Tragué saliva y juro que no fui capaz de reprimirme:
– ¿Ni siquiera con Martita?
Y entonces me miró directamente a los ojos durante, oh Dios mío, un minuto o dos, no sería capaz de decirlo, y negó nuevamente con un movimiento muy lento de la cabeza. Nunca he visto en los ojos de nadie tanta hondura, tanta desolación, tanto desgarro.
– Ni siquiera con Martita -replicó. Y le dolía tanto-. Entiéndeme: la puse en el mundo con sufrimiento, fue mía, creció pegada a mí menos en el tiempo en que estuve en México y la quiero como se quieren pocas cosas en esta vida. Pero no quería tenerla, no era fruto de nada, ni de amor, ni de rabia… de nada. La tuve dentro, me creció y la solté -añadió con verdadera rabia-… como si me hubieran cortado un trozo de mí misma y lo hubieran echado al mundo, muerto o vivo, daba igual. Si hubiera sido menos mojigata, menos tonta, menos beata, menos… asustada… habría abortado. Pero ni de eso fui capaz. -Calló un instante y se llevó el dorso de la mano a una ceja-. No la concebí con amor -dijo entonces desoladoramente-, y para mayor inri, antes de que naciera, Rafael ya me había dejado por su puta. -Se levantó de un golpe y estiró la cabeza, alzando mucho el mentón, como si se fuera a poner a aullar-. ¡La concebí con horror, Javier! ¿Sabes lo que es eso? Me sentí sucia, pero además de por haber sido hollada por Rafael, porque todas las madres, cuando ven a su bebé, sienten ternura, lo olvidan todo, lo toman en brazos y lo quieren. ¡Y yo no, Javier!
Se volvió hacia mí. Dos gruesos lagrimones le corrían por las mejillas dejando un rastro de rímel negro. Hubiera querido decirle que a mí esas reacciones sentimentales de las madres, «no lo quise, pero de repente ya lo quiero porque la maternidad es mi instinto», me parecían paparruchas, gimoteos de Hollywood; me parecía que se quiere a los niños deseados y, con un poco de suerte, a los no deseados se los quiere con el tiempo. Pero no me atreví a decir nada. ¿Cómo iba a interrumpir ese flujo de pasión con una nimiedad de filosofía barata sobre cosas de las que no tenía ni idea?
África sollozó una vez como si se le fuera a romper la garganta; se pasó los dedos por las ojeras humedecidas y añadió:
– ¡Pobre Marta! Y durante cada uno de los años siguientes, miré a mi hija con el espanto de no haberla querido, de haberla rechazado, e intenté exagerar mi amor por ella, para que pareciera más, para compensarla. Pero ¿cómo iba a ser capaz? ¿Qué felicidad podía producirme saberme culpable? ¿Y sabes lo peor de todo? Estoy segura de que ella se dio cuenta, de que lo sabe y, lo más terrible, de que no me lo ha perdonado.
Se desplomó en el banco nuevamente.
El sol ya había caído por detrás de los grandes cipreses aunque la luz del atardecer tardaría aún un tiempo en volverse de color índigo y en borrar los perfiles de las sombras. ¡Qué momento tan poco apropiado para la tristeza! Los pájaros del atardecer, los vencejos y las golondrinas, daban mil vueltas allá en lo alto esperando a comer la miríada de incautos insectos que tardarían poco en dejar la protección de la yerba y de las hojas. Pero todavía faltaba tiempo para que volara el primer murciélago de la noche o se divisara la estrella Polar. Era el momento del día en que todo se suspende, se detiene para cambiar los registros del sol por los de la luna, y, por un instante, la naturaleza da rienda suelta a sus aromas, los olores de tierra y pétalos, de rocío y yerba, de pino y jacinto, que quedan suspendidos hasta que los sorprende la oscuridad y los repliega.
– ¡Oh sí! Me enamoró, me embrujó. Lo tuvo facilísimo. Durante la boda de tus padres hizo todo lo que había que hacer. ¡Si yo tenía diecisiete años! Como un pichón, caí. Me dejé engatusar porque jugábamos a dos juegos distintos: yo a flirtear y a provocar y a esas cosas que me parecía que no tendrían consecuencias; él, a acabar conmigo. Era la primera vez que yo bailaba, bueno, que no fuera con mis hermanas y en casa, claro, la primera vez que me tomé una copa de champán… ¡qué una! Dos o tres o cuatro. Me puse piripi, claro. Ya sabes que las bodas en Santa Cruz se hacían de noche. Estuvimos bailando qué sé yo cuánto tiempo, el be-bop y el charlestón y el fox-trot. -Rió-. Lo llamaban el paso de zorra. -Se pasó los dedos cuidadosamente por las mejillas para borrar las huellas del rímel-. ¿Se me nota algo? ¡Qué tonta soy! -Hice que no con la cabeza, me saqué el pañuelo del bolsillo y se lo di. África le puso un poco de saliva en una esquina y se frotó vigorosamente los carrillos y los costados de la nariz-. ¿Ya?
Asentí sonriendo.
– Me parece que luego te vas a tener que maquillar de nuevo: se te notan un poco los churretones de tanto frotar.
Se encogió de hombros.
– Cuando vuelvan los abuelos del cine. ¿Te vas a quedar a cenar?
– Sí.
De pronto, la tensión había cedido. África sonrió como si se le hubiera quitado un peso de encima. Probablemente nunca había contado todo esto a nadie. ¿Cuántos conocían su secreto? ¿El lado más oscuro del horror? Apostaría a que ni siquiera los abuelos, por más que ellos debieron conocer algunos detalles del comportamiento de Rafael cuando el matrimonio se rompió y África regresó a su casa.
– Una vez, durante nuestro noviazgo, perdió los estribos, la paciencia y quiso… bueno… supongo que hacer el amor conmigo. ¡Vaya sarcasmo! ¡El amor!… Me asusté mucho y él se echó para atrás. Supongo que juró vengarse o algo así, no sé. Pero para mí que todo lo que me hizo después fue por venganza, por demostrar hombría. ¡Rechazarle a él! ¡Ha!
Estiró una de sus piernas para apoyar el tacón altísimo de su zapato en el albero. Tomó el vaso de coca-cola que había dejado a su lado sobre el banco, bebió un poco y me dijo:
– Ven, anda, vamos a pasear hasta la casa que se hace tarde; así me recompongo esta cara y luego veo lo que hay de cena. Martita y los abuelos deben de estar a punto de volver.
Me levanté, le ofrecí una mano para que pudiera ponerse en pie sin esfuerzo. Entonces África enlazó su brazo con el mío y echamos a andar.
– Ay, chamaquito, me has hecho hablar y tú de ti no me has contado nada. ¡Qué sinvergüenza! Pero de ésta no te escapas. Menudo fresco. Ahora, mientras estemos en la cocina, me vas a contar de tu vida en Nueva York. ¿Tú sabes que estuve en Nueva York hace muchísimos años? Mira, ésa es una confesión que te hago y que nadie sabe.
Y así, África recompuso en un instante su rostro bello y apacible detrás del que anidaba la tristeza infinita. Esa mujer que nunca había sido feliz, transitaba por la vida como una diosa, sin permitir que se trasluciera nada, sin una arruga, con un hoyuelo, grandes ojos color malva, unas piernas interminables de muslos ligeramente combados, una cintura inverosímil y el disfrute desaprovechado de lo que prometía el «arranque del caminito real».
– Dime una sola cosa más. ¿Cómo haces para vivir así, África?
– ¿Una sola cosa más en serio? No pienso nunca en el minuto de después.
Tres semanas más tarde la operaban a vida o muerte de un cáncer de ovarios. Hasta eso tuvo que pagar.
Yo ya había regresado a Nueva York y dedicaba gran parte de mi tiempo a intentar olvidar la tarde del 3 de junio de 1974.
África se repuso. ¡Oh, sí, claro! La cirugía obra milagros y África vivió quince años más, sí. Pero no por suerte sino porque el destino aún no consideraba que hubiera pagado lo suficiente.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? -dijo el abuelo-. Ante un fracaso así, había pocas soluciones razonables, hijo. La vida en España era muy formalista, vivíamos todos frente a los demás, sujetos al juicio de la gente, y para mí y para tu abuela y, en realidad, para toda la familia, lo más importante ha sido siempre nuestro buen nombre. Lo único preciado que tiene una persona es su honra.
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