Hombre sin embargo, Mr. Turpin, distraído por consiguiente, impreciso, dejaba insatisfactoriamente en fárfula una parte, la más enérgica, de esta unificación. Un hombre práctico, un hombre de negocios que se divertía con el talento natural para los negocios con la astucia, la mano izquierda con el maquiavelismo adolescente de la hija, y no llegaba a entender lo serio, lo deliberado, lo artificiosamente estricto de la intención filial. Así que las cosas quedaban siempre ablandadas al final, sin resolver del todo. Los afectos firmes sin cuajar del todo, la voluntad de identidad y de fusión de la hija. Con Emilia, en cambio, la gran empatía de las dos mujeres aún jóvenes se formó mutuamente, se tradujo simultáneamente a una sola voluntad desde las dos voluntades en acto. Así que, ¿qué papel cumplían ahí los hombres, Juan Campos primero, Antonio Vega después?
– Yo adoro a Juan, éste es el dato más claro de mi vida. Hijos no, marido sí, éste es el lema de mi vida, pero, ¿y tú?
– Para mí todos los hombres son accidentales, no me casaré nunca. Y, por cierto, ¿qué me cuentas de tus hijos?, ¿qué pasa con ellos?
– Nada. ¿Qué va a pasar? Es natural que tenga hijos, ¿no? Es irreprochable. No son una carga.
Y sin embargo Emilia hizo sitio a Antonio Vega, aquel joven guapo que la trataba con admiración y deferencia. Se conocieron en el banco, donde también Antonio era auxiliar administrativo en la sección de créditos documentarios. Charlaban junto a la máquina del café, en los pasillos. Tomaban cañas a la salida. Antonio fue arrastrado por Emilia antes de que ninguno de los dos se diera cuenta. Salieron varias veces juntos. Emilia era virgen entonces. Antonio parecía amarla en paz, dejándola tranquila echando hilo a la cometa del alma enérgica de Emilia. Aún no eran ni siquiera novios cuando Emilia presentó a Antonio Vega al matrimonio Campos. Antonio era un muchacho sencillo y perspicaz. Matilda, y quizá más todavía Juan, establecieron entre la joven pareja una relación indisoluble, los casaron por decirlo así. Antonio continuó en el banco un par de años o tres hasta seguir a Emilia a casa de los Campos. Juan Campos se acostumbró a Antonio Vega, por analogía quizá con la relación establecida entre Emilia y Matilda. Una vez establecidas las dos parejas, no volvieron a cuestionarse ninguno de los cuatro el origen de ambos emparejamientos. ¿Y por qué no? Porque formaba parte integrante de la voluntad de coincidir, la voluntad de nunca disentir, la voluntad de no quebrar o quebrantar lo constituido indisolublemente. Es difícil saber a estas alturas si fue el carácter de los cuatro individualmente considerado, los cuatro distintos caracteres, lo que se intercaló entre sí sin fisuras, o si la voluntad de intercalarse indisolublemente precedió a lo intercalado e hizo que velozmente alcanzaran su configuración final, la forma unificada que llegaron a tener en resumidas cuentas.
Antonio Vega está intranquilo. Le intranquiliza la presencia de Fernando en la casa y le intranquiliza la creciente introversión de Juan Campos. Haberse traído consigo tal cantidad de objetos de valor, que tapizan ahora el Asubio, le hace sentirse alerta: como si los objetos, las cosas, se le hubieran vuelto a Juan andaderas para una vida que no sabe cómo continuar. Realmente, no está haciendo nada en el Asubio -piensa Antonio-: es sólo un retiro, un apagamiento del mundo exterior, sale de paseo con regularidad por los acantilados pero no contempla el paisaje, sino que lo recorre cabizbajo, con una lentitud que recuerda los andares de una persona de mucha más edad. La otra intranquilidad de Antonio Vega es Emilia.
Transcurrido ya un año largo de la muerte de Matilda, Emilia no ha tomado ninguna iniciativa, o ha vuelto a hablar de ningún proyecto propio: se ha plegado a un imaginario papel de ama de llaves que será casi innecesario en esta casa donde sólo estarán ellos tres la mayor parte del año. Y no resulta fácil para Antonio comunicarse ahora con Emilia. Siempre se amaron, en la cercanía y en la lejanía. Los años del despegue de Matilda, sin embargo, la separación física al menos, fue una dificultad. Pero no una dificultad insalvable. Lo único que realmente cambió con la muerte de Matilda es que ahora, en la casa, apenas hay actividad alguna. Mientras vivieron en el piso de Madrid y Juan tenía aún sus clases, esta inactividad era menos visible, también en una ciudad como Madrid había más recados, incluso más visitas. Juan salía más a la calle. Pero ahora, en el Asubio, está a punto de producirse un efecto de clausura, una mónada sin puertas ni ventanas, porque el campo y el paisaje invernal son galerías que conducen la conciencia hacia sí misma. De pronto Antonio se descubre a sí mismo como bajo los efectos de una anestesia local en la silla del dentista (como quien percibe gigantescas operaciones indoloras efectuadas en sus encías, taladros de un torno implacable que le harían gritar y que apenas son una fuerza sorda próxima al paladar al borde temblón de la lengua): así la intranquilidad de Antonio Vega está hecha en parte de la excesiva tranquilidad que parece envolverles. De pronto ninguno de los tres parece dispuesto a tomar iniciativa alguna. La presencia de Fernandito, a mayores subraya la falta de iniciativa de ellos tres, con repentizadas iniciativas juveniles que consisten en su mayor parte en pasar el día con Emeterio, o dar vueltas con el Porsche por los alrededores o almorzar y cenar en casa de Boni y Balbanuz. Y Fernandito -en opinión de Antonio Vega, una opinión que reconoce en parte viciada- hace las veces de un testigo indeseado, un contemplador frío, un juez extranjero que juzgará lo que sucede en la casa. Fernando Campos hace, en opinión de Antonio, que todo cuanto sucede en la casa, todo cuanto no sucede, resulte más anómalo, más solitario, más intranquilo que si sólo los benevolentes ojos de Antonio Vega lo vieran.
Esta noche Emilia está sola en su lado de la casa. Está sola y recuerda cómo empezó todo. Es, en realidad, un momento tranquilo, equivalente a la suspensión de un dolor intenso y continuo a consecuencia de un calmante. La emoción rememorada en calma hace las veces de calmante ahora. Tiene Emilia la impresión de que sus recuerdos de lo que sucedió al principio, las personas de entonces, el Antonio de entonces, el Juan de entonces, Matilda misma, se suceden en su conciencia con la precisión, distante y próxima a la vez, de ciertos sueños. Emilia no está muy segura de ser capaz, por sí sola, de calificar esta nítida remembranza de ahora. Tiene la impresión, sin embargo, de que una ordenada sucesión de imágenes alejadas pero también clarificadas, se presentan ante su conciencia: tiene una sensación de transcurso, como se tiene cuando soñamos: tiene la impresión de que asiste mentalmente a una historia que le resulta familiar -no obstante algunas variantes curiosas e incomprensibles- y que equivale más o menos a lo que siempre ha sentido por los primeros tiempos de su relación con Matilda y con la familia Campos. Emilia no es especialmente reflexiva o intelectual y, por lo tanto, su relación con el propio pasado recuerda un poco los relatos de la gente de campo (de hecho, Emilia tiende, en conversaciones con Antonio, a asegurar que sus recuerdos son precisos: lo aseguraba también en vida de Matilda, a veces discutían por eso). Preguntaba Matilda con frecuencia: ¿cómo fue esto o aquello? Por ejemplo ¿qué le regalamos a Andrea cuando cumplió doce años?: Emilia siempre estaba segura de poder decir con toda exactitud en qué consistió ese regalo. Era porfiada en esto de la memoria y propensa a proceder con una cierta terquedad pueblerina si Matilda o Antonio o Juan le discutían la exactitud de su rememoración En una ocasión, Juan declaró: es casi imposible que te acuerdes, Emilia, digas lo que digas… salvo que hayas tomado notas, hayas registrado lo que ocurrió en un diario. La memoria modifica todos sus contenidos constantemente.
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