¿Y Lequerica? ¿No había negociado él el armisticio de Francia con Hitler? ¿No paseaba con su boina de requeté bien calada a orillas del Allier charlando en ocasiones con el mariscal? ¿No presionaba a las autoridades francesas para que entregaran a las españolas en la frontera a políticos republicanos que intentaban huir o simplemente acogerse a la tradicional hospitalidad del gran pueblo francés? ¿No conseguía que su propia policía rechazara en los Pirineos a refugiados que las SS reclamaban? Sí: eran servicios prestados con la mayor de las intimidades y en cuyas transacciones el embajador español hacía de muñidor implacable. ¿No hubiera hecho bien Laval en desconfiar de Lequerica? Sí, hubiera hecho bien. Desde luego que sí. Habría salvado la vida.
Con toda seguridad había dos cosas características de esta ciudad-capital en guerra pero no en guerra. A medida que progresaba el conflicto, por una parte, se iba haciendo más complicado el protocolo: todos los representantes de todos los países acreditados en Vichy eran invitados a las mismas recepciones, por supuesto, pero los representantes de los enemigos se evitaban cuidadosamente, refugiándose cada cual en los corrillos de quienes eran sus aliados en el campo de batalla, y se cruzaban con el adversario teniendo sumo cuidado de no verse. Incluso en los actos oficiales, resultaba cómico que los embajadores de Estados Unidos y de Japón cayeran, por razón de la antigüedad en la presentación de las cartas credenciales, el uno al lado del otro y tuvieran que hacer patéticos esfuerzos por ignorarse. Mamarrachadas sin sentido que no contribuyeron a salvar una sola vida ni a preservar la honra de ningún estado. Únicamente los más sensatos, que eran pocos, ejercerían de memoria viva de lo que ocurría a su alrededor, como había recomendado yo que hicieran a mis colegas latinos. Pero de todos ellos, sólo se libraba de mis ironías Luis Rodríguez, mi buen amigo mexicano.
Por otro lado, mientras los diplomáticos orientales, el egipcio, el turco, el afgano, el Saudita, el iraquí, ponían la nota exótica en la corte, el toque de incienso y mirra, el drama y la decadencia, por decirlo de manera inteligible, los suramericanos suministraban la simpatía. Todos eran queridos. No había fiesta sin ellos y hasta sus proezas sentimentales eran comentadas, envidiadas e incluso toleradas en esta sociedad tan pacata e hipócrita. El romance de Porfirito Rubirosa con una actriz tan bella y delicada como Danielle Darrieux fue celebrado con entusiasmo. Porfirito nunca dejó de asombrarnos. Su afición por la buena vida y por las mujeres pasaba por delante de todo lo demás, incluso a riesgo de su propia supervivencia, y mira que era inteligente el hombre. No exagero: un tipo que se ha casado con la hija del dictador de su país (y de uno tan sanguinario como lo fue Trujillo, además) no suele atreverse, si no es un insensato, a dar el peligrosísimo paso de divorciarse de ella para casarse inmediatamente a continuación con una actriz de cine. Da, sin duda, idea de su formidable poder de seducción que Porfirito fuera no sólo capaz de plantar a su mujer llevándose a otra a la cama, sino que pudiera hacerlo sin incurrir en la venganza de su brutal suegro.
El caso es que el 28 de julio de 1940, domingo, habíamos ido a almorzar al club de golf, aquel chalet de madera con los tejados Tudor de teja gris sustentados por una balconada construida a lo largo de todo su perímetro en el que yo había pasado tardes enteras jugando al bridge con ancianas e incansables damas en los años anteriores a la guerra. Edificado muy cerca del río, verdadero pabellón para socios elegantes que luego saldrían a jugar una partida de golf o se dirigirían al hipódromo que estaba a sus espaldas, siempre me había gustado. Me parecía muy airoso, plantado allí en medio de una gran extensión de césped con el Allier discurriendo con placidez a pocos metros. En aquellas tardes de sol, cruzar en las barcazas que partían de cualquiera de los embarcaderos de los parques de L’Allier hasta el Golf se me hacía más típico de las regatas veraniegas de Henley-on-Thames al oeste de Londres que de unas vacaciones francesas, por mucho que Vichy hubiera llegado a ser la capital mundial de los balnearios de aguas.
Creo recordar que aquel 28 de julio fue el último domingo en que en el club se pudo comer algo decente y relativamente abundante antes de que se establecieran las cartillas de racionamiento. Y eso que Vichy, por ser la capital (y en la capital era necesario mantener la moral alta y la materia prima, constante), fue privilegiada a lo largo de toda la guerra. Cuando lo pienso, no recuerdo muy bien en qué consistían aquellos privilegios puesto que muy poco después se prohibió la venta de carne los lunes, martes, miércoles y viernes (este día, por respetar el precepto de la santa madre iglesia, y se limitó el consumo público de vino a pequeños vasitos en las comidas. Incluso de los bares de los hoteles desaparecieron las bebidas alcohólicas durante casi todos los días de la semana. Siempre me pregunté, de forma retórica, claro está, quién se bebía un vino, nuestro vino, cuyas cosechas sabíamos abundantes. No creo que hiciera falta buscar muy lejos. Y fueron éstas y otras cosas de similar calado cotidiano las que contribuyeron más que ningún otro asunto grave a mantener en la población el patriotismo francés y, lo que es más importante, el sentimiento antialemán.
En fin. En el club de golf almorzamos y allí hicimos exhibición de una alegría y de un alborozo que hubiera sido más propio de un escenario de vodevil que de un restaurante lleno de gente comedida y en apariencia preocupada por el futuro y por lo que ocurría en los campos de batalla. De todos modos, es cierto que cualquier angustia que hubiere podido existir en el ánimo del público asistente se notó poco una vez que comenzaron las carreras.
Allí estaban Bunny de Chambrun con su mujer Josée Laval. Atractiva mujer, aquella; morena, de ojos oscuros y brillante sonrisa, resultaba casi tan agitanada como su padre (de hecho, a su padre, en los peores momentos de odio solían llamarle «gitano bastardo hijo de una prostituta», a lo que él contestaba riendo que sólo era un auvergnat oriundo de Cháteldon; por más que sé que los insultos le dolían mucho), pero de belleza intensa e intimidante. Creo que era la reina indiscutida de la sociedad francesa en guerra. Por su parte, a Bunny, gran aficionado a las carreras, le gustaba mucho apostar fuerte. Y ganaba fuerte. A mí, en cambio, los caballos siempre me habían dejado indiferente y acudía a los hipódromos más por el espectáculo de la moda y de la frivolidad que por pasión deportiva. «Es extraordinario», decía Armand, «que, en guerra, los modistos y las sombrereras sigan haciendo el mismo negocio que en tiempos de paz». En efecto, las mujeres se paseaban por el turf vestidas de Dior, de Chanel, de Balenciaga… como si nada estuviera pasando en el resto de Europa o en el resto de su propio país. Me asombraba esta indiferencia tan frivola que nada tenía que ver con un valiente esfuerzo por aparentar que la vida seguía pese al sufrimiento colectivo, sino que surgía de la simple incapacidad egoísta de asimilar, por la más elemental de las solidaridades, la tragedia de los demás.
Saludé a Chambrun desde lejos y él alzó su sombrero de fieltro lanzándome una sonrisa.
Algo más allá se encontraban Marie y Olga Letellier. Marie estaba resplandeciente en su camisero de seda en el que flotaban su cintura inverosímil y sus pechos, que, desde esta distancia, se me antojaban sensuales y libres. Sus movimientos rápidos y deportivos, las piernas desnudas y aquel aire ágil, juvenil, la hacían descollar por encima de todas las demás. Comparada con ella, Josée Laval parecía una flor de invernadero, más propia de un salón cerrado que de este campo abierto.
Читать дальше