Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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La Hermandad De La Buena Suerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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Recuerdo perfectamente esta calle, moderadamente en cuesta, con sus tres comercios consecutivos de chucherías en plata mexicana. Fue en el tercero, en el más próximo a la esquina (al final de la cuadra, como dicen aquí) donde compré para Jon y para mí dos anillos iguales, con la serpiente que se muerde la cola, Ouroboros , el infinito, Quetzalcóatl, yo qué sé: una de esas baratijas para celebrar el momento de alegría y que años después nos pondrán miserablemente tristes cuando las encontremos sin el brillo feliz de la hora perdida en el fondo de un cajón. Ahora, por lo visto, ya no venden anillos ni broches en esa platería, porque en el escaparate sólo veo tazas, tacitas y tazones, de todos los tamaños, pero siempre refulgentes y metálicas. Da igual, no pienso comprar nada, no tengo a quién ofrecerle regalos. Un poco más allá, en la esquina, sigue el mismo restaurante de entonces, de entrada estrecha y fondo largo, inacabable, agobiado de mesas en su mayoría vacías. En una de ellas tomamos entonces ni se sabe cuántos tequilas, acompañados por sus sangritas respectivas, yo bebía en aquellos tiempos, cuanto más bebía mejor me encontraba, pero antes o después lo estropeaba todo, por beber. O quizá la bebida no tuviese la culpa. Luego, entonces, antaño, ya bien colocados, tomamos pechugas de pollo sumergidas en mole poblano, oscuro y denso, como esos animales prehistóricos atrapados en la ciénaga de brea cerca de Los Ángeles. Nos gustaron muchísimo, acabamos con churretes de mole por la barbilla y la camisa, con los labios pringados: así nos besamos. Más tarde, por fin en el hotel, tuve que vomitar, supongo que tanto tequila no se lleva bien con el mole. Pero yo seguía contento, como unas pascuas, como no he vuelto a estar.

Ahora paso de largo frente a la puerta oscura del local, de donde sale un grato relente picante y carnoso. Lo que a mí más me gusta, la cocina que excita e indigesta: lo demás es mera nutrición, que también puede hacerse por vía intravenosa. Pero no es aún mi hora de comer, o ya he comido, o no tengo hambre. De modo que doblo a la derecha y subo por la calle que cruza, empinadísima, más propia para la escalada que para el paseo. Hay muchas así en Taxco, aunque creo que ésta es la más vertical de todas. Al cabo de un rato el ascenso se hace tan penoso que debo buscar apoyo y propulsión para seguir subiendo en las rejas de las ventanas, los buzones de correos y algunos árboles escuálidos, inclinados sobre el vértigo de la posible caída. Nada, que me resbalo, me voy hacia abajo, la degringolade . Para defenderme avanzo doblado hacia delante, grotescamente, con más de medio cuerpo casi paralelo al suelo como Buster Keaton luchando contra el vendaval en aquella escena famosa. Y subo la cuesta por fin, llego a la cima. Aquí reina la paz, comienzan los arreboles del crepúsculo y encuentro un jardín.

Hay grandes árboles frondosos y arbustos robustos que también me parecen frondosos, yo en cuanto a especies vegetales no conozco más que las frondosas y las otras, las que han perdido -¡pobrecillas!- su frondosidad. También distingo los gladiolos de las palmeras, pero eso ahora no viene al caso. El jardín está recorrido por senderos, que a veces se bifurcan como era de suponer, y yo recorro esos senderos que recorren el jardín. También hay bancos, aunque no son de madera o metálicos sino de cemento, cubiertos con losetas de cerámica que repiten arabescos y figuras felinas o simiescas. Por un instante, por suerte breve como suelen serlo siempre los instantes, especulo sobre la posible influencia de Gaudí en el diseño de las zonas ajardinadas de Taxco. Pero por ahora yo desdeño los bancos, desconfío de ellos, prefiero seguir caminando. Y mientras paseo por el jardín se me ensanchan los pulmones y se me encoge gratamente el alma, porque siento lo lejos que estoy de mi casa, lo difícil o largo que me será volver y que a fin de cuentas nadie me espera allí ni me desea aquí. Delicioso, terrible, deliciosamente terrible… Entonces, a la altura de mis ojos, descubro un pequeño pájaro que salta débilmente de rama en rama. Es precioso, recubierto de un plumón azul brillante que se va volviendo verde esmeralda en el pecho hasta llegar a las patitas rojas. Una joya viviente, cálida y palpitante. Está tan a mi alcance que no puedo resistir la tentación de acariciarle y de sentir en mi propia piel su caricia guateada. Tiendo la mano con cuidado pero no se asusta ni se retira. Al contrario, parece tropezar y enredarse con mis dedos que no le oprimen. Agita un poco las alitas… ¡Qué pájaro tan confiado! No, es inverosímil tanta confianza, debe de estar herido o enfermo. En efecto, resbala entre mis dedos y poco a poco, a trompicones, va cayendo hacia el suelo, rebotando en las ramas. Está moribundo, acabado, kaputt . Mientras cae va perdiendo sus hermosos colores y volviéndose primero pardo y luego gris. Al final yace sobre el polvo seco y en cogido, patas arriba, color ceniza, empezando a apestar tibiamente. ¡Qué asco, qué pena! Y el asco y la pena me despiertan. Vaya, también esta vez era un sueño. Todo es sueño, para qué engañarnos.

Cuando estoy dormido no puedo evitar el acoso de las pesadillas; pero cuando estoy despierto no puedo evitar el acoso del Comandante, que me telefonea de vez en cuando con propósitos chocantes. Francamente, no sé qué es peor. Por ejemplo hoy, que yo me había tomado como día de descanso y meditación íntima aprovechando que el Príncipe, acompañado por el Doctor, proyectaban pasar la velada en ese local de ópera en directo del que nos habían hablado. La verdad es que me hubiera gustado que me eligiese a mí como acompañante, pero por lo visto evita el mano a mano conmigo. ¡Mano a mano, ay! De modo que me puse la bata y las zapatillas, preparé una deliciosa ensalada con tomate cherry, patata cocida, rúcula, pimiento rojo, aceitunas, atún en aceite de oliva… todo muy sano, admítanlo… pero luego mucho chile jalapeño bien picado y salsa de soja con wasabi. Tenía pensado ponerme el DVD recién comprado de la versión remasterizada (¡y coloreada por el gran Ray Harryhausen!) de She , la antigua y clásica, aunque no fuera más que para ver otra vez hacerse el héroe a Randolph Scott. Un programa razonablemente delicioso, en perfecta adecuación a mi edad y condición erótico-familiar (vacíos ambos casilleros). No diré que me sentía feliz, claro, digo tonterías aunque no de ese calibre, pero puedo quizá señalar que me sentía reconciliado , eso es, reconciliado con mis limitaciones, con mi frustración, incluso con el brío ajeno del mundo que a la primera de cambio me larga una coz. En cualquier caso, incluso en el peor de los casos, me disponía a disfrutar de tres horas de relax y anestesia. Entonces, precisamente entonces, irremediable e inevitablemente entonces, sonó el teléfono. Recuerdo que al descolgar lancé una invocación al gran vacío: «¡Dios mío, por favor, que no sea el Comandante!» Era el Comandante. Me anunciaba su llegada en cosa de media hora y me recomendaba proveerme de ropa cómoda, deportiva, «de comando». Ese bárbaro considera normal tener uniformes para comandos colgando entre las mudas y las chaquetas de entretiempo. Oír su vozarrón imperioso me dejó helado: era Atila avisando de su próxima invasión a Roma: «¡Id preparando las vestales, venimos con ganas de violar!» Seguí en bata, obstinado y rebelde, como Catón en Utica. Resistiré, resistiré… actitud meramente de fachada, porque yo sabía que estaba vencido de antemano. Antes de que hubiera tenido tiempo para reunir fuerzas, en un plazo milagrosamente breve, ya estaba llamando a mi puerta. Por lo visto me había telefoneado antes desde la acera de enfrente o desde el mismo portal, porque de otro modo resulta inexplicable.

Claro que, en cuanto hizo su aparición abrumadora, todas las pequeñas explicaciones que pudieran intrigarme sobre aspectos circunstanciales resultaron inmediata mente superfluas. Su apariencia era más hirsuta y ciclópea que nunca, su atuendo (zamarra, pantalones y botas militares, probablemente del ejército de Pancho Villa) especialmente abominable, incluso me pareció que vociferaba y canturreaba más que otras veces. Una pesadilla… ¡qué más quisiera yo! Hasta en las peores pesadillas suelo tener buen gusto. Era, como dicen las vestales a punto de ser violadas, un destino peor que la muerte. En cuanto entró, toda la casa resultó no sólo invadida, ocupada, sino también contaminada por su ubicua presencia. No se le podía comparar con un ejército enemigo, sino con catástrofes de la patología terráquea como la inundación, el incendio o la peste bubónica. Instaló sus reales en un sofá -el mío, en el que yo leo, lloro y veo la tele, mañana tendré que mandarlo al tapicero- y entonó entre dientes algo que quizá fuese la sintonía de «Bienvenidos a Sunday Street».

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