Baje la vista para que no se me notara el horror que me producía esta conversación. Levanté una mano.
– Bien, está bien, abuelo. Está bien. De acuerdo. La tía África no tenía salida. Le había tocado la china. El celibato para el resto de su vida.
– … Bueno, ya había probado el matrimonio, ¿no?, y le había ido mal. ¿Qué le quedaba?
– Hombre, todo esto le ocurría a los ¿qué?, ¿veinte años? -El abuelo asintió-. Le quedaba toda una vida por delante, ¿no?
Volvió a asentir, pero esta vez con mayor firmeza.
– Sí, claro. Una vida de provecho, educando a su hija con mi ayuda y preparándose para cuidar a sus padres cuando, como ya es el caso, estuvieran viejos y necesitaran de un apoyo en su vejez.
– ¿Sólo eso? Te recuerdo que ahora es viuda y que podría haberse puesto a trabajar por su cuenta… eh… ¿haberse vuelto a casar? -Ignoró la última pregunta.
– ¿Y qué otra cosa querías que hiciera? No sabía hacer nada, no tenía ni oficio ni beneficio. ¿En qué se iba a emplear?
– No lo sé, abuelo. No tengo ni idea… pero en algo que le diera algo de dinero, que le permitiera independizarse… -levanté una mano-, aunque fuera un poco.
– Ya lo intentó. Ya la dejé: se fue dos años, casi tres, a México a… -con tono despectivo-… probar fortuna. ¿Y de qué le sirvió? -Se echó hacia adelante en el sofá, supongo que para dar énfasis a la confesión de cuánto se había equivocado al dejarla marchar-. Fue a casa de mi hermana Ramona. Iba a ganar tanto y cuanto. ¿Y con qué se topó? Con el loco iluso de mi hermano Adolfo… ¡un poeta rojo despreciado por todos!, con la familia de los toreros. ¿Qué podía salir de todo aquello? Nada, hijo. Nada de nada. Hicimos un pacto cuando se fue: volvería si las cosas no le iban bien. A los tres años la mandé llamar y le recordé sus obligaciones: ¿dónde estaba su fortuna?, pregunté. En ningún sitio. Pues su turno había pasado y ahora le tocaba cuidar de su hija y de sus padres. Bastante habíamos hecho nosotros ocupándonos de Martita. Ahora le tocaba a ella -repitió, como si quisiera decir «ahora le tocaba a ella para siempre» -. ¿No te parece?
No me pedía mi opinión. Sabía que no estaba de acuerdo con él. Sólo que también sabía que él estaba en posesión de la verdad. A veces me producen verdadera envidia los que poseen la verdad con tanta convicción. Ellos solos son capaces de hundir montañas.
– ¿Convencido? -me preguntó.
– No, ya sabes que no, abuelo.
– Ay, hijo, qué poco comprendéis los jóvenes de las cosas de la vida. -Sonreí.
– Voy a ver lo que hace la abuela, que me parece que está en la cocina preparando una tortilla. Se la he pedido bien grande de despedida. -Me levanté.
– Si fueras un nieto como se debe -dijo el abuelo bajando la voz-, apartarías algo de la tortilla en tu plato, distraeríamos a tu abuela y me la podría zampar. -Le brillaron los ojos-. Ya sabes que soy rápido. Sólo necesito dos segundos.
– Está bien, está bien. Veré lo que puedo hacer por ti.
– Os oía hablar de tu tía África -me dijo la abuela nada más entrar yo en la cocina. Le cuadraba la descripción más prosaica de todas: se afanaba frente a los fogones, friendo patatas y batiendo media docena de huevos, todo prácticamente a la vez-. Me parece que haré dos tortillas.
– Sí…, estupendo. Hablábamos de la mala suerte que ha tenido la tía África en la vida.
– ¡Pobre hija! ¿Tú sabes que estuvo tres días en la clínica, una especie de maternidad sucia y maloliente que había en el hospital de Maúdes, habiendo tenido a Marta y sin que nadie acudiera a verla? Rafael, el muy sinvergüenza, se había largado. Y nosotros viviendo en la otra punta de la ciudad, con Madrid en guerra, la gente pasando hambre y sin saber siquiera que África estaba allí a dos pasos… ¡Qué horror! Cuando llegamos a recogerla, y eso porque una enfermera caritativa se acercó hasta Casado del Alisal a avisarnos, tenía las sábanas manchadas de sangre, llagas en la espalda y a la pobre Marta en brazos casi muerta de inanición. ¿Mala suerte, dices? Se puso tan contenta de vernos que no paraba de llorar. Menos mal que pudimos llevarla a casa. Todos lo pasábamos mal, pero ella… Era como si la hicieran pagar por todos los pecados de tanta gentuza como anda por el mundo. ¡Gentuza! Eso es lo que son.
– Pues sí, abuela, sí -dije a falta de alguna ocurrencia mejor.
– Menos mal que nos ha tenido a nosotros y que nos tendrá siempre. Aquí se quedará, que me parece que sola por el mundo, capaz es de que le ocurra cualquier disparate, hijo.
Suspiré, me encogí de hombros y dije:
– Abriré una botella de vino, ¿eh, abuela?
– Muy bien. Díselo a tu tía que andará por ahí y que sabrá qué vino tenemos en la despensa. Y me sacáis la gaseosa, que ya sabes que a mí me gusta el vino con gaseosa.
Me di la vuelta. En el quicio de la puerta de la cocina estaba África, mirando silenciosamente con una media sonrisa bailándole en los labios. Sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios para que yo no dijera nada.
Por extraño que parezca, fue una cena agradable, distendida. Alegre. Estábamos los cuatro solos porque Martita había tenido que irse a Nueva York a seguir un curso en su banco o a trabajar en el mercado de futuros o a comprar la General Motors, no sé, cualquier cosa. Vivía en mi casa de Manhattan y esperaba mi llegada.
Y mientras comíamos, África contó un montón de tonterías que le habían ocurrido en México con su tía Ramona, la hermana del abuelo.
– Era una mujer extraordinaria.
– … Estrafalaria -interrumpió la abuela.
– Bueno, estrafalaria y extraordinaria a la vez. Fumaba sin parar y se repintaba la cara por lo menos una vez cada hora. ¿Tú sabes? Se había depilado las cejas tantas veces que ya no le quedaban. Y llevaba en el bolso un cartón ovalado que se ponía encima del ojo y después, de un solo trazo, zas, se dibujaba la ceja. -Rió-. A veces se le disparaba un poco hacia la sien, pero en general acertaba y luego decía: «Ay, mijita, no voy a andar como si tuviera la cara de mármol, ¿no?, pues una pinturita y ya.» ¡Qué cosas hacía! Es la única persona que ha conseguido visitar el museo antropológico de México, pero entero, ¿eh?, en menos de una hora. Recorría las galerías como un torbellino. A ti que eres novelista, chamaquito, te habría encantado; seguro que le hubieras sacado un relato de esos tuyos que hacen reír.
– Me hubiera gustado conocerla, sí. Siento que haya muerto.
– Armando vive todavía.
– ¿Su marido? -Asintió-. Pues me tienes que dar su dirección para que le visite cuando vaya a México.
África se ruborizó de golpe.
– ¿Vas a ir a México? -dijo.
– Bueno, sí, no sé, seguramente algún día.
– Te daré la dirección -dijo África y frunció el entrecejo, pero no a causa de la conversación o de sus motivos, sino porque se había puesto a observar las maniobras del abuelo para hacerse con un gran trozo de tortilla de patata que había en mi plato.
La miré con severidad para que no descubriera los manejos de su padre y para que, por una vez, no estropeara su glotonería.
– Mamá -dijo África entonces-, ¿eso que hay encima del aparador son tocinos de cielo?
La abuela giró la cabeza y dijo:
– No, hija, es un flan -y se volvió de nuevo hacia la mesa.
Pues en ese breve período de tiempo, no habrían sido más de dos segundos los que tardó en darse la vuelta, contestar, y volverse otra vez, el abuelo, en un movimiento relámpago, ensartó con su tenedor el enorme trozo de tortilla de mi plato y lo engulló como si hubiera sido una oca. Poco faltó para que soltara una carcajada y África, presa de un verdadero ataque de risa, se puso la mano delante de la boca y estuvo un buen rato sin poder pronunciar palabra.
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