Él será algo en el mundo, y tú no pasarás de señorito.» «Mientras lo seas», añadió después de una pausa. No lo entendí bien, porque yo entonces creía que se era lo que se era para siempre. Pero lo de ser algo en el mundo ya me sonaba, y no dejó de chocarme la coincidencia de opiniones entre Sotero y mi padre. Me atreví a responderle. «Sotero piensa como tú, pero él dice que, para ser algo en el mundo, hay que leer muchos libros.» «Sí, los de estudio», me respondió mi padre secamente. Y me dejó solo. Desde aquella tarde, Sotero vino más veces a casa. Nunca se interesó por lo que había en ella: cuadros de mérito, decían, muebles antiguos, cacharros en las vitrinas, todo lo que mi padre enseñaba, como si fuera suyo, cuando venían visitantes. No. Sotero venía a hablar con mi padre y a tomar el chocolate que nos hacía Belinha, que le gustaba mucho. Mi padre le fue sacando cosas de su vida, que yo no le había preguntado nunca porque no se me había ocurrido. De dónde venía, quién era. Resultó que era hijo de unos comerciantes de Buenos Aires que lo habían mandado a Villavieja del Oro, a casa de una tía, para que hiciese sus estudios aquí. No sentía el menor interés por la tierra en que había vivido, ni casi la recordaba. «Yo nací aquí, y me llevaron de niño», y hablaba de sus padres con distancia, aunque de su tía con algo más de calor. No sé por qué me imaginé que su tía debía de ser para él lo que Belinha para mí, pero cuando la conocí resultó ser una mujer grandota y fea, que trataba a Sotero con admiración y daba por supuesto que todo el mundo lo reconocía como el niño más listo que había habido nunca, o casi. «Es que como mi Sotero -solía decir-, entran pocos en libra.» La tía de Sotero se llamaba Matilde, tenía una tiendecita en que vendía de todo, desde escobas hasta ristras de cebollas y de ajos: una tiendecita muy limpia, con las maderas del suelo relucientes de puro fregadas, y unas sillitas bajas, de paja, en que me gustaba sentarme. Me trató bien desde el primer día, y parecía gustarle que su sobrino fuese mi amigo. A la tienda de Matilde venían a hacer tertulia tres o cuatro amigas, todas las tardes al caer la luz. Allí no se hablaba más que de Sotero, me daba la impresión de que aquellas mujeres habían venido al mundo para arrodillarse a su alrededor y cantarle alabanzas. A mí me tomaron por testigo de los triunfos de Sotero. «¿Verdad que es el más listo? ¿Verdad que es el que lleva mejores notas? ¿Verdad que será un hombre de talento?» Que yo dijera que sí las hacía felices.
Aquel verano, que fue el del veintitrés, mi padre me permitió invitar a Sotero a acompañarme al pazo miñoto. Previamente había hablado con Matilde, y ella pareció encantada de la invitación, ella y sus cuatro amigas. Sotero apareció con traje nuevo de verano, un sombrero de paja y dos maletitas, una muy pesada, llena de libros. Nos llevó mi padre en su automóvil, con Belinha, y allá nos dejó, en cierta libertad, porque yo había aprobado todas las asignaturas y mi sola obligación era la charla en inglés con la miss, todas las tardes. Lo primero que preguntó Sotero cuando estuvimos acomodados, los dos en la misma habitación, las camas con dosel, fue si en aquella casa tan grande había libros. Le hablé entonces de la biblioteca, que estaba en un ala alejada y en la que yo había entrado pocas veces. Me dijo que había que explorarla a ver si encontrábamos algo que valiera la pena. También me preguntó el porqué de los doseles, que no les veía la utilidad. «Son cosas de los antiguos», le respondí, a falta de una idea mejor. «Los antiguos eran una gente estúpida que no hacía más que esta clase de sandeces. La Revolución francesa acabó con los de Francia, pero ni en España ni en Portugal guillotinaron a nadie ni quemaron los castillos. Así nos va de atrasados.» Se me representó inmediatamente el pazo ardiendo, las torres llameando, y Sotero atizando el fuego, pero no se lo dije a él. Al día siguiente lo llevé a la biblioteca. Yo apenas la recordaba: era una habitación inmensa, de techos altos, cubiertas las paredes de anaqueles, con marbetes que anunciaban la clase de los libros allí ordenados: teología, filosofía, literatura latina, literatura clásica, literatura moderna. Y otras varias denominaciones. Sotero pareció, de primera impresión, estupefacto, y hasta un poco mareado, daba vueltas, quería verlo todo al mismo tiempo, se subió a una escalera, leyó títulos en alta voz, títulos que no me decían nada, algunos en latín. «¿Y has llegado a los trece años sin leer nada de esto?» «¡Ya ves!» «Verdaderamente me explico que tu padre te desprecie.» Aquello me dolió: «¿Por qué crees que me desprecia mi padre?» «No hay más que verlo.» Descendió de la escalera y empezó a curiosear lo que había por los anaqueles bajos, a su altura. Se detuvo en una gran esfera montada sobre un soporte muy labrado, que yo lamenté inmediatamente no haberme fijado antes en ella, pues me hubiera servido de escenario para mis navegaciones y piraterías. «Esto, ya ves, no sirve para nada. Los mapamundis de hoy son de otra manera. Pero es bonito saber cómo veían el mundo los antiguos.» ¡Menos mal que encontraba algo plausible! «De todas maneras, hay que volver por aquí. En una sola mañana no se puede saber lo que hay. Habrán hecho un catálogo…» «¿Un catálogo?» «Sí. Una lista de todos estos libros.» «Pues no sé…, a lo mejor está en algún cajón, o lo han perdido.» Todavía se entretuvo algún tiempo más en los anaqueles que contenían los libros de historia. «Aquí, ya ves, hay buenas cosas. Ya me gustaría tener algunas de ellas.» Estuve por decirle que las cogiera, que se las regalaba, pero, no sé por qué, lo callé. Un momento después le dije: «Puedes llevarte alguno a nuestro cuarto, y leerlo allí, si quieres.» «Bueno, ya veré.» Pero había cogido un volumen bastante grande, encuadernado en tafilete rojo, con mucho oro en las letras del lomo. «Éste lo leería de buena gana, pero está en francés.» «Es que mis antiguos lo sabían, y el inglés también.» Quedó un poco fastidiado, y devolvió el libro a su anaquel.
Cuando, después de la merienda, le dije: «Bueno, ahora voy a dejarte solo, porque tengo que dar mi clase de inglés», se me quedó mirando un poco sorprendido. «Pero ¿tú estudias inglés?» «Sí. Lo sé bastante bien.» Se quedó un rato callado: «¿Me dejas acompañarte?» «Por mí…», le respondí con indiferencia simulada, porque comprendí que se me ofrecía, por vez primera, la ocasión de mostrarme en algo superior a él. «Supongo -añadí- que la profesora no tendrá inconveniente.» No lo tuvo. Sotero se sentó algo apartado, pero no demasiado, y no perdió ripio de lo que se decía, aunque no entendiera nada, o yo lo imaginase así. Al terminar la clase, le dijo a la miss: «¿Tendría usted por ahí una gramática inglesa que pudiera prestarme? Sólo para echarle un vistazo.» La miss tenía varias, aunque ninguna en español, pero Sotero le dijo que le daba igual en portugués, y se llevó una. Se pasó la mañana leyéndola, y tomando notas en un cuaderno, y cuando le dije si no quería ir a la biblioteca, me respondió con un despectivo «¡Déjame en paz!» Lo dejé, me sentí contento de poder andar solo por el jardín y hacer lo que me diera la gana, sin nadie a mi lado que me advirtiese que aquella clase de juegos y vagabundear sin ton ni son eran cosa de imbéciles: recorrer las veredas, oler las flores, contemplar algunos árboles. Estuvo silencioso durante la comida, no echó la siesta, acudió puntual a la hora de la clase, volvió a escuchar atento. Así pasaron varios días, hasta el primero en que hizo una observación o una pregunta, no lo recuerdo bien, a la miss. Ella lo miró extrañada, pero le respondió, y él hizo en su cuaderno una nueva anotación. A partir de aquel día, siempre preguntaba algo, cosas cada vez más complicadas, o pedía que la miss repitiese una palabra y se la escuchase luego a él, a ver si la decía bien. Y así se pasó el verano. Sotero, con su gramática inglesa en un rincón donde nadie le molestase con preguntas, y yo, libre de recorrer la casa y el jardín, como era mi deseo, o de charlar con Belinha o estar con ella, simplemente, sin hablar, mirándonos de vez en cuando. Ya había llegado septiembre, pensábamos en marcharnos, cuando mi maestro nos dijo, a la hora de la cena, que en España habían pasado cosas, no sé qué de generales. Fue Sotero el que preguntó: «¿Un nuevo pronunciamiento?» «Pues sí, se llama así», le dijo el maestro, un poco sorprendido. «Tenía que suceder», continuó Sotero. «Y tú ¿cómo lo sabes?» «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo: "Ya verás como esto acaba en un golpe militar."» «Esto, ¿qué?», insistió el maestro. «Esto, lo de la guerra de África.» A mí, esta respuesta ya no me interesó, sino lo que había dicho antes: «Me lo había dicho alguien que lo sabe todo.» Quedé un poco desconcertado: sólo Dios lo sabe todo, y lo primero que se me ocurrió fue que Sotero recibía de Dios sus saberes, aunque alguna vez le había oído decir que no creía en Él, y que eso de la religión eran paparruchas de los curas. Había alguien que le enseñaba, alguien que no eran nuestros comunes profesores, aunque ¿quién sabe si alguno de ellos tendría relaciones secretas con Sotero, por aquello de ser el chico listo, el asombro? Empecé a recordarlos, uno por uno, los que habíamos tenido durante aquellos cursos, y ninguno me pareció hombre de saberlo todo, sino cosas: aritmética, gramática, geografía… Ahora me sorprende que mi ingenuidad y mis escasos saberes no se hubieran deslumbrado ante ninguno de ellos, serios, barbudos y extravagantes; pero entonces no se me ocurrían esas cuestiones. Probablemente lo que me sucedió, mientras mi maestro explicaba la sublevación del general, y cómo se había enterado (en Tuy estaba cerrada la frontera), fue que me puse a imaginar en qué perorata de profesor suficiente encajaba la frase aquella relativa al golpe militar, que tampoco se me alcanzaba lo que quería decir. Lo pregunté. Sotero me miró con su habitual desprecio, y mi maestro me explicó que, a partir de aquel día, mandarían en España los militares y mi padre dejaría de ser senador. Yo me encogí de hombros. «Si no es más que eso…» Aquella noche me atreví a preguntar a Sotero, de cama a cama, quién era el que le enseñaba tantas cosas. «Don Braulio», me respondió. «¿Quién es don Braulio?» «Mi maestro de siempre. Ése sí que es un sabio.» La cosa quedó ahí, y al día siguiente sólo se habló del golpe militar, porque había llegado un telegrama de mi padre diciendo que se retrasaba unos días el regreso a Villavieja y que ya nos avisaría. Prolongamos la vida veraniega. Una de aquellas tardes, cuando juzgábamos que el regreso no podía retrasarse, Sotero preguntó a la miss si quería examinarlo de gramática inglesa. Ella se sorprendió primero, asintió después, y yo asistí al examen. Sotero sabía tanto como yo, y, en algunas cosas, más que yo. La miss se entusiasmó tanto que le dio un beso, pero a Sotero aquella manifestación de afecto no pareció satisfacerle. «Las mujeres -dijo- todo lo arreglan con besos.» Llegó el aviso de mi padre, llegó mi padre mismo, y regresamos a Villavieja. «¿Es cierto, papá, que ya no eres senador?»
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