Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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El olvido es el dato más indiscutible de nuestra memoria. Juan propuso esto con una cierta vivacidad: mantuvo con vehemencia que el pasado personal era esencialmente modificable y la prueba estaba en que, confrontados los recuerdos de cualquiera de nosotros con una hipotética relación cronológica, siempre se descubría que la memoria era infiel. Juan añadió en aquella ocasión que éste era un punto filosófico trivial pero comprobado una y otra vez: los recuerdos son construcciones que se hacen desde el presente hacia atrás y nunca son exactamente fieles. Emilia guardó respetuoso silencio en aquella ocasión, pero tomó esta declaración de Juan muy a mal. Le dijo a Antonio por la noche: Mira, con todo respeto, Juan se equivoca. Dice eso de la mala memoria porque él tiene muchas cosas en la cabeza. Pero nosotros no. Ni mi madre ni mi abuela tenían gran cosa en la cabeza, casi no pasaba nada nunca: lo poco que pasaba lo recordaban palabra por palabra. Yo lo mismo. A Antonio le sorprendió esta declaración sobre todo porque Emilia rara vez hacía referencia a su pueblo un pueblito en los Picos de Europa, en la raya con Asturias, de donde había salido para estudiar mecanografía y contabilidad en Madrid y preparar la oposición al banco. Esta noche, Emilia no está discutiendo ya nada con nadie, y mucho menos con Juan. Se siente como anestesiada, como quien se ha desvelado y vuelve a quedarse dormido. Y sueña con nitidez una escena muy punzante y precisa que le recuerda escenas de su vida pasada. Tiene la sensación de que lo representado oníricamente sucede de verdad fuera del sueño. Así Emilia esta noche, durante un largo rato -por algún motivo Antonio, que ha pasado la velada con ella como de costumbre, se ha ausentado, quizá le ha llamado Juan como hace a veces-, está sola, entrecerrados los ojos, recuerda cómo fue al principio. Y lo que recuerda está, por de pronto, dotado de la evidencia imbatible que corresponde a una percepción actual: parece que está volviendo a verlo: Emilia entró en el banco con un contrato temporal de seis meses para una campaña de verano en el departamento de cheques de viaje. Vio el cielo abierto. Fue considerada una chica muy despierta, mucho más que sus otros compañeros y compañeras del mismo contrato temporal: creyó que al final de la campaña le ofrecerían un contrato indefinido. Emilia tenía un poco de pie en aquel banco porque uno de los conserjes era hermano de su madre e iba algunas veces, los domingos, a comer a su casa. Al cabo de los seis meses se acabó el contrato y Emilia se quedó en la calle. Se desconcertó mucho porque no creyó que mereciera ser despedida y también porque había creído que los jefes, el apoderado de cheques de viaje, los otros jefes y oficiales del departamento, la estimaban mucho.

Todos, a decir verdad, lamentaron que tuviera que irse. Pero no estaba en su mano hacer nada. Las decisiones relativas al personal contratado venían de Personal, de la Central, y eran inapelables. El único consuelo fue que Emilia entró a formar parte de una lista y le aseguraron que estaba una de las primeras (era, al parecer, un listado por puntos). Quitando la familia del conserje, no conocía a nadie en Madrid. Se colocó en uno de los turnos de un Burger King, un mal turno que empezaba a las ocho de la tarde y duraba hasta las dos de la madrugada. Ahí aguantó como pudo. Volvieron a contratarla en el banco al cabo de seis meses. Volvió a ilusionarse. Y el contrato se terminó sin que le hicieran un contrato indefinido. Entonces conoció a Antonio Vega. Entonces, también, se encontró con Matilda, que hacía sus prácticas en el banco. Dio la casualidad de que pasaron casi un mes en el mismo departamento en créditos documentarios. Matilda recorría los diversos departamentos del banco y todos los compañeros sabían que era una chica rica, que estaba aprendiendo el oficio desde abajo. Matilda y Emilia se cayeron bien. Emilia quedó fascinada: ésta es la sensación de verosimilitud, la sensación de verdad, la impresión de evidencia actual que la remembranza de Emilia ha cobrado de pronto esta noche: nunca había conocido una criatura como Matilda. El glamour de Matilda le pareció a Emilia una cualidad mística de su nueva amiga: no dependía de sus bien cortados trajes, de la habilidad con que hablaba en inglés o en francés, indistintamente, del sentido del humor o de la rapidez con que aprendía los intríngulis del negociado todos aquellos créditos de importación y de exportación los Incoterms, el tedioso papeleo. Su habilidad para redactar los teletipos que luego se alineaban como cómicos lacitos por orden de urgencia en una mesa para ir siendo enviados a sus destinos, los célebres ticker-tapes. Matilda parecía haber nacido en medio de todo aquello. Estaba de buen humor todo el tiempo. Nunca Emilia había conocido a nadie igual. Pasaron los seis meses y Emilia tuvo que volver a la calle. Matilda continuó en el banco todavía. Se reunían a tomar café algunas tardes. Entonces fue cuando hablaron de Simone de Beauvoir, de los proyectos de Matilda. Fue entonces cuando Emilia manifestó su desesperación ante aquella precariedad laboral, que la reducía a la condición de mano de obra casi sin cualificar, sustituible en cualquier momento por cualquiera a la que podía ilusionarse con promesas laborales que nadie después tenía el poder de cumplir. Siguió saliendo con Antonio que era ya auxiliar administrativo.

Cuando Matilda terminó sus prácticas embarazada de Jacobo, su primer hijo, Emilia estaba cesante una vez más. Y Matilda le ofreció un puesto en su casa. Tendrás que ayudarme en todo, hacer de todo. Tendrás que fregar y que lavar y que planchar, más o menos igual que yo. Es un puesto en el servicio doméstico lo que te ofrezco, Emilia, dijo Matilda con toda claridad. No tienes por qué considerarte atada a este empleo. Tómalo como un sustituto ligeramente menos estúpido que el Burger King. Emilia no lo dudó. Y sucedió que aún cuando pasados seis meses esperaba ser llamada de nuevo, cada vez se sentía menos inclinada a cambiar el considerable trabajo de la casa de los Campos por el trabajo temporal en el banco. Sucedió además que en esa tercera ocasión no transcurrieron seis meses sino diez meses. No vale la pena, Matilda, me quedo contigo, dijo. Y las dos se echaron a reír. Transcurrieron así algo más de tres años. Para entonces -e impulsada por Matilda- se creó una especie de noviazgo entre Emilia y Antonio. Matilda no tuvo nunca dudas: estaban hechos el uno para el otro. Y Emilia tenía que reconocer que Antonio era un chaval majo desde todos los puntos de vista. Era guapo, era tranquilo, era muy trabajador y la quería. Pasaban juntos los fines de semana. Emilia se acostumbró a considerar a Antonio su pareja.

Esta noche Emilia sonríe sola, entrecerrados los ojos, la viveza de esa casi percepción actual le hace sonreír. Y Emilia recuerda ahora con gran intensidad que el sentimiento predominante de aquellos años fue la gratitud y la admiración por Matilda. Matilda le pareció una criatura celeste, libre de todas las babosas adherencias de lo celestial o de lo fabuloso de lo ilusorio: Matilda tenía la claridad de las cosas reales, de las personas auténticas, de las amistades duraderas y profundas. Y estos sentimientos de Emilia fueron calando lentamente en Antonio Vega que tenía buena fama en el banco, era un buen auxiliar administrativo, con muy escasas posibilidades de hacer carrera, ni siquiera al más modesto nivel, en el banco. Hacen falta cuatro trienios para ser oficial primero, eso son doce años, declaró un día Antonio. Era un domingo por la tarde. Estaban sentados a la mesa de la cocina del piso de Madrid, Emilia, Matilda y el propio Antonio. Juan trabajaba en su despacho. Era esa pausa entre las seis y las siete de la tarde que precedía al momento de bañar y acostar a los niños. El piso de los Campos en Madrid tenía, por aquel entonces, un vigoroso aire de nursery y de campamento juvenil. Juan Campos trabajaba en sus cosas y no ayudaba nunca en los trabajos de la casa, Matilda y Emilia lo hacían todo. Emilia consideró que aquellos años fueron los más felices de su vida. Y Antonio fue, poco a poco, viéndose envuelto en el circuito bien humorado de la vida de las dos mujeres y los tres niños. En otra ocasión repitió Antonio como reflexionando en voz alta: con suerte dentro de doce años seré oficial primero. Y los tres se echaron a reír, Antonio el que más. Y exclamó: ¡qué carrerón llevo! Por ahí empezó Antonio a considerar que un destino posible sería emplearse él también en casa de los Campos. ¿Pero para hacer qué? La cosa quedó en suspenso.

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