Fernando Schwartz - Vichy, 1940

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Esta obra ha obtenido el Premio Primavera 2006, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas y Pilar Cortés.
En el ambiente enrarecido y falsamente triunfante de Vichy, la ciudad-balneario donde se instauró un gobierno colaboracionista tras el armisticio franco-alemán de 1940, reina el mariscal Pétain. Un grupo de valientes inexpertos próximos a él crea en la capital la primera célula de la Resistencia. En su seno nacerá una intensa historia de amor entre Manuel de Sá, ex diplomático español maduro y desencantado, y Marie, joven parisina de raíces judías apasionada y profundamente vital. Cuando la cruda realidad y la oscura situación política venzan al optimismo y al arrojo de sus ideales de justicia, se verán obligados a tomar una difícil decisión: elegir entre éxito o fracaso, vida o libertad, amor o compromiso.
Fernando Schwartz recrea, con su prosa directa, brillante, el mundillo del entorno de Pétain, hecho de arribistas, oportunistas y felones, la vida del cuerpo diplomático, la brillantez de las recepciones y la suciedad de los habitáculos ocupados por cuantos han acudido a Vichy en busca de prebendas o de simple aprovechamiento, a medio camino entre el disimulo y la sordidez. Una historia donde el amor se sobrepone a la hipocresía, que nos habla del sacrificio de héroes anónimos, de la generosidad de su lucha y de que ésta, finalmente, pese a todo, contra todo, nunca fue en balde.

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La llegada de Laval fue saludada con una salva de aplausos y pudo oírse más de un vive la Frunce!, más de un vive Laval!, mientras los cuatro soldados que componían el retén de la Guardia Republicana permanecían firmes a un lado y a otro de la entrada al hotel manteniendo una marcialísima posición al presentar armas. ¡Pero si han perdido la guerra!, pensé, ¿a qué viene ahora esta fiereza en la defensa de lo que tiraron por la borda? Bah. «Y según andaba, lo conozco como si lo hubiera parido», expliqué al grupo de mis oyentes, «estoy seguro de que Pierre Laval iba calculando, midiendo los riesgos de lo que le quedaba por hacer, los pasos que tenía que dar, los mimosos cuidados que debía prestar, las palabras de adulación que tendría que deslizar en los vanidosos oídios de tantos diputados, senadores, urdidores, traidores y vendidos con los que se habría de entrevistar durante los siguientes días».

Lo que sí es cierto es que, ocupado como estaba en planear el mejor modo de dar cumplida satisfacción a sus ambiciones, el viejo político francés no tuvo en ese instamte el sosiego necesario para calcular las consecuencias del camino que emprendía si cualquiera de los elementos con q[ue él contaba (entre otros y muy principalmente, la victoria de monsieur Hitler) no daba el resultado esperado. Tampoco lo tuvo para adivinar que este paseo desenfadado constitiuía el primer tramo de un trayecto fatídico que le llevaría Ihasta el pelotón de fusilamiento cinco años más tarde. ¿Comió iba a saberlo? ¡Si los alemanes habían ganado la guerra!

La expectación que causó su llegada al hotel du Pare fue por cierto mucho mayor que la provocada unos minutos después en aquel mismo lugar por el presidente de la República y su señora al descender del automóvil official. (En un primer momento se había pensado que el presidente Lebrun ocupara el pabellón Sévigné, cerca de:l río, pero la proximidad de unos burros -los utilizados para alquiler de paseantes por las orillas del Allier- pastando apaciblemente en un descampado contiguo lo desaconsejó: bastante era que al presidente se lo comparara frecuentemente con uno de aquellos animales, ¡pero pomerle a cuatro o cinco delante, en las mismas narices!)

Tanta fanfarria y excitación frente al hotel acabaron picándome la curiosidad. Decidí esperar la llegada dell mariscal para así palpar su grado de popularidad o el entusiasmo que suscitaba entre el pueblo llano. ¿Llano? Poca llanura había aquí.

Miré a mi alrededor, contemplando sin disimulo a «quienes me rodeaban, ciudadanos de Francia, derrotados ayer pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, victoriosos hoy. Todos sonreían con el aire abstraído de quien vive una ensoñación feliz. Se los veía animosos, optimistas ante una nueva oportunidad de redención nacional. Como si el gobierno del armisticio los estuviera salvando de la derrota, los hubiera rescatado a todos de un destino infernal. El destino horrible de la humillación y del sufrimiento que corresponde a los vencidos. Bueno, pensé, con algo tienen que consolarse del miedo. Se hubiera dicho que la guerra había terminado para todos ellos. No saben lo que les espera. Mi único error en este análisis fue no decirme «no sabemos lo que nos espera».

– ¡ La Tercera República nos llevó a esto! -exclamó de pronto con voz furiosa un caballero de mediana edad. Calló un momento, temblando de indignación, y luego, levantando aún más la voz, insistió-: ¡Traidores!

Vestía de gris y llevaba anudada al cuello una corbata negra. Se había quitado el sombrero y lo mantenía en alto, sujeto por su mano derecha erguida encuna posición de saludo que se me antojó bastante teatral. Pensé que aquel grito bien podía estar siendo el primero con que se rompía la extraña pasividad burguesa de una ciudadanía que había acogido con lo que sólo podía ser descrito como complacencia el cúmulo de acontecimientos desplomado sobre Francia en aquellos pocos días. Me encontraba muy cerca del hombre, a su derecha, y pude ver con absoluta nitidez cada detalle de la tensión de su semblante: su grito llevaba tanta frustración y rabia que no podía ser individual, por fuerza tenía que responder a un sentimiento colectivo, a la tristeza por la muerte patria, a la indignación porque los políticos, siempre culpables, se hubieran rendido y hubieran traicionado a la ciudadanía, antes de que llegara Pétain a salvarlos a todos. ¿Qué otra explicación podía haber si no?

– Vous avez raisonl -dijo otro-. Ellos nos llevaron al desastre… a la derrota… ¡Son unos corruptos! ¡Los Blum, los Lebrun, los Mandel… todos! Esto es lo que han hecho…

– ¡Han sido los comunistas! -exclamó otro.

Y otro más:

– … ¡Los judíos!

– ¡Vendepatrias!

Aquí el que no corre, vuela, pensé para mis adentros. Poco han tardado en encontrar culpables. A este pobre señor Blum…

– Vive Laval! Vive la France!

A punto de desaparecer en el interior del hotel du Pare, Fierre Laval se dio la vuelta en lo alto de la escalinata, se quitó el sombrero y saludó con él a la muchedumbre. Su gesto fue acogido con una salva de aplausos.

– Vive le Maréchal!

La llegada poco después del Presidente de la República pasó sin pena ni gloria. Lo mismo les ocurrió al presidente del Senado, Jules Jeanneney, y al de la Cámara de Diputados, Edouard Herriot. Llegaron, se apearon de sus respectivos automóviles y, quitándose el sombrero, saludaron brevemente a los soldados del retén de guardia, subieron deprisa los pocos escalones de acceso al hotel y desaparecieron en el interior de su vestíbulo.

No, no. Éstos son meros comparsas, me dije: este público espera únicamente a Philippe Pétain. Y era bien cierto que lo esperaban con una mezcla de recogimiento y excitación, como suele suceder en los grandes acontecimientos religiosos en los que, además de una presencia sagrada, se espera alguna manifestación mirífica que la acompañe. Algún milagro, alguna transmutación de agua en vino, de plomo en oro, algún hecho sobrenatural.

Y cómo no, a los pocos minutos, un movimiento imperceptible de la muchedumbre agolpada frente al hotel du Pare, un repentino silencio en el público expectante anunció la llegada del mariscal mejor que si hubiera sido proclamada por altavoces. A un centenar de metros, calle arriba en dirección al lateral del casino, pudimos divisar un pequeño cortejo de tres o cuatro automóviles precedidos por dos motoristas militares que se acercaban con lentitud solemne.

No bien se hubieron detenido, abiertas las portezuelas de los dos automóviles delanteros, se produjo un estallido de indescriptible entusiasmo y griterío. Los hombres, enarbolando sus sombreros, los agitaban pretendiendo lanzarlos al aire para sujetarlos sólo en el último instante; las mujeres habían cerrado las sombrillas y las sacudían como si se tratara de mástiles de banderas de seda enrollada y festoneadas con miles de puntillas multicolores. Todos aplaudían si podían, reían y saludaban agitando las manos que tenían libres o, todo lo más, ocupadas con ramilletes de lirios y rosas. Algunos niños que habían estado correteando por la calzada, sorprendidos por el jolgorio repentino, habían vuelto apresuradamente al regazo de sus madres o a protegerse tras las amplias faldas de las señoritas de cornpañía (en su mayoría francesas o suizasf con la guerra, el mercado de las fräulein alemanas se había reducido de forma notable, ya por estar mal vistas por las familias francesas, ya porque, perteneciendo a la raza triunfadora, ellas mismas debían de considerar humillante trabajar para los vencidos).

– Vive le Maréchal! -gritaron unos.

– Vive notre sauveur! -exclamaron otros.

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