– Emilia, qué susto no encontrarte.
– Estábamos hablando un poco aquí los dos -dice Juan Campos.
– Aquí estoy… sí -dice Emilia.
Antonio Vega tiene la impresión de que su mujer está muy pálida y como encorvada esta tarde, pero la escena es tan familiar, el fuego encendido, la habitación tapizada de libros, las librerías de madera clara, hermosos paisajes al óleo en esa tradición de paisajistas anglosajones que tanto aprecia Juan Campos… es imposible no sentir la seguridad, el bienestar, una paz física que siempre a Antonio Vega le inspira esta estancia y el propio Juan Campos. Por eso, al alivio de haber dado tan pronto con Emilia, se añade el otro alivio: el producido por la luz tamizada y el crepitar del fuego.
– Si tenéis algo que hablar los dos, yo me voy, luego vengo -dice Antonio y hace ademán de irse.
– No te vayas, quédate, estábamos hablando de Matilda -dice Juan Campos.
Antonio se sienta en una butaca baja a un lado de la chimenea, la palabra Matilda no tiene connotaciones especiales para él ahora, está contento aquí a la luz de la lumbre, incluso echa un poco de menos la merienda que no ha tomado y que se preparará más tarde, Emilia le parece encogida y apagada pero así la lleva viendo ya estos últimos meses. Quizá ésta sea la ocasión, piensa Antonio, de hablarlo todo ello en presencia de Juan. Al fin y al cabo los tres están muy cerca ahora en el Asubio. Sí -piensa Antonio-, ésta es una buena ocasión de hablar o de callar juntos acerca de Matilda o de nosotros mismos, quizá ahora mismo, esta tarde, pueda esclarecerse todo, tranquilizarnos todos.
– Ya habíamos terminado, Antonio -dice Emilia-, mejor nos vamos y dejamos tranquilo a Juan…
– ¡No os vayáis, estamos bien los tres aquí, a veces me siento un poco solo, echo de menos a Matilda yo también! ¡Quedaros y nos tomamos un whisky!
– ¡Estupendo! -exclama Antonio, contento del giro que toma la situación.
No es la primera vez que se reúnen para tomar una copa (también lo hacían en los buenos tiempos con Matilda), después de cenar o en los días festivos. La relación entre ellos no ha perdido flexibilidad tras la muerte de Matilda, siguen comportándose como amigos, desempeñando cada uno su papel asignado en la casa. Lo único, sin embargo, que la ausencia de Matilda implica -y también ahora en este momento de la tarde- es un considerable grado de reserva o prudencia cuando se hallan los tres juntos: no referirse expresamente a Matilda y sobre todo a su muerte. Los tres sobreentienden (o cada uno de los tres supone que los otros dos sobreentienden) que Matilda está en ellos, en su memoria, en su corazón, en sus vidas, pero que su recuerdo debe permanecer en la reserva de cada cual. Sin duda, la reunión de esta tarde puede ser amable y flexible.
– Mejor yo me voy -dice Emilia levantándose-. Estoy un poco cansada, igual no me sienta bien un whisky ahora, mejor otro día…
Los dos hombres se han puesto de pie ahora para acompañar a Emilia. En su fuero interno Juan Campos se alegra de que esta reunión no se celebre: Antonio, en cambio, lamenta entre sí que esta reunión no se celebre. Están los tres mirándose indecisos: de pronto se abre la puerta del despacho. Entra Fernando Campos:
– ¿No hay nadie en esta casa, joder? ¿Dónde os metéis todos? -exclama.
Antonio Vega piensa que Fernando ha bebido o está drogado: el taco, el gesto de Fernandito, son, a todas luces, desmesurados. Decide Antonio -como otras veces- hacerse cargo de la situación: al fin y al cabo, Fernandito ha sido siempre su pupilo.
– Estamos todos aquí, Fernando. Nosotros tres estamos siempre más o menos en los mismos sitios, Fernando, lo sabes de sobra.
El tono de Antonio Vega es sosegado, tutorial. Es también un tono afectuoso, nada paternalista. Fernando no le mira. Antonio añade:
– Íbamos a tomarnos un whisky con tu padre.
– Ah, muy bien, eso está muy bien. ¡También yo tomaré un whisky con mi buen padre!
Antonio está convencido ahora, al percibir el tono falso, declamatorio, de esta última frase de Fernandito, de que el chico se halla fuera de sí por alguna razón. Antonio vuelve a pensar en la bebida, o quizá ha fumado unos porros, aunque el porro más bien da sueño. Antonio da un par de pasos hacia Fernando y le empuja suavemente hacia el mueble-bar del despacho de Juan, donde siempre está enchufada una maquinita de hacer hielo y donde hay una jarra de agua y la soda. El despacho es amplio, y este mueble bar está en una esquina, así que a un lado quedan Antonio y Fernando y al otro lado, separados por unos cuantos metros, frente a la chimenea, Juan y Emilia. Antonio Vega les observa de reojo mientras conduce a Fernandito hacia el mueble bar. Al parecer Emilia se reafirma en su idea de retirarse. Juan la acompaña hasta la puerta del despacho, y ahí, Emilia fuera ya de la vista de Antonio, Juan dice:
– Tenemos que volver sobre todo esto más adelante, Emilia. Todo esto es, claro está, un misterio, tú me entiendes. No, no se puede decir que sepamos lo que hay o lo que no hay, ¿me entiendes?, después de la muerte. Todas nuestras conjeturas valen lo mismo. Quisiera hablarte de lo más consolador. Matilda está en nuestras manos ahora, está enterrada en nosotros, en nuestra memoria…
(Antonio no acaba de dar crédito a sus oídos. Se sorprende ante la irritación que Juan Campos le hace sentir de repente, al oír estas frases que, a pesar de los cinco o seis metros que les separan, son perfectamente inteligibles. Incluso sospecha Antonio que Juan Campos ha elevado deliberadamente la voz un poco, quizá con intención de ser escuchado por Antonio.) La escena [en su claroscuro de Emilia ya yéndose, invisible, al otro lado de la puerta del despacho y Juan Campos en apariencia visiblemente satisfecho del fraseo de su frase final, que cierra suavemente la puerta del despacho, que regresa a su sillón ante la lumbre, no sin antes haber indicado a Antonio y a Fernando que desea un whisky corto de whisky, y largo de agua y hielo] tiene, en su detallada microfísica, una coloratura de alta comedia benaventiana: una suciedad específica, como la brillante suciedad de las imposturas que sobresaltan a los pobres de espíritu, como Antonio Vega. Todo esto lo ha absorbido Fernandito como una sabia esponja. Siente que ésta es su hora malvada. Ha bebido esta tarde. Bajó a Lobreña temprano y almorzó allí un bocata y varios gin-tonics para ir al encuentro, después, de Emeterio a la salida del taller y pasar los dos una larga hora en el coche, en los acantilados. Le ha gustado como siempre adueñarse de Emeterio. Hacerle olvidar la novieta de Lobreña con quien se aburre o dice que se aburre. Ha sido una tarde ambigua, a partes iguales dividida entre el afecto y el desafecto. Fernandito se da cuenta de que no podría vivir sin el cariño, un tanto inarticulado, de Emeterio. Y la verdad es que siente más celos de la novia de Lobreña de lo que deja ver. No es verdad que Fernandito haya dado vueltas por la casa buscándoles a todos. Acababa de entrar en la casa cuando exclamó esa frase con su joder impreso en ella como un escupitajo. Se siente endomingado de odio y bilis negra, colérico y dulzón como la imagen de una larga víbora. Eso no es él, pero lo imita a veces, como imitamos todos de vez en cuando el mal porque el bien ya está hecho o así nos lo parece en nuestras horas bajas. Por eso ahora cuchichea en el cándido oído de Antonio con la lengua empastada del curda vanidoso:
– ¡Qué hostias andará diciéndola el cabrón! Miente más que habla, y tú le amas, tú, estúpido, ¿sí, o no? No quiero puto hielo.
– Vete a dormir la mona -le cuchichea a su vez cariñosamente Antonio Vega.
– ¡No me iré!
Vaso en mano se acerca a la chimenea Antonio, con el whisky ligero de Juan Campos y el suyo propio. Le sigue Fernandito, que desearía estar incluso más bebido de lo que está. Ha bebido demasiado a lo largo de toda esta tarde, pero el amor de Emeterio y el friacho de la tarde le han barrido la ebriedad y ahora la finge: porque, sin ebriedad, lo que planea difícilmente puede ser llevado a cabo. ¿Y qué es lo que planea? El propio Fernandito no lo sabe, o, mejor dicho, es consciente de que planea causar a su padre un mal mayor que el cual nada pueda pensarse, pero no sabe cómo ejecutarlo o cómo verlo, y además, a poco que su padre, Juan Campos, se empeñara, perdería pie en el amor Fernandito y olvidaría todo el odio y se volvería dulceacuícola y se enternecería de puro amor filial. Pero Juan Campos no está en condiciones esta tarde de ocuparse de ese no muy complejo problema de Fernando Campos. Bastante menos complejo de lo que su hijo cree, porque se trata sólo de un deseo de ser aceptado y amado y no juzgado sino arrullado: una versión paterna y no erótica del amor de Emeterio.
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