Se trata de una cuestión biográfica en cuyos términos las influencias del hado son bastante visibles. A veces, los hados toman la forma de una voluntad tozuda al servicio de una idea elemental: ése fue el caso de mi abuelo Filomeno, cartero rural en una zona montañosa vecina de Zamora y Portugal, lo cual le permitía meter alijos de contrabando con cierta facilidad: nadie como él conocía los senderos secretos, los vericuetos olvidados. Mi padre, para ir a la escuela, tenía que recorrer a pie dos o tres millas, con lluvia, con nieve o con un sol de justicia, que ya tenía su mérito; pero lo hacía de buen grado porque la escuela le gustaba y porque, si en la aldea no era más que el hijo del cartero, en la escuela capitaneaba a sus treinta o cuarenta compañeros: sabía más que todos y casi tanto como el maestro; ese monstruo que no sólo recita de memoria la lista de los reyes godos, sino que también saca con éxito los más difíciles problemas de la aritmética. Además, era bastante guapo, si bien (supongo) un poco tosco por el ambiente: de lo que algunos rasgos conservó toda su vida, como sus grandes manos. El cura le dijo una vez a su padre que a aquel muchacho había que darle estudios, y que estaría bien mandarlo al seminario, pero mi abuelo encontraba las sotanas demasiado largas y demasiado parecidas a faldas (a lo mejor fueron otras las razones, pero yo imagino éstas, porque ¿qué más podría querer el cartero Freijomil que su hijo fuese cura?). Tampoco es imposible, según ciertos barruntos, que no le fuesen simpáticos los abades con ama y una recua de sobrinas. Mi abuelo Filomeno, no es porque fuese él, no sólo acataba las reglas de la sociedad, sino que las defendía: cada cual en su sitio y yo en el que me corresponde; con ciertas excepciones relacionadas con su único hijo, que también tenía su sitio, aunque nadie lo supiese aún. Así es que respondió a la propuesta del preste que, estudios sí, pero laicos, y que como él había reunido unos miles de reales, le parecía mejor mandar al chico a que estudiase en el instituto de la capital. Mucha gente pensó que, con aquella operación, mi abuelo, tan sensato en todas sus decisiones, sacaba los pies del plato y apuntaba a unas alturas fuera del alcance de su escopeta; pero, cuando llegaron a la aldea noticias de que mi padre, en el instituto, no sólo era el primer alumno de su curso, sino que además la gente lo encontraba cada vez más guapo, empezaron a aceptar la posibilidad de que, sin salirse del mundo que le correspondía, aspirase a oficial de correos, que no era moco de pavo: quince duros al mes, por lo menos, y vestir de señorito. Pero mi abuelo sonreía: «Oficial de correos, sí, sí.» Mi padre salió bachiller, y el director del instituto, en el acto de clausurar el curso y entregar los diplomas, se refirió a él como a un muchacho de extraordinaria capacidad, digno de la más alta fortuna, de la cual le distanciaban de momento ciertas dificultades, no como a algunos mastuerzos que, por ser hijos de ricos, ya estaban pensando en matricularse en la universidad. Nunca he logrado saber cómo se las compuso aquel buen hombre para meter a mi padre de alumno interno en la universidad de los frailes de El Escorial, pero, por lo que supe después, referido a otros casos, allí admitían una especie de fámulos de niños ricos que también estudiaban. Probablemente mi padre fue uno de ellos, y, entre clase y clase, limpió zapatos y cepilló chaquetas, probablemente a conciencia, como lo hacía todo; pero jamás he poseído informes que me permitiesen imaginar la vida que hacía en aquel lugar selecto. Pasó en El Escorial cinco años, sin siquiera venir durante las vacaciones, si no fue una o dos veces, durante todo aquel tiempo, y tan adelantado en los estudios y en la vida, que ya el distante era él, tan serio y suficiente, y todos los de la aldea, incluido el cura, le consultaban sobre las cosas más dispares, lo mismo de lindes que de sembrados. Lo que sí sé es que, al terminar la carrera, trajo consigo una carta de presentación del prior del monasterio para el obispo de Villavieja del Oro. Fue a visitarlo, tuvieron una larga conversación, y de allí salió que mi padre tomase a su cargo las finanzas del obispado, que andaban bastante revueltas, y las puso en orden en un santiamén, cosa de meses nada más: viviendo en el obispado, eso sí, y comiendo a la mesa del obispo. De dónde su fama. Aunque guapo y bien plantado, era modesto y discreto, o al menos se portaba como tal: no sé por qué, no todo debían ser virtudes, sino cautelas, porque no había olvidado la humildad de sus orígenes, que todavía podían echarle en cara como defecto y no como mérito. De las finanzas del obispo pasó a las del casino, que también andaban mal, y este segundo éxito le proporcionó un puesto de importancia en la caja de ahorros, recién fundada con la mejor voluntad, pero donde todo andaba manga por hombro. Poco tiempo tardó en ser el director, con la confianza del presidente y de la Junta Directiva y el entusiasmo de los impositores, que lo consideraban la garantía de su tres por ciento. Fue entonces cuando la gente empezó a olvidarse del cartero rural, que, al fin y al cabo, quedaba lejos, en un valle perdido que la nieve aislaba en el invierno, y que jamás venía a la capital, quizá por no cansarse de hacer a pie el viaje. Ignoro qué relaciones mantuvieron en vida, el padre y el hijo, pero supongo que fueron buenas, al no tener noticias de que en ningún momento no lo hayan sido. También ignoro cuándo murió mi abuelo, pero, en todo caso, fue antes de mi nacimiento, pues se me puso Filomeno en el bautismo como recordación no sé si por cariño o por justicia. Por supuesto, no hubo la menor dificultad para que mi padre fuese socio del Casino Liceo, de cuya junta llegó a formar parte e incluso a presidir, pero esto acaeció unos años después, cuando las cosas habían cambiado mucho y no sólo era ya el viudo de la chica de Taboada, sino el yerno de doña Margarida de Tavora, casi nadie, toda la Historia de Portugal detrás. Un yerno con el que la suegra no había transigido nunca. En otras condiciones, el parentesco se hubiera difuminado, ella en su pazo miñoto, él en sus Cortes del Reino; pero ya andaba yo por el medio, testimonio viviente de un episodio que en principio consideró doña Margarida una catástrofe, aunque al final quizá no.
Cómo mi padre se casó con la chica de Taboada son, en cierto modo, varias historias falsas, aunque exista también la verdadera. El responsable de las historias falsas fui yo, y se parecen a la verdadera no sólo en el argumento, que es el mismo, quiero decir, el matrimonio, sino en que todas se olvidaron, poco a poco, conforme el hecho quedaba lejos, por mucho que yo intentase que su recuerdo no se borrara jamás, o, al menos, mientras yo duraba. Pero en aquellos tiempos maravillosos de mi juventud, la historia verdadera me abrumaba con su vulgaridad, con su estricta legalidad dentro de ciertas irregularidades, y necesitaba redimirla de algún modo. Me daba la impresión de que mis padres, pudiendo haber vivido una novela, se habían contentado con el protagonismo de una gacetilla social en la segunda plana de un diario de cuatro. Corría el año del planeta… Pero me conviene contar, para que se me entienda, algunos antecedentes. Uno de ellos, que la casa en que vivía mi abuela, la de los Taboada, y es aún la mía, se levanta en la ciudad vieja, frente al palacio del obispo, con portada de más lujo, y almenas decorativas (quizá simbólicas) en el lienzo de pared más viejo y carcomido. Entre obispos y Taboadas hubo siempre relaciones, buenas las más de las veces, algunas malas. Cuando las cosas iban bien, estaba abierta la puerta frontera al palacio episcopal; cuando eran malas, esta puerta se cerraba y se abría la otra lateral. Entonces la gente decía: «Los Taboada están a mal con el obispo», y nadie venía en demanda de recomendaciones. Pero en los tiempos de paz, el obispo atravesaba la calle todas las tardes y tomaba el chocolate con los Taboada de turno. Ese turno le llegó también a mi abuela, que no tomaba chocolate, sino té, como portuguesa que era, pero hay que decir en su honor que jamás obligó a los obispos a cambiar de costumbres e insertarse, aunque sólo fuera por el líquido de una taza, en los negocios del imperio británico. Doña Margarida tomaba té, y el obispo, chocolate, y todos en paz. El obispo, cuyas finanzas había ordenado mi padre, tuvo cierta intervención decisiva en el asunto del matrimonio.
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