Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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¿Puede saberlo, o no puede saberlo? En caso de que Emilia pudiera por introspección o, con más naturalidad, hablándolo con Antonio, entenderse a sí misma, entender en qué sentido este su duelo por Matilda va a consumirla, sin ser por eso mejor duelo, ni tampoco quizá, el duelo que Matilda, hipotéticamente, hubiera esperado ¿qué tendría que hacer? Tendría que dejarse ir y quizá sobre todo dejarla irse a Matilda hacia la nada, esa calcomanía blanca de la nada durmiente que es la muerte final, la blanca, la dulce, la sin duelo y sin regreso y sin voz y sin ser. Pero, ¿no es ésta la fórmula de la infidelidad? No, no lo es. Emilia se debe al amor de Antonio, su amor compartido y también todavía, durante muchos años, a sí misma, a su bienestar, a su felicidad doméstica, a su progreso espiritual… ¿o es que ya no queda nada por hacer, por aprender por sentir? ¿No hay ya ninguna ciudad por visitar, ningún museo, ningún libro que leer? ¿Cómo no va a haber unos tulipanes cuyos bulbos hay que sembrar y que cuidar de octubre a marzo, para a mediados de marzo verlos florecer, rígidos, morados, amarillos, claros, con su elegancia formal de alzacuellos, con su presencia floral, académica, celeste, en los macizos de los jardines en las jardineras de las azoteas? ¿Es que no puede Emilia sobreponerse? ¿O es que, de poder comunicarse con Emilia, no le pediría aquella Matilda anterior a la Matilda enferma y moribunda que se sobrepusiera y recobrara y sustituyera el duelo por la vida verdadera?

Emilia es capaz de ocuparse de unas cosas y de otras. Prefiere de hecho, ahora, ocuparse de las actividades más sencillas, organizar la casa, las comidas, contratar a las asistentas que vienen de Lobreña, hacer la compra ella misma en Lobreña o encargar a Balbafluz que haga la compra para una semana. Ha transcurrido año y pico desde que falleció Matilda. En este tiempo, Emilia se ha plegado a una cotidianidad sin júbilo con ayuda de Antonio. En el último año ha organizado, con ayuda de Antonio, la remodelación del Asubio, donde ha querido instalarse permanentemente Juan Campos. Emilia, durante este tiempo, apenas ha observado a las personas que tiene alrededor: a Juan Campos en primer lugar, cuyo duelo no se diferencia en principio demasiado de su ensimismamiento habitual. Juan Campos parece ahora más ensimismado si cabe que antes de morir su mujer: pero no más triste, no desorientado, como se halla la propia Emilia. En realidad Juan Campos se ha acomodado bien al retiro, se acomodará a la vida en el campo, a la falta de entretenimientos o de amistades. A diferencia de Antonio, que vive el progresivo aislamiento de Juan con inquietud, Emilia no siente la menor inquietud por Juan, ni tampoco por Antonio. Sigue siendo callada, eficaz, amable, y, en último término, distante. Su marido no logra entablar ahora con ella ninguna conversación de importancia: comentan los incidentes cotidianos o ven la televisión juntos por las noches. El recuerdo que Emilia tiene de Matilda es muy preciso, pero no se apoya en objetos exteriores, en recuerdos materiales, en los trajes de la difunta o en sus libros. Apenas quedan rastros materiales de Matilda.

Siempre tuvo a gala no poseer nada especial: ni joyas, ni libros, ni discos, ni fotografías, ni papeles ni cartas: lo retenía todo de memoria y, hoy en día, con los ordenadores, todos los asuntos que tuvieron entre manos están organizados en carpetas virtuales: una vez terminados, los negocios tenían que ser archivados. Matilda no guardaba notas personales de las -en ocasiones muy complicadas- relaciones de negocios que mantenían: no hubiera podido escribir por ejemplo ninguna especie de relato memorialístico, ningún historial autobiográfico de lo que iba resolviendo. Este despojamiento de Matilda, que podía confundirse con, y que quizá era, una voluntad ascética (como si vivir-actuar consumiera todas sus energías), sorprendió mucho a Emilia al principio. Era incluso sorprendente en los viajes el escaso equipaje que llevaba, y era admirable, sin embargo, cómo se las apañaba para resplandecer siempre con sus trajes sobrios, a la última moda, tan bien cortados. Y en esta falta de referencias personales coincidió Matilda desde un principio también con Emilia (tampoco Emilia tenía nada detrás, su insignificante familia pequeño- burguesa de la que conservaba tan pocos recuerdos. Toda su energía se había concentrado en meterse en el banco como fuese, de temporera hasta que apareció Matilda). Ni siquiera el matrimonio con Antonio tuvo al principio para Emilia una connotación de profundidad: era más bien una camaradería alegre, sensual. Era estupendo encontrarse con Antonio a la vuelta de los viajes y que éste no se mostrara nunca molesto o celoso o hiciera preguntas excesivas. Todo esto le pareció a Emilia sinónimo de riqueza de purezas de santidad. No era para Emilia este desapego una señal de desamor, sino al contrario, una mezcla de agilidad y libertad. Amaba a Antonio tanto más cuanto más libre la dejaba, más a su aire. Así que ahora Emilia recuerda a Matilda como quien recuerda un gran impulso, una aceleración química, una Fargedrifla. El uso del propio cuerpo para Emilia, las compresas, las menstruaciones, el olor corporal se resolvía ágilmente como Matilda lo resolvía: como trámites limpiamente resueltos. Ahora Emilia, sin embargo, se siente cansada con frecuencia y ha dado en pasear sola por la finca los pocos ratos que tiene libres. Fuma un poco demasiado ahora, casi una cajetilla diaria. Con Matilda se acostumbró a no fumar, a tomar un Martini seco y unas almendras. Todo se resolvía sin peso. No pesa el corazón de los veloces. Pero hay una presencia de Matilda en Emilia que ahora pesa sin peso, una presencia hecha de ausencia, un no poder olvidarla. Por eso sale al jardín a fumar cigarrillos y a mirar el cielo o se acerca a los acantilados a oír el mar: el retumbo sin tregua, la violencia suicida que evocan los acantilados cortados a pico, la imagen de un cuerpo que se desploma sobre el mar, contagiado de vehemencia asesina, imágenes de vehemencia sin cuerpo en el viento racheado, en los saltos del viento de un cuadrante a otro, y la lejanía donde se pierden los gigantescos petroleros y que evocan un viaje sin retomo, el viaje de la muerte (como en el Faro de Cabo Mayor). Lo peor son las noches. Ahora no duerme. Se levanta muy cuidadosamente para no despertar a Antonio. Toda la casa se cierra confortable en tomo a Emilia como una tenaza, con sus lujosas estancias arregladas, con los muebles traídos de Madrid y donde Matilda no está de ningún modo. La violencia de Matilda al final, quedándose en los huesos, odiando (si es que era odio) a Juan Campos, insultándole, y también a Antonio Vega, a quien aterraba ver a Matilda en ese estado. Emilia era la única compañía que toleraba. Todo el dolor del recuerdo se concentra en esos meses finales.

Ésta es la tarde en que Antonio ha subido a hablar con Fernando Campos. Ésta es la tarde lluviosa, entrecortada, penitencial afuera, en el jardín encharcado, en los batidos árboles y laureles del jardín del Asubio. Se oye el mar, el trueno del mar que no se ve desde la casa. Es ya de noche y las gaviotas se han retirado a sus nidos, a sus empinados nidos de la isla del faro. Se hunden en la tierra las toperas y los laberínticos refugios de los ratones de campo. Hay un silencio anélido y larvario que niega todo lo ígneo del corazón roído, agusanado, exaltado. Todos los sofocados sentimientos de los mortales confirman ahora la mortalidad irreprimible, la disolución inverosímil, la muerte pelada de los osarios. Por fortuna -piensa Emilia esta noche- libramos a Matilda de este destino terrenal y la volvimos celeste. La sabiduría del fuego la transformó en fuego. De la tierra al cielo en compañía de los inmortales. Pero, como es natural, esto es una manera de hablar que traduce un pensamiento que Emilia, propiamente, no piensa, porque Emilia es una chica bancaria, práctica no muy imaginativa y muy poco cultivada. No ha oído hablar del inmortal seguro y sin embargo vive esta clara imagen de fray Luis de León: el inmortal seguro. Emilia no puede pensar aquello que no puede ser pensado -ni por Emilia ni por nadie- sin las andaderas de las interpretaciones y los códigos que nos ayudan a vivir en este mundo interpretado. Para pensarlo tendría que pensar lo que no sabe: ¿cómo puede pensar esas imágenes ígneas de los cuerpos gloriosos que se han vuelto todo alma y por eso vuelan y se mueven sin cansancio en la transfiguración: in der Verklärung? Curiosamente, estas imágenes estos mitos no son fruto de la sofisticación teológica sino del ardiente deseo de los mortales. De aquí que es verosímil que Emilia -sin dar en ello, sin saberlos usar, sin conocerlos- los viva como anhelos de su corazón, y verosímil también que pueda entenderlos rápidamente quizá con torceduras, si alguien se lo explica. Así transcurre la noche, el duermevela de los roedores punteado por el lamento del cárabo, hay una apelación desconsolada al padre de la luz, a la luminosidad de la luz, a la incorruptibilidad de quienes fuimos, de quienes fueron, de quienes amábamos, cuya pérdida irremisible, irrecuperable atenaza el corazón con la tenaza terca de la sensatez, del conocimiento empírico y de la imposibilidad de probar y de creer que volveremos a Vivir vestidos de la carne y la piel que nos cubría. Por eso, tras la impura noche húmeda y arrasada por el viento de lluvia, azotada por el desconsuelo, Emilia, al día siguiente después de almorzar, como un alma en pena, con los movimientos un poco rígidos de quien está bajo los efectos de un somnífero o quizá de la hipnosis se adentra en el reducto donde se esconde Juan Campos, su despacho del Asubio y declara:

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