Era, en realidad, el hechicero de un poblado cercano. Unas horas antes habían acudido a su choza unos pastorcillos a referirle con gran excitación el hallazgo de un extraño monumento en mitad del desierto, en un lugar bien conocido de los pastores, donde antes no había habido nunca nada. Para aquellos mozalbetes ignorantes y supersticiosos, la súbita erección de un objeto de piedra de grandes dimensiones y, por consiguiente, muy pesado, sólo podía ser obra de los malos espíritus. Por esta razón habían ido en busca del hechicero. Este se mostró escéptico. pero no eludió su responsabilidad y se dirigió al lugar indicado a verificar el suceso con sus propios ojos. Antes. sin embargo, por razones rituales y, en el fondo, de prestigio personal, se embadurnó de pintura y se colocó unos amuletos supuestamente protectores, si bien él mismo los calificaba de «payasiles». Ahora llevaba varias horas instalado allí, tratando de dilucidar el origen de aquel tótem. sin duda cristiano, cuyo origen no presentaba a sus ojos misterio alguno. En su opinión, el tótem había sido erigido varios siglos atrás, tal vez en tiempos de las cruzadas, abandonado luego y de inmediato sepultado por la arena del desierto. Ahora, por un capricho de los vientos, las dunas se habían desplazado dejando el tótem al descubierto. Ésta había sido su conclusión inicial. Luego, sin embargo, la repentina aparición de Dubslav y su camioneta de re· parto le habían hecho dudar y por un momento había llegado a pensar si no se encontraría efectivamente ante un fenómeno de orden sobrenatural.
Dubslav le tranquilizó al respecto: no había nada sobrenatural ni en su persona ni en su estrafalario vehículo. Sólo era un viajero perdido en el desierto y medio muerto a causa de la deshidratación.
A instancias del hechicero, fueron ambos al poblado de este último, donde la llegada de la camioneta despertó un alborozo seguido del consiguiente desengaño. Estas emociones relegaron al olvido la aparición de la cruz de término y, en consecuencia, el meritorio trabajo del hechicero, por el cual, según pudo apreciar Dubslav casi de inmediato, la gente no sentía mucho respeto. Tampoco manifestaban al respecto irreverencia ni descaro. Simplemente, todo parecía traerles sin cuidado.
No era para menos. En aquel lugar devastado, arruinado y desierto la tierra amarilla quemaba tanto como los rayos del sol. El viento y la arena habían horadado las rocas. En el poblado las casas eran de adobe, exiguas, sucias y endebles; si sobre ellas hubiera caído un simple chaparrón las habría disuelto. Tal vez, se dijo Dubslav, el diluvio universal fue sólo un chaparrón en un lugar similar a éste; tal vez aquí mismo se originó la historia de la raza maldita, pero con un desenlace distinto; tal vez en fin de cuentas la raza maldita consiguió sobrevivir para seguir pecando. Ahora, ignorantes del pasado, desinteresados por el presente y sin esperar nada del futuro, estas gentes habitaban el lugar con apatía. No había allí razón alguna para seguir viviendo, pero lo hacían, no por perseverancia. sino por embrutecimiento. Desde luego, no amaban su tierra, ni tenían motivos para amarla. Tampoco la respetaban: sin el menor reparo arrojaban basura ante la puerta de sus casas, en las intersecciones de las tortuosas callejas del poblado; los animales muertos se pudrían al sol, despanzurrados por las aves carroñeras y cubiertos de moscas y gusanos. El hedor era insoportable. Los hombres se orinaban encima de los bebés para preservarlos de los merodeadores: Les chacals n’aiment pas les enfants pisseux, explicó el hechicero a Dubslav.
Pasado el primer momento de curiosidad, motivado especialmente por la camioneta, los habitantes del poblado acogieron la presencia de Dubslav entre ellos con una naturalidad rayana en el desdén. Sin embargo su actitud no provenía de un sentimiento de desprecio hacia aquel extranjero extraviado y desvalido: incapaces de verse a si mismos, no encontraban en el recién llegado nada digno de ser notado. nada elogioso ni censurable. Dubslav agradeció esta actitud y se adaptó sin esfuerzo a la situación.
Con una repugnancia mitigada por el apetito consumió unos horribles comistrajos en los pucheros comunes, y bebió el agua sucia, cenagosa, infestada de gusarapos, proveniente de unas pozas profundas, hediondas, malsanas; luego trataba de llenar las horas deambulando por el poblado, olisqueado por perros y acosado por cabras sin dueño. Al llegar la noche dormía en la camioneta.
Inicialmente, para no subsistir a costa de aquella gente, de una hospitalidad hosca pero en realidad extraordinariamente generosa habida cuenta de la penuria reinante. Dubslav trató de canjear por comida los tintes capilares adquiridos por indicación del comerciante portugués, pero nadie mostró por ellos el menor interés. La mayoría no parecía conocer el producto y los otros, al advertir su naturaleza, se mostraban ofendidos. Dubslav acabó por admitir el engaño del portugués y guardó los botes de tinte en la camioneta, de donde desaparecieron todos al cabo de muy poco. Más tarde Dubslav vio con divertido asombro cómo la ensortijada pelambrera de algunos hombres adquiría una sospechosa tonalidad rosácea. Esta experiencia disipó sus escrúpulos. Al hechicero, convertido primero en su valedor y luego, de modo espontáneo, también en su mentor, Dubslav le regaló un bolígrafo inservible (el calor había derretido la tinta) pero muy apreciado en toda la región.
Durante los primeros días (nunca llegó a saber cuántos, pues él había perdido durante el viaje el cómputo del tiempo y allí no existían ni el reloj ni el calendario y todas las horas eran iguales en su invariable y aniquiladora vaciedad), Dubslav se preguntaba a menudo si por casualidad aquel poblado sería el mismo poblado entrevisto en la pantalla de la televisión del hotel de la Costa Brava la víspera de su accidente. Pero pronto dejó de atormentarse con una incógnita imposible de despejar. Su recuerdo del reportaje era insignificante y entre la gente del poblado, debidamente interrogada por mediación del hechicero, nadie, ni siquiera el propio hechicero, recordaba la filmación de un reportaje. Esto último, por otra parte, no era indicio de nada: adaptado a la vida rutinaria del poblado, Dubslav podía imaginar perfectamente tanto el alboroto causado por la aparición de un equipo de reporteros como su inmediato olvido. Aquella gente sin futuro y casi sin presente no vela utilidad alguna en conservar el pasado.
Menos interés sin duda habría tenido para ellos bucear en sus origen es. Nadie tenía la menor idea (ni el menor deseo de tenerla) acerca de los orígenes del poblado, de la razón de ser de aquel asentamiento inviable en un paraje absurdo. Al principio de la estancia de Dubslav en el poblado, el hechicero había intentado (tímidamente, sin insistencia, casi con desgana) venderle algunos objetos de supuesto valor artístico o arqueológico. A ojos vistas se trataba de falsificaciones burdas, viejas. roñosas y desencoladas, pero Dubslav se apresuró a trocar aquellas baratijas por un número equivalente de adminículos de su propiedad, igualmente carentes de utilidad y, por supuesto, de valor de cambio, pues las pertenencias de Dubslav, incluido el motor y el chasis de la camioneta, eran sometidos a un saqueo sistemático y apenas disimulado. De aquellas baratijas adquiridas al hechicero pensaba Dubslav extraer alguna enseñanza. Seguramente, se decía, el poblado había sido en algún momento de la Historia un puesto avanzado de un antiguo reino, jalón, refugio o puesto de avituallamiento en una inmensa ruta comercial, y las baratijas del hechicero otros tantos recuerdos de olvidadas mercaderías. Luego, sucesivas guerras o una sola guerra con breves periodos de estancamiento habían asolado la región y todas las regiones colindantes. Esto, al menos, había oído contar Dubslav durante las últimas etapas de su viaje, conforme se iba adentrando en tierras cada vez más áridas y devastadas. En aquellas latitudes la guerra había sido y seguía siendo para algunos grupos un fin en si mismo y, por supuesto, la única ocupación y el único destino imaginables, a diferencia de Europa, donde la guerra siempre había sido considerada un hecho anómalo, a pesar de su frecuencia e intensidad. De resultas de esta concepción, ciertamente reñida con la lógica, al término de cualquier guerra entre países europeos, los contendientes de ambos bandos aunaban sus esfuerzos para restablecer cuanto antes la normalidad alterada, y era habitual ver al vencedor ayudar con verdadero desprendimiento al vencido a borrar las huellas de la derrota infligida poco antes y con gran saña por su actual benefactor. Este mecanismo había permitido a los mismos países repetir las mismas guerras en los mismos territorios y en intervalos muy cortos. Allí, en cambio, la guerra sólo perseguía la destrucción del contrario y cualquier guerrero habría juzgado una insensatez el coadyuvar a la recuperación de la economía e incluso del armamento del vencido. En aquella región, para el vencedor, el vencido había dejado sencillamente de existir, y esta noción era compartida con igual firmeza por el propio vencido.
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