Fernando Schwartz - El Desencuentro

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La historia de África Anglés es la historia de una mujer casada a los diecisiete años con un donjuán descarado y chulesco. Durante la guerra civil le nace una hija justo cuando su marido la abandona por una querida más dada a la lujuria que ella. A partir de ese momento será la suya una vida normal, semejante a la de miles de mujeres españolas aplastadas por el peso de las convenciones. Sin embargo, un paréntesis en esa monótona existencia se abre con su estancia, durante tres años, en México, pe-ríodo clave que marcará para siempre el resto de sus días. Desgarrado relato de amor y desencuentros, esta espléndida novela recuerda con nostalgia escenas familiares de la protagonista tanto en Madrid como en México. Aparecen por sus páginas personajes llenos de contradicciones, de humor, de ternura, de rabia y de soledad. Pero también el amor nos sorprende y nos atrapa con dos historias paralelas, casi contemporáneas, que se rozan una y otra vez, pero que jamás llegan a coincidir. Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1996.

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– Rafael acabó consiguiendo lo que quería -continuó África-, que era que le invitaran a la boda de tus padres. Y allí estuvo, resplandeciente en su chaqué, aunque a mí me seguía pareciendo que era demasiado bajo y muy feo. Pero, ¿qué crees? Una mujer tiene esas intuiciones, no le fallan nunca: desde el baile de carnaval yo sabía que él iba a por mí y cuanto más tiempo pasaba, más impaciente me ponía por poder coquetear con él cara a cara. A veces le veía de lejos por la calle y hasta me daban ganas de dar corriendo la vuelta a la manzana por pasar delante de él y provocarle. Pero luego me miraba los calcetines y el uniforme del colegio y, claro, me daba vergüenza. De todos modos, era una especie de reto, no creas. Una especie de cosa instintiva… No pensaba en otra cosa, ¿sabes? Así era yo de inocente. Sólo en flirtear y bailar. Mientras que él lo que quería era arrancarme la flor y ponérsela en el ojal. -Dijo esto último con violencia y luego se ruborizó intensamente. Dejé de mirarla para que no se avergonzara-. ¿Pero a nosotras? ¡Menuda cosa! La educación que nos daban era tan severa y tan estrecha que te entrenaban a limitar las calenturas de tu cuerpo, a ni siquiera reconocer por qué te sudaban los costados o se te… se te…, bueno, te pasaban cosas en el vientre… y… y. -África se calló de golpe, como si le asombrara haber podido llegar a ser tan franca conmigo. Enrojeció de nuevo.

Me encogí de hombros para quitar importancia a la carga íntima de sus palabras y ayudarla a salir del trance embarazoso en el que la había metido la rabia que llevaba dentro del cuerpo. Nunca la había oído ser tan explícita respecto de nada. Vaya con la tía África.

– Bah, bah -dije-. No es posible que toda tu generación fuerais un montón de pavisosas. No me digas; ¡si la República fue el momento más abierto, yo creo que más descarado del siglo! Allí había amantes, nudistas, naturalistas, canciones verdes, de todo. Ahora no; ahora no hay más que grisalla y Franco obliga a las tonadilleras a que se tapen el escote cuando salen en televisión. Pero entonces, sí… Hombre, no lo viví, pero era así, no me lo niegues…

– No te digo que no, chamaquito. Sólo te digo que las niñas bien, las de colegio de monjas, éramos todas unas mojigatas que no sabíamos ni por dónde andábamos. Pues sí… Así nos iba. La noche de bodas nos ponían en manos del primer bestia entrenado en casas de putas que se nos había cruzado por delante y, ¡hale!, te desfloraban como quien se come una manzana y si te gusta, bueno, y si no, te aguantas.

Debí de mirarla con tal sorpresa, tan asombrado de su vehemencia, que África se puso a reír de forma incontenible. Cuando lo hacía, se llevaba la mano derecha a la boca, un antiguo gesto de toda su vida. Yo creo que había empezado a hacerlo por disimular un colmillo un poco torcido que tenía que le empujaba los incisivos hacia atrás (¡la única imperfección de toda su cara!) y luego la costumbre le había enseñado que, además, cuando se es tímido es un buen modo de protegerse.

– Claro -siguió diciendo-, si tenías un poco de suerte, acababas encontrando un buen amante que te enseñaba todo lo que el miserable que se había casado contigo se guardaba para sus putas. -Se puso repentinamente seria-. Yo no, ya ves. Yo no. Bueno, bueno, ¡qué cosas estoy diciendo, chamaquito! Esto me cuesta por lo menos una semana de misas.

Reímos ambos.

África me puso una mano sobre la muñeca derecha.

– Pero hoy estamos de confidencias, ¿no, chamaquito? Y ya somos todos un poco mayorcitos para no recordar la verdad. Hazme un favor, ¿quieres? Súbete a la casa y tráeme una coca-cola, que tengo mucha sed.

Siguiendo cuidadosamente el camino de albero que zigzagueaba entre rosales y césped, llegué al frente de la casa, subí los seis grandes peldaños que alcanzaban al porche, empujé la puerta, crucé el gran vestíbulo y entré en la cocina. La cocina estaba al otro lado de la casa y una de sus ventanas daba sobre la piscina. No había nadie en el chalé: todos habían bajado a Madrid al cine a ver no sé qué película española de risa. Aquellas cosas tan patéticas y tan censuradas de los años finales del franquismo.

Preparé un vaso grande, le puse hielo, corté una rodaja de limón de uno que había en la nevera, lo llené de coca-cola y cuando empezaba a marcharme de la cocina, decidí servirme una bebida también. Me preparé una coca-cola y le añadí un chorrito de ginebra de una botella que había por ahí. No era mi bebida favorita, pero me daba pereza buscar otra cosa.

Volví al recodo del camino en el fondo del jardín donde África me esperaba sentada en el banco junto al montículo de rocalla. No parecía haberse movido: seguía con las piernas cruzadas y tenía una mano apoyada en la rodilla como si se acabara de alisar nuevamente la falda para esconderse las rodillas de las miradas indiscretas. Le di su vaso.

– Gracias -me dijo y luego añadió, sorprendida-: ¿tú también tomas coca-cola? ¡Pero si la odiabas! Te viene de vivir en Nueva York, ¿eh? Y tú, en Nueva York, todos estos años ¿qué has hecho?

– No, no -dije-. Todavía no hemos acabado contigo. Primero tú.

– ¡Pero si hay tan poco que contar ya! -exclamó, poniéndose seria.

– ¿Que no? Por ejemplo, nunca me has dicho qué hiciste con tu vida.

Se encogió de hombros.

– ¿Qué más hay que contar, chamaco? -Una ligera brisa empujó una mata de pelo sobre su frente y se la apartó de un manotazo, con impaciencia-. ¿Por qué quieres oír la historia de un desastre detrás de otro?

– Pues, francamente, África, porque no soy capaz de comprender cómo una persona como tú, que lo tiene todo en la vida… -ella rió con amargura-,… sí, todo en la vida para ser feliz, no da ni un paso sensato para serlo. No lo entiendo.

Entonces África volvió muy lentamente la cabeza hacia mí y, suspirando resignadamente, hizo un gesto negativo.

– En realidad, no… Ay, Javier, hay quienes no hemos nacido para ser felices… ya ves. Pasamos por la vida mirando a los demás que lo son y nosotros estamos ahí para compensar.

– Compensar ¿qué?

– Alguien tiene que pagar el precio de los que son felices. Eso lo tengo clarísimo. ¿No funciona todo por compensaciones? Cuando un ladrón roba algo a alguien, él se beneficia pero al mismo tiempo es infeliz el robado porque pierde lo que era suyo y le daba felicidad. ¿Ves? Una compensación.

Me quedé sobrecogido y en absoluto silencio. A lo lejos se oía algún automóvil que bajaba por la autopista de La Coruña silbándole los neumáticos sobre el asfalto; entonces había mucho menos tráfico que ahora; un perro ladraba por algún lugar no demasiado lejano y en la finca de al lado podía oírse el ruido intermitente, chas-chas-chas, del agua pegando contra el muelle de un riego por aspersión.

De pronto, nuestra intimidad fue absoluta. África habría contestado a todo, a cualquier cosa, habría hecho todo. Fue uno de esos momentos cuyo brote nadie es capaz de explicar o comprender. Y aunque hubiera querido hacerlo, no me atreví a tomarla de la mano o a estrecharla entre mis brazos, que era lo que me dictaba el impulso mío: me habría parecido un acto muy fácil de seducción. Qué excusa más barata había encontrado. Dejé que aquel instante único me pasara por delante y no me moví. Supongo que el esfuerzo de permanecer quieto fue tan violento que me noté temblar y, de golpe, me empezaron a sudar los costados. En un segundo tuve la camisa empapada. Pero no me moví.

En voz baja pregunté:

– Pero ¿no recuerdas ni un solo instante de dicha, ni uno solo?

África tenía la vista perdida en un mundo propio. Dios sabe de qué estaría hecho, de cuántos recuerdos innombrables o irrepetibles, Dios sabe qué abismo. Y, después de un rato que se me antojó larguísimo, lentamente hizo un gesto negativo.

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