Por más que intento ahora comprender su estúpida ceguera y perdonarla, soy incapaz de olvidar cuánta fue la miseria que causaron.
Muchos años después he querido sin demasiado éxito decidir cuándo, en aquellos primeros meses de la guerra, se había producido el brusco cambio de la placidez a la amenaza, de la contemplación distanciada al peligro inmediato. Un día nos encontrábamos discurriendo como principiantes sobre las razones filosóficas de la guerra y sus consecuencias para Francia (y haciendo un pequeño paripé de resistencia armada, ¿armada?) y al día siguiente, sin solución de continuidad, se desencadenaba la tragedia sobre nosotros. ¿Cómo había podido ocurrir esta desolación? Sólo encuentro una explicación: nadie tiene nunca el ánimo dispuesto a que las cosas empeoren y que empeoren, como en el caso de un conflicto bélico, hasta límites que la mente humana no está preparada para aprehender. Nos habíamos ido librando del campo de batalla (escapando hacia el sur, en realidad), de los bombardeos, del infierno y creíamos que éste nunca llegaría porque antes se acabaría la guerra. No estábamos preparados para un acontecimiento como este conflicto, que cambiaría nuestras vidas de modo tan profundo y tan trágico: nunca podríamos volver a ser los mismos. De pronto se desplomó sobre todos nosotros pillándonos desprevenidos. Bueno, en mi caso, aunque desde el primer día del armisticio me barrunté lo que iba a pasar, fue necesaria la violencia física de la guerra para apearme de la visión diletante que yo tenía de todo aquello. Marie me lo había reprochado más de una vez y me había pedido que me tomara las cosas más en serio. ¿No decía yo siempre que bastaba con mirarse en el espejo de España para comprender esta tragedia? ¿Cómo podía estar tan ciego, entonces, cómo podía creer que, por ser conocedor del drama que se avecinaba, quedaría exento de él?
Por mucho que con optimismo desmedido quisiera creer que siempre existiría una última oportunidad de librarnos del desastre bélico, sabía que este milagro no se produciría. Lo sabíamos todos en nuestro fuero interno, con total certeza, por más que nos empeñáramos en no reconocerlo. En una guerra como aquélla no se libra nadie de nada. Todos quieren aplazar la tragedia, porque sabiendo la miseria que se aproxima, ¿quién quiere anticiparse a ella, quién quiere cargar con las culpas y los dolores de todos?
Derrotado el Reich, ¿no nos dedicamos todos a culpabilizar, uno por uno, a cada alemán de los crímenes de Hitler? ¿No dijimos que eran todos responsables? En efecto, llegada la paz y, con ella, las crudas imágenes del sufrimiento, nos pareció imposible que, como colectividad o como individuos, los alemanes hubieran ignorado que la solución final y el Holocausto, la tortura, la muerte, las persecuciones habían sucedido de verdad. El asunto, dijimos, era demasiado monstruoso y generalizado como para ser desconocido, incluso cuando estaba ocurriendo: los fusilamientos debían de oírse, los hornos crematorios debían de olerse, los gritos de las víctimas tenían que percibirse desde los cercados de los campos de concentración en las lindes de los pintorescos pueblos del Tirol con sus balcones de geranios y sus vacas pastando apaciblemente en los verdes prados.
Puede que así fuera. Es más, estoy seguro de que así fue y de que los alemanes merecen castigo por ello. Pero ¿porque cerraron los ojos o porque condonaron los crímenes? Porque nosotros, la pequeña gente de Vichy, los que padecimos el conflicto, nosotros que deberíamos haber conocido la maldad de la guerra, pretendimos desconocerla: Vichy estaba lejos del resto del mundo y ésa era justificación suficiente, sobre todo si con un mínimo de colaboración o de obediencia podíamos librarnos de lo malo, incluso estando en desacuerdo con todo, incluso sin cornprometernos en demasía.
¿No se nos debería acusar ahora de haber colaborado con los horrores bélicos sólo porque quisimos cerrar los ojos y aplazar el dolor que nos iban a causar? ¿O es que tampoco oíamos los gritos desgarradores que provenían de los campos de concentración situados en plena Francia? ¿No sabíamos que allí padecían y morían los refugiados españoles de la guerra civil y los exiliados de Polonia, de Alemania, de Austria que habían huido de Hitler sólo para toparse con los guardianes franceses? ¿No reconocíamos los efectos deletéreos de la colaboración con el enemigo, no veíamos lo que estábamos haciendo unos franceses contra otros, matándonos los unos a los otros, delatándonos, robándonos? Menudo espectáculo. Y encima, al final de la guerra, sólo fuimos capaces de vengarnos de Francia y de nuestra miseria, rapando a unas cuantas miles de desgraciadas que eran las únicas que habían colaborado con el enemigo fornicando con él por amor, por hambre, por miedo o por simple fascinación hacia el vencedor.
Me avergüenzo de todo. No encuentro excusa en nuestra fragilidad como hombres después de haberla invocado tantas veces para justificar tantas traiciones. No me atrevo a consolarme amparado en la generalidad de nuestro pecado.
DOLOR
«BUENO, A MÍ TAMPOCO ME GUSTAN LOS JUDÍOS» *
28 DE JULIO DE 1940
Lo que sucedió aquella tarde del 28 de julio explica muchas cosas, me parece.
Ese día, el grupo latinoamericano en pleno había acudido a las carreras de caballos del hipódromo en la otra orilla del río. Y, no me olvido, también ese día (a última hora de la noche, como corresponde a la clandestinidad obligada) quedó constituido le Groupe Vichy de Combat, el aguerrido pero totalmente desconocido GVC. Y lo digo sin asomo de ironía.
Apenas había trascurrido un mes desde la instalación del gobierno en nuestro balneario y ya la vida diplomática de Vichy se había organizado con bastante orden y, me parece, entusiasmo. Al principio, los embajadores, ministros y agregados de cerca de cuarenta países se tomaron este destino provisional (todos esperaban que resultara muy provisional) con cierto espíritu deportivo. Al fin y al cabo, la vida diplomática era la vida diplomática aquí y en Sebastopol, decía con razón Cifuentes el panameño, Por más que ignorara dónde se encontraba Sebastopol. La ronda de festejos, intrigas, bailes y galanterías se mantendría impertérrita, sazonada además por la titilación de saer que al fondo del escenario estaba la guerra. ¡Ah, la excitación íntima de sentirse rodeado de espías! La frivolidad seguiría cumpliendo su función social y política, ¡qué bien lo sabía yo!, y sin duda alguna, estos excelsos servidores del Estado continuarían empeñados en resolver los problemas que con tanta diligencia se habían esforzado en crear.
Sin embargo, tardaron poco tiempo en darse cuenta de que la vida que les esperaba en este villorrio iba a resultarles increíblemente tediosa, encerrados sin mayor actividad en el hotel des Ambassadeurs en el que les habían sido asignadas habitaciones cuyo número variaba en función de la importancia de la misión respectiva o de la falta de un aposento imposible de conseguir a última hora en alguna villa de la ciudad. El bueno de José Félix de Lequerica, que era el embajador de Franco y que además disponía de un chalet detrás de los Quatre Chemins, había reclamado diez (y se las concedieron), en vista de que la trascendencia de sus ocupaciones (recuperar la Dama de Elche a cambio de algún Goya, supongo, porque no me parece que el alcance de su gestión cultural diera para mucho más) y lo sacrosanto de sus maniobras políticas (intentar acabar con la vida del presidente Azaña, imagino, y acuchillar a cuanto adversario se le pusiera de espaldas) así lo requerían. Pero para nadie era un secreto que la razón de tanto favor estribaba en el parecido íntimo de las ideologías de los respectivos jefes de Estado y de su crueldad de hielo a la hora de tratar a los oponentes políticos. Alguien me dijo que de todos modos Franco y Pétain se tenían poca simpatía; sería personal, porque la política estaba más que garantizada, me parecía a mí, y además, si no recuerdo mal, el mariscal fue muy popular en España en su temporada como embajador de Francia en 1939. Supongo que por mujeriego, ¿no?, él que gustaba de decir «lo que me ha apasionado sobre todo en mi vida ha sido el amor y la infantería». Luego añadía que los sesenta y cuatro años, que fue la edad a la que matrimonió, son pocos para casarse, y añado yo, con la maríscala… Y aunque en estos años de senectud asistiera a misa los domingos, tampoco es que fuera muy religioso; desde luego no le tenían por tal en los cuarteles. Vaya, ahora que lo pienso, en eso sí se parecía al general Franco.
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