El inspector dio por buena esta explicación y por demostrada la inocencia de Dubslav. Éste, a su vez, se interesó por la identidad del difunto. Se trataba de un súbdito italiano de nombre Ettore Tamborrini o Tamburrini, catedrático de la Universidad de Bolonia, de donde había llegado este mismo día precisamente para recoger el Premio Europeo a la Realización Científica por sus investigaciones en el campo de la semántica. Estas investigaciones, en definitiva, de bien poco le habían servido, pues había fallecido pocos minutos antes de recibir el galardón, como hizo notar el inspector de policía con su habitual acidez. Con dos premiados muertos, el premio se le antojaba muy poco deseable.
En este momento irrumpió en la habitación un miembro del Jurado; la ceremonia había comenzado y el Jurado estaba sumamente intranquilo por la ausencia inexplicable de dos de los premiados, el profesor Tamborrini y el propio Dubslav. En pocas palabras el inspector le puso al corriente de lo ocurrido, dejándolo aún más consternado.
Dubslav trató de calmar los ánimos alterados de aquel hombre con la siguiente reflexión: había ocurrido en efecto un hecho triste, luctuoso, pero no delictivo, ni siquiera reprobable; sobre lo ocurrido nadie, y menos aún el Jurado, tenía potestad alguna. Ahora lo importante era decidir si la ceremonia de la entrega de premios debía proseguir o ser interrumpida por esta causa. Interrumpirla anunciando lo ocurrido. prosiguió diciendo Dubslav, sería en la práctica un acto de sensacionalismo por la presencia de las cámaras de Eurovisión, y tal vez un acto de verdadera irresponsabilidad política por el hecho de comprometer a Su Majestad el Rey, frente a las cámaras de televisión, en la muerte repentina (y misteriosa hasta tanto la autopsia no determinase sus causas reales) de uno de los premiados, pocos minutos antes de recibir el galardón. Mucho mejor sería decir: el profesor Tamborrini está indispuesto, o el profesor Tamborrini no puede estar ahora con nosotros por motivos de salud.
Estos argumentos convencieron al miembro del Jurado. Sería una pequeña mentira, en efecto, admitió, y ciertamente no tenían derecho a convertir el festejo en un acto funerario, por respeto a Su Majestad el Rey y al público asistente ya la dignidad y prestigio del premio, así como por consideración a los telespectadores y patrocinadores del acto y a los propios miembros del Jurado.
Pese a todo, el miembro del Jurado no podía ocultar su turbación. Dubslav, en cambio, por primera vez desde hacía muchos años, quizá por primera vez en toda su vida, se sentía tranquilo y seguro de sí cuando le llevaron de la mano por un corredor en penumbra hasta la parte posterior del estrado, detrás del cortinaje. Allí habían colocado unas sillas de tijera para los galardonados mientras esperaban ser llamados al estrado. En el suelo había un amasijo de cables. Hicieron sentar a Dubslav en una silla reservada para él, junto a la silla vacía destinada al profesor Tamborrini, y le conminaron a guardar silencio y a no tocar los cables del suelo. Cuando le llegara el turno de salir al estrado, ya le avisarían. Dubslav hizo un signo de asentimiento y se sentó. Al otro lado del cortinaje se sucedían los discursos, pero Dubslav no los escuchaba; tampoco preparaba el suyo: tenía las ideas claras y no veía dificultad alguna en exponerlas. Llegado el momento, le hicieron señas imperiosas. Siguiendo instrucciones, salió de la zona oscura, detrás del cortinaje, y subió unos escalones de madera. Al acabar de subir estos escalones se encontró en un extremo del estrado, oyó el nombre de su madre y avanzó hacia el centro. Su aparición fue recibida con una ovación y murmullos de extrañeza al ver a la doctora convertida en un hombre joven.
El resplandor de los reflectores lo deslumbró y se detuvo en seco. Cuando sus ojos se acostumbraron a la intensidad de la luz distinguió a contraluz la figura de un hombre corpulento, vestido con un elegante uniforme, un traje de ceremonia adornado de insignias, alamares y entorchados. Nunca había visto antes a aquel individuo imponente, sin duda el Rey, pero en su presencia, lejos de sentirse amedrentado, se sintió tranquilo, alegre y agradecido. Era consciente de su buena planta y el corte impecable del smoking le confería la necesaria seguridad. El Rey le tendió una mano y le cedió el micrófono.
Dubslav carraspeó y dijo: «Majestad, excelentísimos miembros del Jurado, distinguido público, quiero ante todo expresar mi agradecimiento por haberme sido otorgado este Premio Europeo a la Realización Científica por mis investigaciones en el campo de la oftalmología. En estas ocasiones suele decirse: por haberme sido otorgado inmerecidamente este magnífico premio. Yo no lo diré. En primer lugar, este premio no es magnífico. En realidad es una ridiculez. Todos los premios lo son, pero seguramente éste se lleva la palma. Y en mi caso tampoco es un premio inmerecido. Yo no soy un experto en oftalmología; no sé nada de oftalmología, ni siquiera soy médico. Por este motivo, llevándome el premio no hago mal a nadie: en definitiva el premio consiste en una estatua horrorosa y una cierta publicidad. Esta publicidad a mi de nada me va a servir. La verdadera destinataria del premio investigó realmente en el campo de la oftalmología, pero ya no lo volverá hacer, ni se beneficiará de la publicidad, ni verá la estatua. Pero no se asusten: no soy un impostor. Como hijo único y heredero universal de la ganadora, tengo pleno derecho al premio. En consecuencia, me llevaré la estatua y si además de la estatua el premio lleva aparejada una dotación económica, también me la llevaré. Tal vez la entregue a un centro de investigación oftalmológica o tal vez la destine a otros fines; obraré según me plazca y no daré explicaciones a nadie. Si me gasto el dinero en cosas horribles, tanto mejor.
»En cuanto a mí, poco puedo decirles. Soy un hombre absurdo. Fui concebido de un modo absurdo y criado de un modo absurdo y toda mi vida ha consistido en un desarrollar y perfeccionar este absurdo. Sin saberlo, me estaba preparando para esta ceremonia. Vean, ni siquiera el smoking es mío. Un hombre ha muerto para poder prestármelo. Ahora él debería llevar puesto el smoking y yo debería estar aquí, ante todos ustedes, cubierto de harapos pestilentes. Pero esto habría hecho mi presencia ejemplar, por no decir simbólica. Tal vez por esto el destino ha preferido hacer llegar a mis manos este smoking. En realidad los harapos tampoco son mi indumentaria habitual: no soy un anacoreta. Sólo soy un viajero, un excursionista. Los viajes no instruyen, pero dañan mucho la ropa. De todas formas, el smoking es mejor.
»Me he pasado la vida hablando solo y me explico mal. Cuando trato de teorizar voy de lo trivial a lo confuso. Seguramente mi bagaje intelectual se compone de estas dos variedades del saber. Pero hace un tiempo, en Berlín, caminando una noche por un parque solitario, recibí un aviso. Fue el primer aviso y no lo supe captar. El segundo me llegó hace poco, en una playa de la Costa Brava. Éste lo capté, pero lo interpreté mal. Finalmente esta tarde, primero en la Grande Place y luego en la habitación del difunto profesor Tamborrini. He comprendido la razón de mi viaje, el sentido de mi búsqueda y la justificación de este error. No esperen ustedes ningún mensaje; no lo hayo, al menos, yo no lo conozco. He mencionado el sentido de mi vida, pero un sentido no es un mensaje y yo no soy un visionario: sólo un hombre convencido de su propia absurdidad. Soy absurdo por haber vivido sin propósito, pero tampoco he tenido alternativa. Todos nuestros afanes son absurdos. La riqueza sólo trae consigo un falso confort y en realidad el embrutecimiento del rico y la animosidad de los demás, incluso de los amigos. Hace un rato, en la Grande Place, he sido socorrido por un grupo de turistas; tal vez de no haber ido hecho un zarrapastroso, de haber llevado este smoking y esta pechera con botonadura de nácar, me habrían dejado tirado sobre los adoquines, habrían pensado: un rico tumbado en el suelo por fuerza ha de ser un individuo degradado, una víctima del desenfreno. Sin embargo, la pobreza es aún más embrutecedora, no granjea simpatía, a lo sumo conmiseración; y entre ambas no hay término medio, salvo la zozobra.
Читать дальше