desde los altos secaderos se otean los terrados de la orilla de enfrente: es el barrio de los andaluces; hacia él se van mis ojos…
el rostro de la medina se muda con las horas. al mediodía, en el zoco grande, apenas se distingue una palmera contra el color arena del conjunto; apenas, las tejas verdes de una madraza, o la azulejería de un alminar; a la ropa tendida no la menea el aire. alas tres de la tarde, todo es un ruido vertiginoso y sin matices; de pronto, un griterío: el zoco grande reza. si me descuido, súbitamente me encuentro solo…
¿ dónde se han ido las demás hormigas? lo mismo que en la vida de un hombre, hay aquí horas en que se rompen todos los juguetes y sólo queda ensimismarse. con poderosos pies, se acerca la profunda noche de la medina; ni una luz hay ya en ella, un crujido no más, un resbalar incógnito, y las calles cuajadas de olores naturales…
¿ cómo conocí a amín y a amina?
aun paso de la mezquita de los andaluces tiene su minúsculo obrador un herrero. uno de los obreros, el de tez más morena, me sonreía siempre que nuestros ojos se cruzaban. mientras enderezaba los hierros sobre el yunque, o los retorcía para soldarlos luego al lujoso enrejado, no dejaba de mirarme. cerca de la herrería estaba el taller de un tornero. pero el tornero no me miraba nunca; tanto, que sentía su desatención con más intensidad que si no me quitase la mirada de encima. ¿ había visto antes aquella cara angulosa y hermética? ¿ quizá en el zacatín granadino? era inútil tratar de recordar; mi tarea es ahora olvidar cuanto viví, y cuanto supe y tuve.
aquel tornero, mediante un sencillo e ingenioso mecanismo, trabajaba a la vez con las manos y con los pies, enfrascado en una envidiable concentración -que yo notaba hostil- hasta después de ponerse el sol. sus ojos, que parecían dormitar, no se levantaban nunca de los maderos de laurel. ¿ de qué color serían? no lo pude saber.
una mañana me enteré, sin embargo, por el herrero de que era, en efecto, granadino.
pocos días después apareció cerrada la tienda del tornero.
eché de menos su intrincada labor, que me divertía observar como se observan, entre la admiración y el asco, las contorsiones de un cuadrumano. yeché de menos su intencionada ausencia de miradas. una noche soñé con el tornero; tenía los ojos verdes.
pasaron unos días más. el herrero cetrino y sonriente, por fin, me dijo:
– el tornero se ha muerto, señor. aquéllos son sus hijos.
en los escalones de la mezquita había sentados dos muchachos idénticos de doce o trece años. pese a una pequeña diferencia de estatura, saltaba a la vista que eran gemelos; pero por un error de la naturaleza, si es que ella los comete, uno de ellos era varón y el otro hembra. quizá el hecho de que su padre trabajara por igual con los pies y con las manos tenía algo que ver. al darlos a luz, había muerto su madre. esta circunstancia infeliz me los aproximaba. no tenían familia: sus padres vinieron de granada cuando yo salí de ella.
me pareció obligado traerlos a mi casa; aquí están desde entonces.
son, para mí, el resumen de dos mundos: el de esa medina, que se me exhibe y se me esconde (un resumen, como ella, inexplicable, turbador y bello), y el de mi mundo de ayer, el resumen de los desperdigados y preciosos vestigios que hay de granada por la tierra.
los dos son agudos y despiertos, de genio vivaracho y expresión penetrante. su mirada es avizoradora, atenta a todo, saltarina y desconfiada. su sonrisa asoma con rapidez apenas se les mira, como una excusa previsora de una probable acusación. su nariz es corta y no muy recta. sus ojos, verdes como los de su padre en mi sueño, son tan brillantes que parecen encendidos en su interior; hasta el punto de que, si los detienen sobre mí, he de esforzarme para sostenerlos sin apartar los míos. sus cuerpos son melodiosos: es la palabra que mejor les cuadra. el muchacho tiene andares gallardos y retadores, y separa un poco las piernas, dándoselas de hombre; por eso mismo trata a su hermana al tiempo con dureza y benevolencia, como se trata a un niño. el aspecto de ella es obediente y dulce -creo, sin embargo, que encubre una firmeza inamovible-, y, ante la menor duda, vuelve los espléndidos ojos a su hermano. es notorio que hay un pacto entre ellos, explícito o no, que los vincula y los identifica frente al resto del mundo: un mundo del que yo formo parte todavía. afalta de otra ocupación, he vigilado a los muchachos, los he estudiado con detenimiento.
al principio, furtivamente; luego osé hablar con ellos. la diferencia entre nosotros era tan grande como un mar: ellos, o estaban muy distantes, o se ocultaban tras las olas. no obstante, a riesgo de precipitarme, saqué mis conclusiones: la vida no los ha dejado intactos, pero sí ilesos; el dolor los atacó, pero no los ha acribillado o, por lo menos, no dejó huellas en su alma. ( no creo que se planteen siquiera ese asunto de su alma.) yreflexiono una vez más.
quizá el dolor y el amor sean sólo emanaciones de la individualidad.
sólo el verdadero individuo, es decir, el que tiene cubiertas ciertas necesidades inferiores, es capaz de sentirlos. el pueblo es sólo especie; como especie, es inmortal: incapaz de amor por ello, pero a cambio, por ello también, impasible.
¿ tengo derecho a hablar así?
¿ he merecido yo lo que poseo? más aún, ¿soy pasible? después de tantas pérdidas, ¿lo soy? sólo un peligro de dolor o de muerte que se corre con deliberación -un peligro no impuesto- hace pasar al hombre, de una vida latente y sólo física, a una vida esencialmente humana.
cuando no se expone la vida, sino que se conserva y perpetúa nada más a través de uno como un mero vehículo, no merece tal nombre. yo lo sé: mucho tiempo he vivido para el conflicto, para el desafío, para el prodigio, lastimoso o benéfico, que encendía mis años; pero perdí el motivo y la razón del riesgo: me fueron total y absurdamente arrebatados. ysu carencia es hoy un reguero de fuego que lo consumió todo, hasta el dolor. ( ahora el dolor, anestesiado para seguir viviendo, se ha convertido en un sordo estado de melancolía, en un umbrío fondo de desdicha que no me permite ver, ni querer ver, el mundo. ahora soy como un barco vacío a la deriva.) yo he despreciado a quienes se resignaban a sobrevivir; a los que, como estos dos muchachos, nacían destinados sólo a eso. ‘ porque vivir -me decía- no es continuar vivo, sino participar en el misterio, en las desalmadas siembras de la vida y en sus recolecciones: crear vida, y no sólo engendrarla.’
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