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Álvaro Pombo: La Fortuna de Matilda Turpin

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Álvaro Pombo La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006 Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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Emilia recuerda esta noche algo más: ahora mismo acaba de recordar lo más importante de todo: lo fascinante de Matilda, de aquella Matilda de entonces, fue que con todo su glamour de chica rica y de universitaria distinguida se aplicase competentemente a las monótonas y rutinarias tareas de la crianza y del cuidado de la familia. Este contraglamour este contrapunto vivísimo, que Matilda practicaba sin prestar la menor atención al asunto, consagró de una vez por todas la admiración que Emilia sentía. Si Matilda se hubiera quejado de las tareas del hogar, si hubiera viajado en exceso o lamentado en algún momento su aparentemente irremediable destino convencional de mujer casada a la española, Emilia se hubiera desilusionado de inmediato. Pero Matilda no fallaba nunca, no dudaba nunca. Creía fervorosamente en lo que hacía. Y era capaz, además, de discutirlo con Emilia y con Antonio, y también con Juan cuando comían juntos los cuatro, al nivel teórico del papel de la mujer en la vida contemporánea. Matilda no tuvo nunca miedo a nada. Ni al cansancio, ni a las contradicciones, ni al aburrimiento ni, dieciocho años más tarde, al despegue, tras morir su padre, como financiera.

La noche es un hormiguero esta noche. Ahora el duelo de Emilia está todo hecho de alivio. La falta de Matilda da de sí esta noche una como percepción actual de la Matilda de los primeros tiempos. La conciencia hormigueante de Emilia hace venir la memoria, hace memoria casi perceptiva de aquella Matilda Turpin de treinta años que no era nada española. Matilda fue la primera mujer extranjera que Emilia conoció y a través de Matilda tuvo Emilia su primer contacto vigoroso con el inglés, con el francés, con los viajes europeos, a Londres sobre todo, acompañando a Matilda para que sir Kenneth viera a sus nietos y desmañadamente les montara en ponis y les contara historias desmesuradas de caza y pesca en su bronco inglés de bebedor y disfrutador de la vida. Que Matilda fuera de pies a cabeza española (su madre, fallecida muy joven, pertenecía a una

ilustre familia malagueña, una de esas viejas familias camperas de la Andalucía interior) hacía más notable, a ojos de Emilia, su profunda distancia con la mujer española al uso. Muy al principio del contrato con Matilda, cuando salió a relucir la desteñida expresión el servicio doméstico, Matilda se había apresurado a añadir: ¡Entiéndeme bien, Emilia! Yo no necesito sumisas criadas filipinas en mi casa. El empleo que te ofrezco no es de empleada del hogar (pocas cosas detesto más que esa noción: servir). ¡Ni tú serás una criada ni yo seré una maruja española! Matilda dijo esto con gran vehemencia y luego se echó a reír. Construida en futuro, la expresión tenía un carácter programático una declaración de principios casera.

Emilia recuerda que Matilda fue explicando esto en detalle durante un cierto tiempo. Estaba encantada de criar a sus hijos, atender a su marido, cuidar su casa. Pero quería hacerlo resueltamente: esta idea de vivir resueltamente era importante para Matilda: todo menos enfangarse en las ñoñerías de las amas de casa. Resolver en dos o tres horas todo lo que puede ser resuelto en ese tiempo y dedicar el resto a cualquiera de las miles de cosas interesantes que podían hacerse en la vida: una de las cosas interesantes que Matilda consideraba que Emilia debía hacer era aprender inglés, la otra era sacarse el carnet de conducir. Aseguró Matilda que, a juzgar por el remango que Emilia ya manifestaba, en un par de años hablaría el inglés con soltura. Y así fue. La propia Emilia no lo creía: la confianza que Matilda puso en ella hizo milagros. Si crees que soy capaz de hacerlo, lo hago -decía-. Y así fue.

Esta noche lúcida y subterránea de repetición de la vida, Emilia piensa que el tiempo voló aquellos años: dieciocho años pasaron de golpe, porque no pesa el corazón de los veloces y porque en casa de los Campos las dos mujeres, los tres niños -y quizá también el propio Juan, aunque esto era más dudoso- vivían en un estado de rutinaria exaltación.

Una parte de la vida doméstica de Matilda consistía en hacerle de secretaria a Juan. Tres o cuatro tardes a la semana, a partir de las ocho, una vez que los niños estaban acostados, Matilda se encerraba con Juan en el despacho y pasaba a limpio sus apuntes sus conferencias, sus resúmenes de libros, sus artículos para las revistas filosóficas. Tenía instalada una mesita en un rincón del despacho donde escribía a máquina. Comentaba a veces, en broma, que seguía la estela de dos famosas españolas que hicieron de secretarias a dos famosos intelectuales españoles, Zenobia Camprubí y Carmen Castro. Esa referencia no le hacía gracia a Juan, que se limitaba a decir, cada vez que salía el tema, que él estaba muy lejos de parecerse a Zubiri o a Juan Ramón. Emilia no entendía estas referencias al principio: fue entendiéndolas después. Una cosa sí entendió desde un principio Emilia: que la presencia de Matilda en el despacho escribiendo a máquina e interesándose por la filosofía le impacientaba muchísimo a Juan. Y sorprendía a Emilia esta impaciencia -que determinaba un raro nerviosismo durante las cenas, al acabar las sesiones- porque Juan daba la impresión de ser un hombre tranquilo. No había ninguna explicación, o a Emilia no se le ocurría ninguna. Y, desde luego, nunca se atrevió a preguntar nada. Pero resultaba extraño observar durante las cenas, o en alguna ocasional entrada de Emilia al despacho con recados, que Juan apenas leía mientras estaba su mujer con él y se esforzaba por teclear él mismo sus artículos en su vieja Underwood. Juan Campos era torpe manualmente. De ordinario escribía todo a mano, con una caligrafía enrevesada, que sólo Maltida era capaz de descifrar con rapidez. Matilda le tomaba el pelo a veces: ¿por qué te empeñas en escribir a máquina cuando yo escribo a máquina? Esto no es un campeonato. Lo hago yo mil veces mejor que tú, es infantil. Y Juan sonreía y no contestaba. Y la escena de la impaciencia y el nerviosismo se repetía una y otra vez. Contra todo pronóstico, Juan Campos aceptó sin poner inconvenientes que Antonio Vega dedicara una parte de su tiempo libre, sábados y domingos, a pasarle a máquina sus notas. Las mujeres bromeaban entre ellas: ¡está visto, los hombres con los hombres! Y la verdad es que esto parecía ser verdadero en el caso de Juan. Antonio era, por supuesto, un mecanógrafo velocísimo, mucho más ágil y veloz que Matilda, aunque el desciframiento de la caligrafía de Juan supuso algunos convenientes al principio. Juan entonces descubrió que era más cómodo dictar sus textos que escribirlos a mano. Antonio cobraba un pequeño salario por sus trabajos de sábados y domingos. Pero esta actividad mecanográfica acabó invadiendo casi todas las tardes de ambos días. De aquí que Antonio se quedara sin descanso de fin de semana. Así fue como los cuatro comenzaron a debatir si Antonio debía dejar el banco o no. El sueldo no era obstáculo, ni la seguridad social tampoco. La cuestión parecía ser, más bien, el poco contenido de un empleo semejante: Antonio estaba acostumbrado a trabajar duro en el banco. La jornada de ocho horas era un asunto serio. Y lo máximo que Juan Campos necesitaba al día eran de una a dos horas de dictado. De haber estado Antonio decidido a hacer una carrera bancaria las cosas hubieran seguido como estaban. Pero Antonio no se veía a sí mismo progresando laboralmente gran cosa en el banco. Así que poco a poco los cuatro fueron haciéndose a la idea de que Antonio acabaría instalándose en casa de los Campos y ayudando a título de factotum, a Juan por una parte y al cuidado de los niños por otra. Los niños iban creciendo: los tres daban la impresión de haberse contagiado de la velocidad de crucero de Matilda y de Emilia. Fue Antonio quien sugirió que él podía hacerse cargo de ciertas actividades complementarias como el deporte o salir juntos de excursión. Y así fue como poco a poco Antonio Vega se instaló en la casa. La acomodación espacial de las dos parejas: todo un lado del piso de Madrid, con su cocina y su cuarto de baño para una pareja, todo el otro lado para la otra. Este arreglo espacial se mantuvo siempre así hasta el final. Y fue una organización de la vida doméstica que satisfizo a Juan Campos, quien disponía ahora de un secretario perpetuo y se veía libre de la presencia secretarial -siempre un poco demasiado agitante- de Matilda.

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