Fui a Madrid desde Lisboa. Don Justo, que me había puesto un telegrama de condolencia a Villavieja, se alegró de verme y me agradeció el que, siendo como era ya un hombre libre, volviera al hotel que mi padre había elegido para mí. No creo en aquellos cuatro meses haber cambiado mucho, pero él me trataba con otra clase de respeto. No dejó de decirme: «Ahora que es usted dueño de su fortuna, no necesitará pedir anticipos en la caja, pero ya sabe que en un momento de apuro, una tarde de sábado con los bancos cerrados o cosa semejante, me tiene a su disposición.» Yo había dejado en el hotel, al marcharme en junio, parte de mis pertenencias y casi todos mis libros; mandó que los llevasen a mi antigua habitación, de modo que todo parecía como si se reanudase la misma vida, con un pequeño paréntesis sin importancia.
Lo que sí hallé cambiada fue mi situación en la universidad, entre mis compañeros. Sobre todo, entre las chicas. Descubrí en seguida que Benito había contado su veraneo y que había dado una versión exagerada de la vida en el pazo, del pazo mismo, al que llamaba castillo, y de mi «verdadera» personalidad. Se corrió la voz de que yo era muy rico, y me vi rodeado de muchachos y muchachas que antes no me habían hecho caso. Los informes de Benito habían sido tan completos, que alguna de aquellas compañeras llegó a preguntarme cómo me llamaban en Portugal, y si era cierto que yo descendía de reyes. Todo lo cual me granjeó la antipatía, más bien la hostilidad, de los grupos extremistas, los que se llamaban comunistas y los que se llamaban republicanos. Como que cierto día en que se armó una algarada y salimos a la calle pegando gritos, alguien se me acercó y me rogó que me alejase de aquella manifestación, porque aquel no era mi sitio. De modo que si el curso anterior me había sentido incómodo por unas razones, ahora seguía estándolo por otras. Llegué a sentir que el propio Benito se mantenía distante, o, al menos, no tan amistoso, como si entre nosotros existiera alguna diferencia secreta e insalvable. No volvió más a salir conmigo por las tardes, y en eso sobre todo consistió la diferencia. Remediaba mi soledad en el cine, por el que me sentía atraído y sobre el que leía todo cuanto encontraba: creo que llegué a entender de cine más que de literatura, o al menos eso creí. El azar de un encuentro me relacionó de nuevo con uno de aquellos muchachos superficiales que había conocido el curso anterior, de la mano de don Federico, y con él asistí a un baile en un hotel de lujo. Esas fiestas se celebraban los jueves, y acudían a ellas madres de la alta burguesía con sus hijas casaderas, y muchachos como yo. Las madres se fijaron en mí, pero las hijas no me hicieron caso. De todas maneras, hice amistad con una de ellas, con la que salí unas cuantas tardes. Era una muchacha bonita y vestida a la moda, pero no tenía de qué hablar con ella: nuestros mundos no coincidían. Como la llevase a su casa en taxi, una de estas veces me preguntó por qué no tenía automóvil. Recordé el de mi padre, dejado en Villavieja, y por el que no había sentido ningún interés. Aquella chica, que se hacía llamar Marilú, me dijo que si quería seguir saliendo con ella tenía que aprender a conducir y traer el automóvil. No le dije que no, pero no volví a buscarla, ni a ningún lugar donde pudiéramos encontrarnos. De Marilú sólo recuerdo el nombre y los trajes ceñidos por debajo de las tetas.
Otro azar pudo ser más importante, pero tampoco lo fue: una tarde me tropecé, hasta casi lastimarla, con una muchacha que iba muy de prisa. Me disculpé como pude, y, al mirarla, reconocí en ella a la hija de don Romualdo, a la actriz. No sabía su nombre, pero encontré palabras para decirle, o, más bien, preguntarle, si era ella la chica que se había caído en el teatro, algunos meses antes, casi un año. Se rió y me dijo que sí. «Entonces, es usted la hija de don Romualdo.» Me respondió que no, con bastante sorpresa. «No, no. Nada de don Romualdo.» Yo insistí, y como ella tuviera prisa, le pedí permiso para acompañarla hasta donde fuera y explicarle la razón de mi pregunta. Escuchó mi relato, incluso con atención interesada, y al final me dijo: «Todo lo que usted ha contado es cierto. Mi madre es aquella actriz, tengo una hermana corista en el teatro Pavón, y un hermano que no hace nada. Pero no sé quién es ese don Romualdo.» Fui yo el que quedó asombrado, y tan torpe, que la despedí sin haberle preguntado su nombre. Creo que me lo hubiera dicho, porque su trato había sido simpático, y me miraba con unos grandes ojos llenos de franqueza. Al día siguiente la esperé a la puerta del teatro, y lo mismo al otro día, y dos o tres más, hasta que me cansé. Lo que hice fue buscar a Benito y referirle el suceso. Benito me escuchó y definió la situación: «Hay gente que no está contenta de sí misma, que necesita ser otra. Entonces se inventan un personaje y lo viven o lo representan. El de don Romualdo no daba más de sí, por eso desapareció al terminar su representación.» Adujo, en favor de su teoría, varios personajes de teatro y de novela cuyos nombres no recuerdo. Quizá tuviera razón.
Por aquel tiempo se hablaba del crack de la Bolsa de Nueva York: yo no me había enterado a tiempo porque ese día de octubre me encontraba en Villavieja atareado con el orden de mis asuntos, pero al llegar a Madrid y leer los periódicos, iba conociendo las consecuencias, cada vez más amplias e incalculables, de aquella sorpresa. Temí que afectase a mis intereses en Londres, y escribí a don Pedro Pereira, de Lisboa. Me respondió con una carta larga y minuciosa en que me daba cuenta de mi situación actual: las acciones de que era propietario no habían sufrido menoscabo ni parecía que fueran a sufrirlo inmediatamente. De todas maneras, no descartaba la posibilidad de venderlas en un momento favorable y traer el dinero a Portugal, donde todavía quedaba lugar seguro para el dinero. Esto aparte, sus gestiones para enviarme a Londres adelantaban, y, efectivamente, poco tiempo después me escribió diciéndome que se me esperaba en el banco londinense, y que debería incorporarme pasadas las vacaciones de Navidad: tendría a mi cargo la correspondencia con Portugal y otras tareas menos importantes, por unas pocas libras, suficientes, sin embargo, para vivir; pero podía disponer en Londres del mismo dinero que me enviaba ahora, es decir, lo bastante para llevar una vida holgada y permitirme algunos lujos. Que no me preocupase del alojamiento, que llevase cierta clase de ropa, y otras recomendaciones oportunas. Preparé, pues, mi marcha de Madrid, un almuerzo con Benito y una cena en un restaurante de lujo con don Justo. Marché a Villavieja; allí pasé la Navidad, solitario como el año anterior, pero mucho más melancólico, en el comedor enorme, puesto de lujo para un solo comensal silencioso. Había escrito a Sotero una carta invitándole unos días, y me respondió disculpándose con su mucho trabajo, que ya empezaba a abrumarle, pero al que tenía que hacer frente necesariamente. Pues con este ánimo me fui a Lisboa, donde debería embarcarme en un paquebote de la Mala Real. Don Pedro Pereira me acompañó hasta el barco, me dio toda clase de consejos e instrucciones, se enteró con detalle de la ropa que llevaba, del dinero de bolsillo… Me proveyó de las cartas pertinentes. En fin, que nadie salió del puerto de Lisboa más y mejor pertrechado que yo. Sin embargo, cuando el barco se alejaba, me sentí alicaído, no sé si por lo que dejaba atrás, que nada me retenía, o por lo que me esperaba, que no podía adivinar y que me daba cierto miedo.
Llegué a Londres por tren, desde Southampton. Mi primera impresión fue de aturdimiento. Quedé en la acera de la estación Victoria, las maletas a un lado y una lluvia fina en el aire. Me sentía más perdido que otras veces, y más me perdí cuando, al llamar a un cochero de los que esperaban en la fila, no logré hacerme entender de él, ni tampoco entenderlo. Como si hablásemos dos idiomas distintos de los que coincidía el pronombre I. Acabé por escribir en un papel la dirección de mi alojamiento, y así logré salir del primer atolladero. La casa tenía buen aspecto, aunque no lujosa, y la señora que me recibió parecía amable y, en cierto modo, protectora: me entendí con ella mejor que con el auriga, aunque no perfectamente. La habitación que me había destinado fue de mi agrado (tuve que pagarla en aquel mismo momento). Como fuera llovía, como no tenía nada que hacer, ni ganas de hacer nada, me tumbé en la cama y me entretuve viendo las llamas azuladas del carbón que se quemaba en la chimenea. Quedé dormido, y dormí hasta que la patrona vino a golpear la puerta de mi cuarto y a advertirme de que, si no me apresuraba, quedaría sin cenar, porque los restaurantes cerraban a tal hora. Me eché el impermeable y busqué en una calle próxima el lugar que ella me había recomendado. Había mucha gente, nadie hablaba con nadie. Cené, igual que los demás, solo y en silencio. No podía adivinar, en aquel momento, que el silencio y la soledad me acompañarían inexorablemente durante casi todo el tiempo de mi permanencia en Londres. Ni siquiera la patrona, a pesar de su amabilidad y de la ayuda que indudablemente me prestó en ciertas cuestiones prácticas, pasó de ahí. Al entrar en casa veía de refilón un cuarto de estar de apariencia confortable, con una chimenea de leña, no de carbón como la mía. En alguna ocasión había gente sentada, nunca más de dos. Mistress Radcliffe, que así se llamaba ella, jamás me invitó a hacer vida de familia; respetaba mi libertad, pero momentos hubo en que yo hubiera agradecido que no la respetase tanto.
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