Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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Así era su secreto.

Un secreto apenas compartido con nadie y desde luego, opinaba más de uno, no con Love. Y es que Beth no podía sincerarse con la niña por dos razones.

– La primera -aventuró Tono-, era la edad de Love. Por muy disparatada que estuviera la Beth, por mucho que con los años se le hubiera ido la olla, como se dice ahora, no podía ponerse a hablarle a una cría de diez años de noblezas, sangres azules, archiduques, propiedades… De todos modos tenía claro, aunque nunca se lo confesó a sí misma o a quien fuere que la aconsejaba, que las propiedades, las dos casas maravillosas, los muebles y cuadros, los servicios de plata, eran inalcanzables. Lo sabía, ¿no lo va a saber? Pero, bueno, noblezas, sangres, principados… eso sí. Claro que no podía contarle nada a la cría…

– ¿Y la segunda razón?

– Vaya -contestó Tono-, la segunda tenía que ver con los verdaderos descendientes del príncipe en Europa. ¿Cómo iba Beth a desafiarlos sin argumentos? ¿Cómo iba a andar por ahí presumiendo de coronas imperiales que no le correspondían? ¿Cómo iba a arriesgarse a un desenmascaramiento público?

– Tienes una imaginación calenturienta -dijo la Pepi-. ¿De dónde te sacas tú toda esta historia de príncipes y de escondidas ambiciones de la pobre Beth, hombre de Dios?

– Mujer, no sé -contestó Carmen por Tono-. Vamos, sí sé. Son cosas que han ido saliendo a la superficie con los años, todos tenemos ojos y entendederas, ¿no?

– ¿Tú la has oído una sola vez en todos estos años decir que ella descendía del príncipe Carolo?

– No, claro… no son tontas.

– Pues entonces. ¿De dónde sacas que está convencida de ser heredera de nada? ¡Si nunca ha dicho nada! Me parece que estas cosas no le interesan lo más mínimo.

– Pero ¿y Lavinia? No hay más que ver a Lavinia.

– ¿Por?

– Yo sé lo que me digo… El hecho es que la Beth se fue montando este teatro poco a poco…

– ¡Pero si no es verdad!

– Lo que yo te diga.

– ¡Pues sería para vestirse de reina cuando estaba a solas! -exclamó la Pepi-. Porque, desde luego, ella nunca dijo nada a nadie… yo, al menos, no la oí… y mira que la oí veces… Vivió su vida, agitada pero discreta, a ver si me entiendes, sin meterse con nadie más que en la cama. Vale, vale -añadió, alzando una mano-, todo lo pendón que queráis, ¡hijo, qué manía!, pero todo esto que estáis contando ahora, Tono, me parece una fabricación de vuestras mentes esquizoides. ¡Coronas imperiales! Vamos, hombre.

– Es verdad -dijo Guillem-, estoy de acuerdo con Pepi. Beth nunca dijo nada de esas cosas que estáis contando. Nunca le oí a Beth, ni a Lavinia, ¿eh?, presumir de nada.

– Yo diría que tiene que haber un grano de verdad en todo esto -dijo Juan Carlos-. No somos un grupo de retrasados mentales: con los años hemos ido coligiendo datos, razonándolos, oyendo cosas y montando el rompecabezas… Hasta casi estaría dispuesto a apostar por la certeza de la historia. En todo caso, se non é vero é ben trovato.

– No, hombre. A Lavinia sí -dijo Carmen-, que va por ahí con unos aires de reina… -Se volvió hacia Guillem y le espetó-: Pero, hombre de Dios, ¿tú me dices a mí que madre e hija eran la sencillez personificada y que iban de humilditas por la vida? ¿Tú? Un par de interesadas que perdían el oremus por dos pesetas. Venga, Guillem, a ti precisamente, que te hicieron una perrería detrás de otra…

– Yo era como de la familia, Carmen. No me hacían perrerías; me hacían las cosas que se hacen con uno de la familia… cosas de confianza, de íntimos… A ver, ¿a quién acudió Beth cuando se trató de incinerar al marido?

– Bobadas, Guillem.

– Tengo la impresión de que no conseguís poneros de acuerdo con la descripción real de los hechos.

– No es eso -dijo Tono-. Me parece más bien que tenemos demasiados datos y es cuestión de ponerlos en orden.

– Será eso.

Después de siete años en el pueblo, Beth conocía bien a todos los descendientes locales del príncipe, en fin, a quienes se decían o alardeaban de ser los hijos de sus supuestos hijos ilegítimos y los herederos de sus propiedades, olvidando convenientemente que no había descendientes de sangre y que la única herencia (la de las dos casas y su contenido) había sido comprada por Cernuda. El ramillete de gentes era bastante numeroso y confuso. Beth tuvo que esforzarse mucho para conseguir completar y memorizar el nomenclátor. Su locura tenía un método: cuanto más segura estuviera de la identidad de toda aquella gente, menor sería la probabilidad de que nadie viniera a acusarla de superchería y de suplantaciones de personalidad.

– Vamos a ver -le dijo Augustus muy al principio de todo, cuando Beth aún no se había trasladado a El Mirador-. Primero está la rama Cernuda, que arranca en Antoni Cernuda, el secretario del príncipe. A este lo casaron con una condesa polaca, María Wiborkcza, sospecho que por ennoblecerlo. Tuvo, si no me equivoco, cinco hijos e hijas. Éstos a su vez proliferaron, aquí en las noches de invierno no había nada que hacer, y tuvieron más nietos y nietas… unos veinte o veinticinco, no sé. Y éstos, a su vez, también se multiplicaron y ahí tienes la respuesta a la pregunta de por qué está tan difundido el apellido Cernuda en esta comarca.

Beth sonrió.

– Vaya con los Cernuda.

– Sí. No sé si alguno de los hijos de Antoni Cernuda y la condesa eran efectivamente hijos del príncipe, y cuántos, frutos del esfuerzo personal. Tal como conozco la historia, sospecho que al menos los dos mayores eran del príncipe Carolo. Aunque, bien mirado, si hubieran sido hijos de Carolo, éste les habría dejado los bienes en herencia y no para que los vendieran y dieran el dinero a la Cruz Roja, ¿no? Al fin y al cabo, el príncipe era persona generosa, cuanto más con quienes fueran hijos suyos. ¿Verdad? ¿Tuvieron luego suerte estos pobres muchachos y muchachas? Ninguna -se contestó-. No tuvieron suerte porque Antoni Cernuda, una vez obtenidas las tierras, las dos casas y lo que había dentro, se lo dejó todo al hijo mayor, que se guardó muy mucho de compartir nada con sus hermanos. Aquí, el mayorazgo funcionó a la perfección…

Se encontraban, al caer de una luminosa tarde de principios del verano, en el pequeño teatro griego de Liam Hawthorne. Aquel mismo día habían comenzado los ensayos de su obrita satírica anual. Con Beth y Augustus estaban, además del propio Liam, varios de los expatriados más conspicuos de la comunidad deiana y algunos muchachos y muchachas locales de los que hablaban inglés, o al menos lo chapurreaban, que tal era la condición mínima para participar y conseguir un papel. A aquellos cuyo dominio del inglés era muy limitado o muy primario se les asignaban tareas de tramoya, música o atrezzo; no eran gran cosa, pero la gente acudía para divertirse más que para alcanzar gloria inmortal en las artes escénicas. Baste con señalar que el propio Augustus, éste sí gloria del teatro, solía representar poco más que un pequeño papel de comparsa.

Era el primer día de ensayos y hoy sólo se procedería a la lectura del texto y a la fijación de los movimientos de los actores.

Este año el personaje principal de la función era un noruego ficticio llamado Plan (que recordaba de forma irresistible a Dan el sueco). Plan debía moverse por el escenario haciendo grandes aspavientos y riendo con singular estrépito. Representaba a un marinero llegado a estas costas en una barcaza llena de cigarrillos rubios, sin que se supiera el motivo. La barcaza se hundía en una tormenta frente a las costas de la isla y Plan, convertido en fauno por obra de la magia de las montañas circundantes, quedaba condenado a seducir para toda la eternidad poética a cuanta mujer se cruzara por su camino, a cuanta ropa de volantes y plisados pasara por el pueblo, cosa que por arte del encantamiento y de un doloroso priapismo hacía sin dificultad, hasta que topaba con la amplia falda negra y llena de botones del párroco del pueblo.

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