En fin, el 30 de junio de 1940 no iba a ser recordado como un domingo cualquiera. Aquel día Vichy perdió su calma veraniega, la precisa rutina de los clientes del balneario y el desfile de su elegancia cuando frecuentaban el casino o el hipódromo o los celebérrimos restaurantes de la ciudad. Contra lo que era usual en las primeras horas de la tarde, por ejemplo, hoy sus calles estaban abarrotadas de gentes de la más diversa condición que, en otras circunstancias, habrían estado terminando de merendar, durmiendo la siesta, paseando por la orilla del Allier, a pie o en asno, o disponiéndose a acudir a las carreras de caballos. Y es que la población de Vichy, hasta ahora cornpuesta en su mayoría por visitantes unidos apenas por la relativa incomodidad que padecen quienes se someten a los rigores de un balneario (y, con frecuencia, al efecto fulminante de sus aguas bicarbonatadas sobre el intestino), se vería obligada a partir de este momento a sufrir, además, las pejigueras sin cuento de una ciudad en guerra o, dicho acaso con mayor propiedad, de una ciudad engañosamente tranquila a la que se exigía ser capital de un país derrotado.
Por debajo de la galería cubierta de hierro forjado que rodea el parque en un gran círculo de más o menos quinientos metros sólo interrumpido por el Drink Hall, paseaban con animación poco acostumbrada muchos balnearistas vestidos de punta en blanco; recuerdo que algunos de los caballeros hasta llevaban polainas pese a lo avanzado de la estación, mientras que las damas, dispuestas para toda eventualidad a la última moda de París, vestían en general de blanco o se habían puesto vestiditos veraniegos estampados (la moda, para satisfacción mía, llevaba algún tiempo imponiendo la altura de las amplias faldas plisadas por encima de las rodillas). Las señoras de cierta edad lucían grandes pamelas de seda y se protegían del sol con parasoles de puntillas, blondas y estampados. Todos deambulaban con parsimonia siguiendo el trazado oval de la galería. Guarecidos bajo su sombra, bajaban con lentitud por el costado de la calle del presidente Wilson intercambiando ceremoniosos saludos y discretos coqueteos con conocidos y desconocidos por igual, llegaban hasta el Vestíbulo de los Manantiales donde acudíamos a beber las aguas (por más que yo espaciara al máximo tan raro placer), giraban a su izquierda y, pasando por detrás del establecimiento de segunda clase, en el que tomaban las aguas los menos ricos, subían de nuevo hacia la izquierda por la calle del Parque hasta el lateral del Gran Casino. Luego daban media vuelta y desandaban el camino, sin dejar de mirar con curiosidad mal disimulada hacia la entrada del hotel du Pare, frente al que se arremolinaban policías, soldados, porteros, botones y, sobre todo, viajeros. Rodeados de infinidad de maletas y baúles, los recién llegados acababan de desembarcar de sus grandes automóviles Delahaye, Renault, Citroen, Vivaquatre e Hispano-Suiza a bordo de los que, partiendo de Burdeos, Clermont-Ferrand o el mismísimo París, habían hecho largos e incómodos viajes. De todos modos, me parece que en la falta de confort del recorrido habían intervenido menos la rigidez de los asientos o el estado de las carreteras que la angustia de un futuro cuya incógnita pretendían despejar con la mayor brevedad los políticos, militares, altos funcionarios, financieros y empresarios que, obligados por la necesidad de encontrarse cerca del poder y de los poderosos, acudían a esta pequeña ciudad con la pretensión de residir en ella el tiempo mínimo indispensable para satisfacer sus angustiados deseos.
Centenares de curiosos, inmóviles al otro lado de la calle, protegidos del sol bajo la galería, no perdían detalle de la confusión reinante. Se decía que aquella tarde llegaría el mariscal Pétain y todos querían presenciar el espectáculo. Otros muchos se habían acercado al puente de Bellerive, que era por donde tenía que llegar cualquier comitiva desde Clermont-Ferrand, y esperaban impacientes, escudriñando el interior de los autos que lo cruzaban para reconocer a cada personaje.
Acaso yo fuera el único habitué de la primera hora, el único perro viejo que, de pie en la escalinata de la explanada del casino, apoyado en el pomo de marfil de mi bastón, me atrevía a contemplar aquel barullo con el suficiente desapego, hasta diría que con el estúpido gesto socarrón que siempre me había causado tantos disgustos. Puede que fuera el único, pero es que yo lo había visto todo. La entrada de los facciosos en Madrid (a distancia, claro, porque no me había movido de París) y la de las tropas alemanas en Vichy hacía bien pocos días, el Frente Popular aquí y allá, las soflamas incendiarias del niño Primo de Rivera y las del Je suis partout, el mesianismo de los generales, los trotskistas, dios mío los trotskistas cuánta lata dieron, la familia, la patria, las huelgas, los disturbios, la regeneración nacional, la masonería, la judería internacional, el comunismo, el anticomunismo, la estupidez, las bandas de matones de la extrema derecha, la ingenuidad de los líderes, su actitud pusilánime, la crueldad irreflexiva de los combatientes. Todo. Llevaba yo medio siglo, si se incluye mi infancia, padeciendo las tonterías del prójimo e intentando rehuirlas y me parecía una fatalidad, una cuestión de verdadera mala suerte, esta persecución a la que me sometían la estupidez humana y esta incapacidad mía para librarme de ella por más leguas que pusiera de por medio. Roma primero y, después, Viena y Buenos Aires y Madrid. Francia ahora. Y eso que, viendo la incomodidad extrema que se nos venía encima en España a partir de 1934, había aprovechado mi estancia de años en Francia, mis propiedades allá y mis considerables contactos parisinos, para solicitar y obtener la nacionalidad francesa. Había dimitido de mis cargos en la embajada española de la avenida Georges V y, aun manteniendo estrechas relaciones con mis antiguos compatriotas, me había refugiado en lo que yo consideraba la primera civilización del mundo. Vaya, pues al final esta pirueta había acabado por ser una trampa: salí huyendo de un chispazo para refugiarme en un incendio. Menuda tontería. En fin. Casualidades de la vida, el destino, la mala suerte.
Y ahora me hastiaba esta muestra de vanidosa estulticia patriotera con la que era asaltada de nuevo mi inteligencia. Me irritaba que tuviera que provenir de los delirios megalómanos de un mariscal de Francia. Todos iguales: los generalotes de allá y los mariscalotes de acá. Y eso que Francia siempre me había parecido una sociedad un punto más razonable que la mía original. Pues no señor. La angustia de la situación, la odiosa esperanza que engendraba su misma miseria, no hacían más que demostrar que en este final de la paz europea y en el comienzo de la nueva guerra, las naciones acabarían como siempre, igualándose en el barrizal. Aquí no había sociedades más inteligentes o más civilizadas. Todos éramos equiparables por el rasero más bajo.
Había oído, como muchos en Vichy, aunque la cosa me inspirara menos optimismo que a la mayoría, que las hostilidades apenas durarían unas semanas más y que la situación acabaría resolviéndose en lo más natural: la pronta, inevitable y limpia victoria de los más fuertes, al lado de quienes, por evidentes razones, convenía estar. Claro, desde luego. Seguro que sí. ¿Pero es que nadie había aprendido nada? Les daría yo la batalla del Ebro y las purgas del partido comunista y los fusilamientos de Franco para que fueran enterándose todos de lo que se les venía encima.
A Philippe Pétain, el héroe de Verdún, salvador de Francia en 1918, se le había ocurrido asegurar a sus cornpatriotas veinte años después de aquella guerra insufrible que la nueva catástrofe se evitaría sin necesidad de que ellos se lanzaran a pelear una vez más contra el invasor. Para esa tarea sublime él se bastaba y sobraba: llegada la hora del sacrificio, hacía donación de su persona a Francia para así atenuar la infelicidad de la patria. «Seguro que, encima, este imbécil se lo cree a pies juntiñas», mascullé para mis adentros. Sorprendido de mi osadía, levanté la cabeza para asegurarme de que no me había podido oír ningún paseante cercano. Sonreí aliviado. ¡Qué me iban a oír! Estaban todos como papanatas apretujándose frente al hotel du Pare por si pudieran divisar al mariscal en un instante de delirio y no se iban a fijar en este dandy solitario que rumiaba sus quejas al otro lado del parque. «Pétain», exclamé en voz alta poniendo los ojos en blanco. En qué cabeza cabe. Primero se rinde a los alemanes porque decide no luchar y luego acepta que le dejen un trocito de la patria para hacerse la ilusión de que el país sobrevive intacto. Donación de su persona. Vaya, hacía donación de su persona ocupando una suite en el hotel du Pare, acompañado de la maríscala y sin más riesgo para su vida que el mal estado de alguna ostra servida en el almuerzo. Y además le debía de parecer glorioso y valiente recomendar la rendición del ejército francés ante el asalto arrollador de la Wehrmacht: «con el corazón encogido os digo que debemos dejar de combatir». Ésas habían sido sus palabras en la radio. ¿Cómo diablos conseguiría un viejo soldado de ochenta y cuatro años atenuar la desgracia de Francia entregándose por ella? Este hombre chochea. Así me lo parecía y estaba seguro de no equivocarme: apenas una semana antes, mi confidente y amigo Armand de la Buissonière, destinado desde el primer momento del armisticio en el gabinete civil del mariscal, me había asegurado que el coronel De Gaulle afirmaba de Pétain que, a su edad provecta, era demasiado orgulloso para la intriga, demasiado fuerte para la mediocridad, demasiado ambicioso para trepar y que encima lo consumía la pasión por el poder. La vejez es un naufragio, había dicho De Gaulle.
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