Como, pese a todo, no podía dejar de leer al menos uno de los dos libros, adquirió un ejemplar de la primera novela, se lo llevó a casa y se dispuso a leerlo sin prejuicios de ningún tipo. No obstante, lo abrió con la remota esperanza de encontrar un prólogo del autor en el que, si bien no apareciera su nombre (pues de ser asi alguien se lo habría comentado), hubiera alguna clave que sólo ella pudiera interpretar. No había nada: la novela arrancaba en la primera página y discurría con pulso firme hasta su conclusión. Apreció el estilo, la utilización inteligente de los recursos literarios, la descripción de ambientes, una trama y unos personajes interesantes, pero la novela, en conjunto, le dejó indiferente. Así lo hizo constar cuando tuvo ocasión de hacerlo en público y en privado, pero en ningún momento dijo que había conocido personalmente al autor. Fue una decisión premeditada. Revelar una relación privilegiada como la suya con un autor tan célebre y tan enigmático con seguridad habría tenido un efecto positivo en su carrera, y la señorita Fornillos no carecía de ambiciones profesionales, pero esta misma relación la convertiría, dentro del mundo académico, en una especialista y, en aquel caso particular, al menos a sus propios ojos, en parásito de una persona a la que recordaba con más desprecio que otra cosa. Pero había otra razón para su silencio. Por algún motivo Antolín Cabrales no se había querido dar a conocer inicialmente y, en consecuencia, airear su conocimiento habría supuesto algo parecido a una traición, no en el mundo académico pero si en el mundo de la delincuencia, al que la señorita Fornillos, siquiera de un modo tangencial, había pertenecido en otros tiempos. En la cárcel no hay chivatos, se dijo, y pensar que estaba dejando escapar una oportunidad dorada por atenerse al código del hampa le divirtió y le hizo sentirse secretamente orgullosa. Por lo demás, seguía convencida de que su antiguo alumno carecía de talento y estaba segura de que pronto se desinflaría un prestigio en el que había más de novedad que de merecimiento.
El tiempo se encargó de desmentir este pronóstico. La fama de Martín J. Fromentín fue creciendo con cada nuevo libro. Fue traducido a muchos idiomas, recibió premios nacionales y extranjeros. Como sus personajes eran siempre criminales, sus andanzas violentas y sus vidas irrecuperables, se le incluyó en el canon de la novela negra, se le comparó con Jean Genet y con Louis Ferdinand Céline, con el Gorki de Los bajos fondos, con los dramas de sangre de García Lorca, con los esperpentos de Valle-Inclán, y no faltaron exagerados que sacaron a relucir a Dostoievsky e incluso a Dante. Proliferaron las tesis doctorales. Sucesivos intentos de llevar sus novelas al cine chocaron con una negativa tajante y sin explicaciones por parte del autor. Le propusieron que presentara su candidatura para el ingreso en la Real Academia Española con la garantía de que sería aceptada por unanimidad, pero declinó aquel honor, del que dijo ser indigno. Para evitar intrusiones trasladó su domicilio fuera de su ciudad natal; luego, fuera del país. Este secretismo aumentó su fama y creó una leyenda que se iba incrementando por las aportaciones de sus estudiosos, con el beneplácito de la editorial. Se contaba que en su juventud había participado en muchas de las acciones crueles y violentas que ahora describía con tanta precisión, bien como actor principal, bien como cómplice, bien como instigador; que seguía teniendo vínculos estrechos con el crimen organizado, y que sus relatos eran fragmentos autobiográficos cuidadosamente camuflados, pero apenas embellecidos. Más tarde la fama y la leyenda se asentaron y por el hecho de ser conocidas de todos sus presuntas hazañas dejaron de ser tema de conversación. Ya sólo interesaba como novedad literaria y sólo la cifra de ventas, siempre crecida, era motivo de comentario.
Andando el tiempo, la actitud del escurridizo autor se fue haciendo menos radical. Como ya no era el centro de todas las miradas, permitió fisuras en la rígida norma del anonimato. Una fotografía suya, siempre la misma, apareció en la sección de libros de los periódicos y en las solapas de sus obras, más tarde en enormes carteles colgados de las librerías de las grandes superficies. Aceptó conceder alguna entrevista, a periodistas concretos en publicaciones selectas; estas entrevistas resultaban siempre decepcionantes porque nunca expresaba una opinión y la ambigüedad presidia todas sus respuestas.
Cuando Inés Fornillos vio la fotografía de su antiguo alumno sintió algo parecido a la ternura. Había envejecido y engordado, tenía el pelo cano, retraído en frente, se había dejado un bigote ni muy fino ni muy aparatoso, llevaba unas elegantes gafas sin montura, vestía con pulcritud. Nada de esto le impidió reconocer de inmediato la expresión huidiza de los ojos, el pliegue de inseguridad en la frente, los labios prietos, la crispación del gesto. Nada de cuanto vio, oyó o leyó alteró su decisión de guardar silencio acerca de su pasado común.
Cuando le faltaba un año para la jubilación, llegó a sus oídos la noticia de que el famoso escritor Martín J. Fromentín, para entonces un clásico de nuestras letras, pronunciaría una conferencia en el paraninfo de la universidad. El motivo era lo de menos. La señorita Fornillos decidió asistir.
Aunque llegó muy pronto ya encontró una larga cola. Esperó mucho rato, cansada, consciente de lo ridículo de la situación, tentada de renunciar. Cuando abrieron las puertas pudo sentarse en una de las últimas filas. A la hora convenida, en medio de una gran expectación y un obsequioso silencio, hizo su entrada el ilustre escritor acompañado de autoridades académicas. Subió a la tribuna, ocupó su asiento, y mientras escuchaba con desinterés los elogios que se le prodigaban, paseó la vista por el nutrido auditorio. La señorita Fornillos tuvo la impresión de que por una fracción de segundo sus miradas se encontraban, pero nada le dio a entender que había sido reconocida. Después del tiempo transcurrido tampoco esperaba otra cosa. Tampoco ella experimentó la más mínima emoción en aquel efímero contacto. Cuando le tocó el turno al invitado de honor, Martín J. Fromentín pronunció un discurso de circunstancias cargado de tópicos bienintencionados. Antes de acabar, bajó la voz y en un tono casi inaudible, entre balbuceos, como si no llevara escrita ni pensada aquella parte del discurso, dijo: «En el pasado yo fui un criminal. Es cosa sabida y a estas alturas no tenía sentido negarlo. Sólo quiero disipar el aura de romanticismo que esto pueda tener para quienes, como ustedes, siempre han estado en el lado bueno de la ley. Un criminal no es un héroe, sino un ser abyecto que abusa de la debilidad del prójimo. Yo estaba destinado a seguir este camino hasta el más triste de los desenlaces si el encuentro casual con la literatura no hubiera abierto una grieta por la que pude salir a un mundo mejor. Nada más tengo que añadir. La literatura puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles; inversamente, actos terribles y vidas degradadas pueden rescatar a la literatura insuflándole una vida que, de no poseerla, la convertiría en letra muerta.»
Aún se alargó un rato más. Finalmente otra persona cerró el acto, tras anunciar que no habría coloquio ni firma de libros y el orador y sus acompañantes desparecieron por una puerta lateral. Inés Fornillos salió de la sala al ritmo lento de la muchedumbre. Una vez en la calle decidió ir caminando hasta la plaza de Cataluña y allí tomar el metro. Iba por la Ronda Universidad disfrutando del suave clima de la noche y pensando en trivialidades, cuando sintió un nudo en la garganta que le hizo detenerse. No pudo hacer nada para evitarlo y rompió a llorar ruidosamente. Algunos transeúntes se acercaron a preguntarle si le pasaba algo. Les respondió que estaba bien, y contra su costumbre, se refugió en un bar. Pidió un botellín de agua mineral y bebió a sorbos hasta recobrar la calma. Si hubiera querido explicar lo que le había sucedido no habría sabido hacerlo. No le había impresionado la visión de su antiguo alumno convertido en personaje célebre y menos aún la idea de haber contribuido a la redención de un delincuente, cosa que, por otra parte, Antolín Cabrales nunca había sido. Pero le desbordaba la idea de haber creado un gran escritor. A su larga vida profesional, denodada, honrada, monótona, tediosa y sin sentido, le había sido concedido un momento de grandeza, y aquel momento no había sido una revelación, ni una idea profunda, ni había dejado una huella indeleble; había sido un encuentro efímero, superficial, cargado de susceptibilidad y de malentendidos. Pero había existido y ahora la señorita Fornillos ya podía jubilarse, hacer balance de su vida y descansar.
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