Javier Moro - El sari rojo
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Un violento terremoto no hubiera causado más revuelo. Un clamor ensordecedor invade la sala. Sonia eleva el tono mientras con la mano pide silencio para hacerse escuchar: «He sido sometida a muchas presiones para que reconsidere mi postura, pero he decidido obedecer mi voz. El poder nunca ha representado una tentación para mí…» Un coro de lamentos y de enérgicas protestas la interrumpen. «¡No puedes abandonarnos ahora!», claman unos. «No puede traicionar al pueblo de la India… -exclama Mani Shankar Aiyar, viejo amigo de Rajiv e influyente político-. ¡La voz interior del pueblo dice que usted tiene que ser la próxima primera ministra de la India!»
– Os pido que por favor respetéis mi decisión… -dice Sonia con firmeza, pero de nuevo la interrumpen.
– Sin usted en ese puesto, señora, tampoco estará nuestra inspiración.
Una docena de diputados se turnan para hacer sus discursos, en los que invocan el ejemplo de servicio público de su marido y de su suegra. «¡Haga usted lo mismo! -le repiten-. ¡Esté a la altura!»
Durante más de dos horas continúa el enfrentamiento enconado entre la irresistible desesperación de los diputados y la determinación inamovible de Sonia. Los discursos oscilan entre las reprimendas que la tildan de egoísta y cierta admiración por el gesto insólito de renunciar al poder. Algunos la acusan de dar la espalda al mandato que millones de indios han depositado en ella. Sonia escucha a esa horda de huérfanos, impasible, la mandíbula prieta. Al final, los diputados presentan una resolución conjunta para que reconsidere su decisión, pero ella, de manera elegante y con un aire siempre enigmático, les dice que no cree que sea posible. «Habéis expresado vuestros puntos de vista, vuestro dolor, vuestra angustia por la decisión que he tomado. Pero si tenéis confianza en mí, permitidme que la mantenga.»
Es cuestión de insistir, piensan unos. Muchos recuerdan la crisis de 1999, cuando anunció su dimisión como presidenta del partido. Acabó cediendo después de que los líderes le rogasen que regresase. El problema ahora es que el tiempo se acaba. Por ley, hay que formar gobierno antes de que acabe la semana. Un diputado de Uttar Pradesh les recuerda que la decisión de Sonia tiene un precedente en la historia de la India: «Señora, usted ha dado un ejemplo como el que dio el Mahatma Gandhi -dijo refiriéndose a cuando el padre de la nación renunció a formar parte del primer gobierno después de la independencia-. Pero aquel día el Mahatma Gandhi tenía a Jawaharlal Nehru. ¿Quién es el Nehru de hoy?»
Sonia no habla de Manmohan Singh, su as en la manga, aunque los más allegados saben que ésa es su jugada. Cuando abandona la sala dejando a sus diputados afligidos y desengañados, la prensa se arremolina alrededor de sus hijos: «Como miembro del parlamento recién elegido -declara Rahul-, me gustaría que mi madre fuese primera ministra, pero como hijo suyo, respeto su decisión.» Priyanka es menos diplomática. Cuando le preguntan si es cierto que ella y su hermano han influenciado a su madre con el argumento de que «hemos perdido a un padre, no queremos perder a una madre, es un asunto de familia», ella replica diciendo una gran verdad: «Nunca hemos sido dueños de nuestra familia. Siempre la hemos compartido con la nación.»
Los miembros del Congress no tiran la toalla tan fácilmente.
Al regresar a casa, Sonia se encuentra con una multitud que le pide lo mismo, que cambie de parecer. Se lo exigen a gritos, algunos con lágrimas en los ojos, otros tirándose a sus pies. Tanta adulación la irrita. Es como la otra cara del odio que le muestran sus detractores. Tan malsano es lo uno como lo otro. Al entrar en casa, se encuentra con otro desafío, una montaña de cartas de los miembros del Comité de Trabajo del Congress y otros afiliados que anuncian su dimisión si ella no acepta el máximo cargo. Fuera, en la calle, un simpatizante que amenaza con cortarse las venas en el acto es reducido por la policía. Parece que la locura se ha apoderado de Nueva Delhi.
Pero en este pulso Sonia no cede. Por sentido común, por convicción íntima, porque está segura de que su decisión es la más sabia para el país, para la familia, para ella. Hasta el último momento lo intentan todo para doblegarla: la súplica, los ruegos, las amenazas veladas, pero Sonia se ha hecho más fuerte que todos, y no sucumbe. Al contrario, se asegura el apoyo de otros miembros de la coalición para que acepten un primer ministro que no sea un Gandhi. Ella marca el paso, y todos, hasta los más escépticos, la acaban siguiendo. Esa fuerza es la recompensa de su triunfo.
Además cuenta con el inesperado apoyo de la prensa, que parece redescubrirla y que se deshace en elogios: «Sonia apaga el poder, enciende los corazones», titula el Asian Times. «Renuncia al poder, alcanza la gloria», reza el Times of India. Al decir «no», la popularidad de Sonia se dispara. Al «abdicar», ha introducido la noción de sacrificio en el vocabulario de la política india. Y pasa de ser líder del Congress a líder de la nación. Un auténtico milagro.
Rashtrapati Bhawan, el antiguo palacio del virrey, es el escenario de una ceremonia corta, pero llena de significado, y que al final de esa turbulenta semana da por zanjada la crisis de poder. El sábado 22 de mayo, después de tres días de resistencia numantina contra los jefes de su propio partido, Sonia Gandhi es testigo de la jura de Manmohan Singh como primer ministro, en presencia del presidente de la República. Es un momento histórico porque es la primera vez que un sij es nombrado jefe de gobierno. El hombre no ha pegado ojo durante la noche porque una multitud de correligionarios lo han estado celebrando frente a su residencia. ¡Cómo han cambiado las cosas desde que los sijs eran perseguidos como animales en los días que siguieron al asesinato de Indira!
Después de jurar el cargo, en un gesto que alude al acuerdo que han alcanzado, Manmohan Singh se acerca a Sonia e inclina ligeramente la cabeza. Como si quisiese dejar claro que él gobierna, pero ella reina.
Es un momento histórico por otra razón, cargada de un simbolismo que demuestra la diversidad de la India, su capacidad para la convivencia y su creciente movilidad social. Sonia Gandhi, criada como católica, cede el poder a un primer ministro sij, nacido en 1932 en una familia muy humilde del Punjab occidental, hoy perteneciente a Pakistán, y conocido por su irreprochable honestidad. y lo hace en presencia de un presidente de la República musulmán llamado Abdul Kalam, nacido en una familia paupérrima y experto en física nuclear. Hace menos de un siglo, nadie hubiera podido imaginar que esto pudiera ocurrir en el país donde hasta hace poco el nacimiento, y no el mérito, determinaba el curso de la existencia. Y hace tan sólo un mes, ¿quién hubiera podido predecir semejante ceremonia entre tres representantes de religiones minoritarias?
En pocos días, Sonia ha provocado una revolución silenciosa, cuyo impacto se sentirá durante años. Con su renuncia, ha demostrado que la política no siempre es equivalente a la codicia. También ha demostrado que uno no se hace indio sólo por un accidente de nacimiento. Ser indio se consigue amando el país, comprometiéndose con él y siendo fuerte para anteponer los intereses de la nación a los propios. Por su gesto histórico, Sonia Gandhi ha recordado a los hindúes que la auténtica fuerza de su nación radica en su tolerancia, en su tradicional apertura hacia los demás, en su creencia de que todas las religiones forman parte de una búsqueda común de la humanidad para encontrar un sentido a la existencia. Por curiosidades de la vida, ha tenido que ser una cristiana la que haya devuelto la dignidad y la confianza a la gran mayoría de los hindúes, esos que nunca se han sentido representados en el anterior gobierno.
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