La clase transcurrió sin incidentes y la señorita Fornillos tuvo la delicadeza de no singularizarlo dirigiéndole la palabra o mirándolo directamente. Pero al acabar la clase lo llamó por su nombre y le pidió que se quedara un instante. Antolín Cabrales remoloneó en el umbral del aula.
«El cuento que te di el último día, ¿también estaba incompleto?», le preguntó.
«No, no, está cabal», respondió el recluso.
«Dime la verdad, Antolín Cabrales.»
«Señorita, va usted a pensar que soy un sieso.»
«Ya te he entendido», dijo la señorita Fornillos mientras rebuscaba en su cartera, «y te quería decir que no andas del todo desencaminado. Yo misma he recortado los cuentos para hacerlos más breves y más sencillos. Pero te he traído el cuento del otro día completo, tal cual es. El de hoy no, porque es muy largo. No tienes ninguna obligación, pero si te hace gracia leerlo, pues lo lees y el próximo día, si quieres, me dices lo que piensas. En clase, o al salir, como te resulte más cómodo».
El recluso enrolló las fotocopias, dio las gracias con torpeza y se reunió con sus compañeros, que observaban la escena desde el pasillo.
En la siguiente ocasión Antolín Cabrales se quedó rezagado y devolvió a la señorita Fornillos las fotocopias que ella le había dado.
«¿Te ha gustado?»
«Sí, no está mal.»
«¿Has notado la diferencia? ¿No se te ha hecho largo o difícil?»
«No, pero he entendido lo de los cortes. Están muy bien hechos.»
«Dejemos eso», dijo secamente la señorita Fornillos, porque no quería prolongar un encuentro a solas con un preso, aunque fuera con la puerta abierta y ante los ojos de los demás, y porque tampoco quería establecer una relación que fuera más allá de lo establecido por las normas. «El que escribió este cuento se llama Somerset Maugham. Era inglés, murió hace años y escribió cuentos muy bonitos. En la biblioteca de la cárcel hay un libro suyo. Precisamente de ahí saqué yo los cuentos. Si te interesa leer más cosas del mismo autor, puedes ir a la biblioteca y leerlas allí o pedir el libro prestado para leerlo en la celda. En este papel te he escrito el nombre porque cuesta de pronunciar; tú sólo tienes que enseñárselo al bibliotecario y él te dará el libro. Es por si te interesa.»
«Muchas gracias, señorita», dijo el recluso.
Antes de entrar en la siguiente clase, la señorita Fornillos pasó por la biblioteca, consultó la ficha de Somerset Maugham y vio que el libro había sido prestado a Antolín Cabrales y devuelto al día siguiente. Al acabar la clase, le preguntó si había ido a la biblioteca.
«Sí, señorita. Hice como usted me dijo y pedí el libro.»
«Ya. ¿Y leíste algún cuento, aparte del que conocías?»
«Claro, los leí todos.»
«¿En un solo día?»
«¿Cómo sabe que los leí en un solo día?»
«No te voy a engañar: he pasado por la biblioteca y he visto la ficha: tuviste el libro un día y no me creo que lo hayas leído de cabo a rabo.»
«Es usted muy dueña de pensar como quiera, pero leerlo, lo leí.»
«Está bien. Te creo. Dime si te gustaron los cuentos.»
«Psé. Están bien contados.»
«¿Qué quieres decir?»
«Pues eso, que están bien contados. ¿Hay otros escritores que también cuentan bien?»
«Ya lo creo. Muchísimos. ¿Te recomiendo uno?»
«Si no le es molestia.»
En un trozo de papel la señorita Fornillos escribió:
Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes. Antolín Cabrales leyó esta recopilación de relatos detectivescos y por su cuenta, Estudio en escarlata.
«Jolín, es un cuento larguísimo, ¿no le parece?»
«No es un cuento. Es una novela.»
«Es curioso que interrumpa la historia para meter otra dentro y luego seguir con la anterior.»
«¿Eso te ha molestado?»
«¿Cómo me va a molestar? El que escribe hace lo que le sale del pijo, con perdón. ¿Todas las novelas son así?»
«No. Quizá no deberías haber empezado por ahí.»
«Me habré precipitado, disculpe, pero no sabía a quién consultar y hasta que usted no volvía, pues actué según mi entendimiento, usted ya me entiende. El bibliotecario es un mendrugo. Si le viene bien, pues me hace usted una lista, cuando pueda, y así no la tendré que andar molestando cada vez.»
«Hombre, así, a bote pronto, no sabría. Pero si vamos juntos a la biblioteca y vemos lo que hay, podemos hacer una lista sobre la marcha.»
«Cojonudo, señorita», exclamó el presidiario.
En un mes y medio se leyó toda la biblioteca de la prisión, no muy extensa ni muy variada, compuesta principalmente por novelas dejadas por algunos presos al ser puestos en libertad y algunos donativos de caducas asociaciones benéficas. Debido a esto, obras de relativo interés convivían con libros instructivos y de autoayuda, novelas de Agatha Christie, ediciones expurgadas de Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo y no pocos bodrios de distintas categorías. Como era inexperto y leía con tanta voracidad como desorden, Antolín Cabrales se hizo un lio. Viendo su desazón, la señorita Fornillos tomó la osada decisión de poner orden en las lecturas de su alumno y de prestarle sus propios libros. No sabía si aquello constituía un acto irregular dentro del régimen penitenciario, pero no creyó estar haciendo mal a nadie. Cada miércoles, cuando acudía a la cárcel, incluía un libro en el material didáctico que declaraba al entrar, sin especificar el título, se lo entregaba a Antolín Cabrales, éste le devolvía el anterior y ella lo declaraba nuevamente al salir; de este modo no quedaba constancia de que un recluso recibía material procedente del exterior sin la correspondiente autorización. La señorita Fornillos, por precaución y por curiosidad, había hecho averiguaciones acerca de Antolín Cabrales y su pasado delictivo. Desde muy joven había sido detenido y condenado a penas leves por hurto; más tarde había cometido robos con arma blanca o con un revólver de juguete, y en una ocasión en que la víctima había ofrecido resistencia, había empleado la violencia, tal vez, como declaró él mismo, en legítima defensa, pero con un resultado de lesiones que, unido a sus antecedentes, le valió la condena que ahora cumplía. La escasa peligrosidad de su protegido tranquilizó la conciencia de Inés Fornillos, sobre todo porque en su fuero interno sabía que, de haber sido aquél el más sanguinario y depravado de los criminales, no habría actuado de otro modo.
En su actitud con respecto a Antolín Cabrales no había nada de maternal. Tenía dos hijos pequeños y conocía bien el contenido y los límites de sus instintos y sus sentimientos. Tampoco había en su conducta atisbo de inclinaciones de otro orden: Antolín Cabrales era de estatura mediana y porte regular, pero era desgarbado de gestos y andares, y aunque no feo de rasgos, algo en la expresión esquiva de los ojos y en la morosidad y en el aire de desconfianza le quitaba todo encanto personal y toda posible atracción masculina: ni siquiera una persona de visión imprecisa y juicio magnánimo como la señorita Fornillos habría dudado en calificar a Poca Chicha de insignificante. En realidad, Antolín Cabrales ni siquiera le inspiraba simpatía, y sus contactos, pese a la pasión por la literatura que los unía, a menudo resultaban tediosos. No obstante, aquel ser insípido de trato había aparecido inopinadamente en la vida de Inés Fornillos como un regalo inesperado en medio de una actividad profesional satisfactoria, pero presidida por la más abrumadora monotonía. En los préstamos de la profesora a un alumno excepcional había más de experimento que de obra benéfica. Ardía en deseos de comprobar cómo reaccionaría alguien carente de toda formación ante obras que exigían del lector esfuerzo y discernimiento.
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