Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– ¿No sientes frío? -Pregunta Antonio-. Hace muchísimo frío aquí.

– ¿Tienes frío tú? Te enciendo la estufa.

Fernando enciende la estufa. Este gesto de encender la estufa cambia el tono tenso. Los dos se relajan. Y la lluvia se abalanza sobre los cristales como una significación repentina, como un impulso repentino, casi como un abrazo, y subraya el silencio interior, la verdeante juventud dejada atrás, la nostalgia como un garabato ilegible.

– ¿Qué te van a decir en la oficina? ¡Te van a echar!

– ¡Tengo la gripe…!

– Pero, ¿por qué? Es evidente que no tienes la gripe.

– Ah, ¿no?

– No. No sé qué tienes, pero no es la gripe.

– Tenía ganas de pasar unos días en la casa paterna, con mi buen padre. ¿Es eso más verosímil que un gripazo?

– Sería verosímil, estupendo, si no fuera porque…

– Porque no te parece verosímil, ¿es eso?

– Supongo que sí.

– Entonces te parece inverosímil el pretexto de la gripe para pasar unos días con mi buen padre, que se ha retirado, jubilado anticipadamente… ¿estás diciéndome que no soy un buen hijo?, ¿que resulto inverosímil en el papel del buen hijo?

– Fernando, de sobra sabes que no estoy diciendo nada de eso. He subido a verte porque llueve. Llueve y hace frío y he pensado que estabas solo y sobre todo he pensado que yo estoy solo. Y tu padre está solo y Emilia está sola y se me viene la casa encima. Y también porque estoy inquieto, porque tú y yo ya no hablamos como antes.

– Antes hablábamos más, ¿no? -murmura Fernando.

– Hablábamos mucho.

– Cuando tú viniste, me contabas cuentos. Y luego a Emeterio y a mí nos contabas cuentos a los dos, ¿te acuerdas de eso?

– Claro. Por eso he subido. Viéndote entrar y salir estos días, no parar en casa… No sé. Apenas me hablas. Como si no te acordaras del tiempo que pasamos juntos, Emeterio, tú y yo, y tus hermanos, y también tu padre.

– Emeterio se acuerda más que yo. Yo no tengo corazón. Cada vez tengo menos corazón.

– ¡Bah, bobadas!

– Además tú te has puesto del lado de mi padre…

– Pero, ¿qué dices?

– Tú no me quieres ya. Emeterio sí. Por eso voy con él. Tú estás del lado de mi padre, el hijo puta…

– ¡Ah, pero qué dices, Fernando!

– ¡Ahí te duele! ¡Lo ves! Mi padre es intocable, todo lo que hace está bien. Te has puesto de su parte, por eso no hablo contigo, ¿para qué?

Antonio Vega tiene la impresión de estar acercándose a un punto verdadero, a una queja, que puede no ser, sin embargo, un punto de partida. Tiene una sensación de vértigo, como si se viera forzado a resolver un asunto que le desborda. Es verdad que está de parte de Juan Campos, pero no es verdad que eso signifique que está en contra de Fernando Campos. Esta formulación de Fernandito, además, le ha revelado una hostilidad que hasta la fecha sólo imprecisamente percibía.

– No sé de dónde sacas eso: no estáis de un lado tu padre y de otro tú. Es cierto que te encuentro raro últimamente, que me intranquiliza verte intranquilo, no sé, agresivo quizá. Y tampoco entiendo del todo a qué has venido. Entiéndeme: me parece estupendo que estés aquí, pero es como si a la vez no quisieras estar… Y el caso es que esta tarde no he subido a tu cuarto por ti, sino por mí. Me sentía confuso y melancólico, con toda esta lluvia y esta casa tan solitaria. Y Emilia y tu padre tan apagados. Me gustaría hablar de todo esto contigo… si tú quieres. Además, acuérdate, tú y yo hablamos de los demás desde que eras casi un crío, cuando había dificultades, con tu hermana o con tu padre o tu madre, tú y yo lo hablábamos primero. Así que hoy he venido a hacer lo que siempre hice, lo que tenía costumbre de hacer, discutir estas cosas contigo.

– Ya no soy el que era, ya no tengo gana de hablar de nadie, ya no hay nada que hablar. Está todo acabado.

Ha parado la lluvia, esta lluvia del norte que no cesa, va y viene. Como si nos hablara, se acrecienta y decrece, a su aire, acompasándonos, dejándonos hablar e interrumpiéndonos, silenciándonos cuando es fuerte y volviéndonos elocuentes e íntimos cuando se debilita y parece borrarse. Ahora parece que la lluvia se ha borrado y es ya de noche o parece de noche, y la estufa eléctrica, que es la única luz de la habitación, deja en penumbra a Antonio y a Fernando en esta hora de confesiones y de milagros. Antonio piensa de pronto que hace falta un milagro para esclarecer el corazón y amansarlo, pero Antonio no cree en los milagros. No hay milagros -insiste Juan Campos-: en los milagros se cree porque no existen y a veces invocamos a los cielos, a los dioses, pero una invocación no es un acto de conocimiento y no nos dice nada acerca de lo invocado. Sería preferible

– dijo Juan Campos en una ocasión, cuando la muerte de Matilda era ya inminente- que pudiéramos acogernos a esa enraizada esperanza humana de que lo imposible es posible y sucederá si lo invocamos. Por eso lo invocamos y nuestra esperanza se disuelve a cada invocación… Lo mismo que la lluvia -reflexiona ahora Antonio-. Parece haberse disuelto la lluvia, haberse callado para que podamos oírnos mejor Fernandito y yo.

– ¡Pero tú eras brillante, Fernando, tan brillante, más listo que todos nosotros! ¡Juan cuánto te amaba! ¡Y yo mismo!…

– Ah! ¿Tú también?

– Claro. Yo también. Yo el que más.

Fernando está contento ahora. Siempre acababa ahí con Antonio, contento al final. La lluvia racheada arrecia y se ensombrece Fernandito de nuevo. La viveza del contraste entre la calidad ingenua del afecto que Antonio siente por él y lo que lleva dentro: su mala baba le hace palidecer y adensarse como la niebla una tarde de niebla ensordecida. [Y el caso es que en ese afecto cree Fernandito, como quien cree en la solidez de la tierra firme al embarcarse y salir a maganos un atardecer estival. Y detenida la motora sobre la sospechada balsa de maganos, el olor a gasolina impregna el aire en el interior de la motora mareándonos un poco. Y el balanceo en mar abierta, la ondulación túrgida de las olas gruesas y redondeadas, profundamente azules como alcores, el chapoteo del choque contra el casco, el vaivén, la tierra firme, el espigón del puerto al regreso, la peligrosidad del mar y la certeza de la tierra firme a lo lejos.] Así que Fernando cree en el afecto profesado por Antonio, pero se le ensombrece el rostro, los ademanes se le ensombrecen al recordar el motivo que le hizo venir despendolado al Asubio la otra noche, el aborrecimiento impulsor que suma y multiplica todos los recuerdos desabridos, toda la negatividad hecha un pelotón, compacta y dura y brillante como las cagarrutas de las ovejas. Y Antonio advierte confusamente lo que sucede en su interlocutor. Y tiene la impresión de que hablar con Fernandito esta tarde es como agitar un pisapapeles nevado, de tal suerte que al invertirlo nieva sobre un pueblecito aterido y una vez retornado a su posición normal y posada la nieve y hundido casi el pueblecito en ella, clarificado el esférico cielo cristalino, puede volverse a pensar en los cálidos hogares y en los pucheretes donde murmura el sabroso cocido de alubias y el tocino reluciente. Por eso, ahora Antonio Vega vuelve a retomar la conversación que interrumpió, el hiato que dejó la lluvia, que dejó la ausencia, rellenar el vacío, el intervalo entre lo dicho y lo no dicho, lo pensado y lo impensable o todavía no pensado:

– Le haría mucho bien a tu padre que le llevaras a dar una vuelta en tu coche, que os bajarais los dos a Lobreña a tomar unas cañas. ¿Te acuerdas cuando bajábamos todos a Lobreña, vosotros erais todavía niños o casi niños y tomabais Fantas de naranja y limón y tú querías probar la cerveza y te dejaba yo beber de la mía un buen sorbo?

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