista fijada una vez más en el suelo, decidí proseguir mi camino con el andar fatigoso que Candelaria me aconsejó. Traspasé el control con la sangre bombeándome las sienes y la respiración contenida, a la espera de que en cualquier momento me pararan y me preguntaran adónde iba, quién era, qué escondía. Para mi fortuna, apenas me miraron. Me ignoraron simplemente, como antes lo habían hecho los oficiales con los que me crucé en la estrechez de una calleja. Qué peligro iba a tener para el glorioso alzamiento aquella marroquí de paso cansino que atravesaba como una sombra las calles de la madrugada.
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