todo eso, amenazadora y suplicante, repetía la voz. las voces, porque eran muchas ya. de pronto, muchas: trenzadas y hostiles, sustituyéndose y aliándose como un humo agrio y suave y paciente y urgente que se elevara desde los alminares recordando a los que dormían descuidados que el hombre no es nada: una chispa que cruza y que se extingue sin haber compartido su calor. nada, si no se pone de acuerdo con las otras chispas en aquello que debe ser creído. nada, sino lo que él mismo se proponga: ahora, un ser perezoso que acaso hizo el amor al principio de la noche, y se echa agua en la cara, y se moja la garganta y los brazos, y va en busca de su trabajo, sin gusto ni esperanza, bajo el peso de un dios inventado y afortunadamente inasequible… ¿ inasequible e inventado? ¿ no lo hizo el hombre a su imagen y semejanza para tenerlo más a su alcance? las voces, casi a centenares, lejos o cerca, eran sólo una queja. ¿ por quién? ¿ por los hombres que abandonan al dios que construyeron? ¿ por el dios que, desde el comienzo, abandonó a los hombres? ¿ qué recurso queda?
una queja que parecía que jamás iba a terminarse. y, de improviso, terminó. como si no hubiese existido. es la mejor manera.
la queja compartía la noche con la luna menguante, indiferente y terca; con el canto de los gallos sucesivos; con la anárquica geometría de la medina, no dibujada aún del todo, pero que imperceptiblemente aparecía; con el alborotado ruido de las aguas que el río comprime al pie de las casas humildes… ignoro por qué cuento esto.
he visto amanecer miles de veces en mi vida. y, no obstante, hoy…
¿ aqué le digo adiós? detrás de las colinas se anaranja el cielo; ya no es negra la ciudad, sino de un azul oscuro, o acaso del color de la antracita. si la dejo de mirar un instante, la veo luego líquida, teñida por una aguada inconsistente. parece imposible que de esa masa informe pueda brotar de pronto tanta vida reconfortante, hiriente, taxativa. azulea y se aclara el cielo por el sur; el oeste aún permanece hermético, verdea el levante. la ciudad nace, renace. líneas visibles marcan lo inconcreto. si me fijo bien, adivino un minarete, una suave palidez escurriéndose sobre un tejado de cerámica, entre el estentóreo diálogo de los gallos lejanos.
con lentitud se amplía el naranja del horizonte. el extremo norte se acerca, verdeando también con implacable delicadeza. pero el occidente continúa opaco, mientras el púrpura asciende al amarillo. apartir de un punto muy concreto empieza a dorarse la última raya de este mundo. trina un pájaro solo, y oigo un chorro de agua muy próximo, un chapoteo en un agua, y el desgarro del aire por un vuelo. mi alma se entristece o se alegra, desconcertada y fría. el hacinamiento de la medina es ya de un gris tenue, no como el agua, sino como un espeso vaho detenido, aguardando una orden para surgir y liberarse. como si un débil aire fuese capaz de trasladarlo, deformarlo, abatirlo. en un amanecer lo primero que se percibe es siempre lo más oscuro: los más hondos callejones, los huecos de las casas, el lado en sombra de un minarete, un ciprés, unas puertas; pero es porque la leve luz roza ya con sus dedos en algunas fachadas, en algunas esquinas, en algún plano ávido que mira hacia el oriente.
la llamada a la oración ha dejado paso a un roznido estirado y vital, a más agua, quiquiriquíes, trinos.
ruidos incomprensibles amasan, unos con otros, una sonoridad confusa. el limón del horizonte se convierte en un verdor muy tierno con breves y difusas pinceladas de malva. yahora es el sur el que, entre el rosa y el violeta, se incorpora a la vida.
no parece que la luz sobrevenga, ni que sea la ciudad alumbrada desde fuera de sí misma. es como cuando el amor llega, y en su interior transforma el mundo entero; como si la luz fuese brotando de su propio centro, haciéndose ella sola, despertando como el rebuzno que aún se prolonga sin saber por qué.
los barrios opuestos al levante son los que primero comparecen; los otros, recortados contra el cielo verde y rosa como un rosal enhiesto, aún están silueteados. unas voces por fin, unas risas por fin… desde la alhambra veía el albayzín -sus tapias y sus huertos-, y, a mis espaldas, la sierra siempre nevada se mantenía de incógnito. aquí veo a la vez el trasunto del albayzín y un monte blanco tras de él, como si yo hubiese perdido la cabeza, o hubiese girado la geografía de granada para jugar conmigo al escondite o a ese juego de las adivinanzas que amina anoche planteaba. siento una punzada en el costado, que me sube a la garganta y a los ojos…
debo olvidar aquello. debo mirar atentamente este mundo de aquí, esta mañana de hoy, que es mi última mañana. los pájaros arrecian su jolgorio, incontenible ya. ylos hombres, el suyo. un perro, tres, diez, ladran. la medina, inmóvil, se debate por surgir de la noche, por romper la indecisa e inexorable placenta de la noche. parece que, dentro de su manto, la ciudad ha persistido luminosa, y se desnuda ahora de las telas sombrías; pero muy poco a poco, no dejándolas caer, ni desgarrándolas, sino asimilándolas, introduciéndolas en sí misma con un amor tranquilo, para volver a usarlas dentro de no mucho, cuando yo ya no esté en este mirador de cristal coloreado, tan semejante a mi vida y tan falso como ella…
la luna, erguida y sola, atenúa su poderío. todo el cielo bajo es ya verde y se aleja; sólo el alto es azul. hacia el norte, una mínima nube tenebrosa, una equivocación, una mancha de tinta sobre este paisaje pintado por un niño.
aún queda un gallo, sólo uno, y un millar de pájaros resucitados y enloquecidos. las colinas del fondo se distinguen unas de otras, se separan, se acercan o se alejan según su oficio diario. el caserío del este se concreta; el del oeste, trepa definido y exacto, azoteas sobre azoteas, aún no quietas como habrán de fingirse durante el dominio de la luz, sino temblorosas, ateridas acaso, o desentumeciéndose. la luz creciente, apoyada sobre la ladera o sobre los más elevados edificios, hace crecer las casas ruines, y vacilar y entrechocarse…
y, como cada amanecer, un infinito bando de zorzales brotado del olivar negrea de repente en el cielo: una red espesa que se abate para alcanzar en silencio y por sorpresa a la ciudad. serpea, seguro y borbotante; traza formas distintas en lo azul; se abandera, se expande, se concentra en el gozo del alba; se abre y se cierra como una palmera aventada. oigo el rumor difuso de su vuelo. yen un instante, lo mismo que llegó, se aleja de nuevo al olivar. vienen a mi memoria aquellos versos:
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