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Antonio Gala: El manuscrito carmesí

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Antonio Gala El manuscrito carmesí

El manuscrito carmesí: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta 1990 En los papeles carmesíes que empleó la Cancillería de la Alhambra, Boabdil -el último sultán- da testimonio de su vida a la vez que la goza o la sufre. La luminosidad de sus recuerdos infantiles se oscurecerá pronto, al desplomársele sobre los hombros la responsabilidad de un reino desahuciado. Su formación de príncipe refinado y culto no le servirá para las tareas de gobierno; su actitud lírica la aniquilará fatídicamente una épica llamada a la derrota. Desde las rencillas de sus padres al afecto profundo de Moraima o Farax; desde la pasión por Jalib a la ambigua ternura por Amín y Amina; desde el abandono de los amigos de su niñez a la desconfianza en sus asesores políticos; desde la veneración por su tío el Zagal o Gonzalo Fernández de Córdoba al aborrecimiento de los Reyes Católicos, una larga galería de personajes dibuja el escenario en que se mueve a tientas Boabdil el Zogoibi, el Desventuradillo. La evidencia de estar viviendo una crisis perdida de antemano lo transforma en un campo de contradicción. Siempre simplificadora, la Historia acumuló sobre él acusaciones que se muestran injustas a lo largo de su relato, sincero y reflexivo. La culminación de la reconquista -con sus fanatismos, crueldades, sus traiciones y sus injusticias- sacude como un viento destructor la crónica, cuyo lenguaje es íntimo y apeado: el de un padre que se explica ante sus hijos, o el de un hombre a la deriva que habla consigo mismo hasta encontrar -desprovisto, pero sereno- su último refugio. La sabiduría, la esperanza, el amor y la religión sólo a ráfagas le asisten en el camino de la soledad. Y es ese desvalimiento ante el destino lo que lo erige en símbolo válido para el hombre de hoy. Esta novela obtuvo el Premio Planeta 1990.

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papeles hallados al principio del manuscrito

escribo en los últimos papeles carmesíes de cuantos saqué de la cancillería de la alhambra. quizá sea un buen motivo para no escribir más. no estoy seguro -no lo estoy ya de nada-, pero creo que hoy cumplo sesenta y cuatro años. desde que llegué a fez mi vida ha transcurrido como un único día largo y soñoliento. yademás nunca supe con exactitud la hora en que nací; de ahí que los astrólogos no pudiesen establecer sin errores mi horóscopo. ( para un rey, eso tal vez sea deseable.) por tanto, cuanto se ha dicho sobre mi destino trazado en las estrellas son imaginaciones. aveces he pensado que de ahí vino todo: andar a tientas nunca conduce a buenos resultados.

aunque quizá, por otra parte, la vida sea precisamente andar a tientas. en la mía, las certidumbres -y no he tenido más que dos o tresme han llevado en general a lo peor.

he despertado temprano -ahora duermo muy poco-, y no he llamado a nadie. amín y amina se retiraron pronto anoche al notarme cansado.

amina había estado cantando una canción que quería ser liviana y divertida.

– ¿ dónde la has aprendido? -le pregunté.

me contestó riendo:

tú me la has enseñado.

se conoce que pierdo la memoria. para evitar que volviera a olvidárseme, aunque no va a darme el tiempo la oportunidad, la anoté, mientras miraba a amina, maliciosa, sonreír y tañer. se trataba de una canción de adivinanzas.

soy un fruto lascivo y redondeado que alimenta las aguas del jardín.

ceñido por un cáliz rugoso, parezco el corazón de un cordero en las garras de un buitre”.

amín soltó una risotada.

la berenjena -dijo.

estábamos bebiendo el vino oscuro y denso, lleno de madres, de esta tierra. sin darme cuenta, yo llevaba el ritmo de la canción con mi copa. pensaba en otra cosa, como suelo, y en otras circunstancias.

crezco o decrezco entre los comensales, y, en mitad de la sombra, las lágrimas resbalan por mi cuello.

si me duermo, alguien corta mi cabellera, y permanezco insomne hasta mi muerte”.

insomne hasta mi muerte -repetí.

no lo adivinábamos. acaricié el rostro de amina, idéntico al de amín.

la vela -gritó ella, y tomó un sorbo de mi copa.

volvió a cantar:

soy delgado, y tan pálido y frágil que me dejo acuchillar fácilmente.

de vez en cuando bebo, y de mis ojos luego brota el llanto”.

qué desgarradoras sonaban todas las letras. era el cálamo; tampoco lo adivinamos. amina palmoteaba.

lo mismo que la espada nos portamos.

inseparables somos.

si algo entre las dos gemelas se interpone, de común acuerdo lo despedaza- remos”.

esta vez fui yo el que acerté.

veía a amín y a amina, gemelos, ante mí. si algo se interpusiese…

las tijeras.

amina me besó entre halagos.

quizá habíamos bebido suficiente, pero continuamos. las velas de la sala, como las del acertijo, parpadeaban y se desperezaban. en los rincones se amontonaban las sombras como animales dispuestos a saltar contra nosotros. ‘ la noche es mi enemiga’, pensé. he aprendido a temer a las sombras. seguros frente a ellas, mis gemelos me protegían con su sola presencia. son demasiado jóvenes -¿es que eso es un defecto?- para temerle a nada.

amina continuó:

soy el traidor a las palomas.

antes, cuando fui su amigo, las sostuve temblando.

ahora, vibrante, las acoso y les doy muerte con mi lengua”.

recordé el momento en que escribí esa letra. casi recién casados, había ido con moraima a pasar unos días al cenete. por las mañanas salía con mi arco y mi aljaba para tirar a las torcaces.

es el arco -murmuré.

‘¿ dónde estarán aquellos días, la luz de aquellos días?’, me preguntaba. los dos hermanos me abrazaron, cada cual por un lado.

amina besó mi barba; amín, mi mano derecha.

la última -dijo amina-. es muy alegre.

soy el dueño de la brisa.

si quiero, sopla el céfiro; si quiero, el viento sur.

pero lo que prefiero es acariciar el rostro del más hermoso de los nazaríes”.

la cantó sin laúd, mientras me abanicaba.

el abanico -dije-; pero el resto es mentira.

me aplaudieron los dos, al unísono como hacen casi todo. me sirvieron una última copa, y se retiraron, convencidos de que el más hermoso de los beni nazar -no el más hermoso, pero sí el más desdichado; el que estaba allí, lejos de todos los demás, vivos o muertos; el que había perdido hasta su derecho al nombre de la estirpe; el que acababa de cerrar los ojos para ocultar las lágrimas- necesitaba descansar. sentí como una arcada, y se me llenó de amargura la boca.

le eché la culpa a la aspereza del vino.

he dormido muy mal. hace ya un largo rato que me levanté. abrí las vidrieras del mirador, y vi cómo se disponía despacio a amanecer sobre la ciudad. esta ciudad podría decirse que es la mía: he vivido en ella más tiempo que en ninguna; pero algo dentro de mí lo contradice. fez no será nunca mi ciudad, ni yo seré suyo, porque mis huesos no conciliarán en su tierra definitivamente el sueño…

¿ escribo sólo para retrasar el adiós?

aún era noche cerrada. la voz del muecín se alzó como quien rompe de repente un cacharro, y recoge luego los añicos, y los recompone con torpeza, y lo deja caer de nuevo, sin remedio esta vez. digo se alzó, pero también descendía, y jugaba en el aire igual que un pájaro, y se posaba de repente, y se enroscaba y se desenroscaba. parecía acabarse ya, y continuaba con más ímpetu. infinidad de veces habré oído la llamada a la oración, y recordaba ahora algunas de ellas: la del imán de la alhambra por ejemplo, que era igual que un rebuzno y nos hacía reír, de niños, a yusuf y a mí; pero era como si ésta de hoy fuese distinta. flotaba sobre la ciudad, que yo veía a mis pies, presintiendo más que viendo, a mi izquierda, el cementerio de los mariníes. flotaba sobre la noche, como si no formase parte de ella, y fuese su mejor parte, sin embargo. era un llanto; pero no lo era, sino un reproche para provocar el llanto. sus palabras resultaban, como las de las canciones de amina, indescifrables. y, no obstante, cualquiera podría descifrarlas. hablaban de la obsesión más antigua del hombre: la de ser amparado; la de adorar a algo superior, a alguien superior, que a él le conviene que exista para no quedarse absolutamente solo en medio de la noche, perdido sin asidero en el universo, sin que nadie más alto se tome el trabajo ni de reírse de él y de su soledad. el hombre infeliz necesita a su dios como el rebuzno de su asno, y sus palomas, y su arco, y su abanico, y el calor de su mujer, y la pesadilla de sus hijos que lo despiertan cuando lloriquean allá cerca de la madre, y el olor nauseabundo y caliente de la bosta aún húmeda…

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