Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin
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- Название:La Fortuna de Matilda Turpin
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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация
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Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.
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– Sí, me acuerdo. Claro que me acuerdo, pero también recuerdo que tú no tenías importancia. Daba igual lo que hicieras tú, que me querías, porque con tu afecto ya contaba y podía descontarlo. En cambio, no podía contar con mi padre.
– ¡Pero sí que podías!
– No podía contar con mi padre. Le entretuvo durante un tiempo el que yo fuera vivo y listo y tramposo. ¿Te acuerdas que le divertía que le hiciera trampas jugando al parchís y a la brisca? ¿Te acuerdas de eso?
– Claro. Cómo no voy a acordarme: se reía mucho contigo.
– Le hacían gracias mis maldades. Recuerdo que decía: es igual que su madre, y yo era muy pequeño y, cuanto más le oía decirlo, más malo quería ser, más malo que malo…
– Eras un granuja, Guillermo el travieso. Eras Guillermo el travieso.
– Sí, tú nos leías aquellos libros de Richmal Crompton, ¿te acuerdas? Guillermo el conquistador, Guillermo el travieso. Yo hasta quise ser Matón-kikí, la niña traviesa de los cuentos de Celia. Todo porque quería hacer reír a mi padre, que me riera las gracias. Eso se acabó. Todo está acabado, ahora hay que dar a cada uno lo suyo, a eso he venido, a darle su merecido.
Antonio Vega siente un escalofrío. Ha anochecido. Mane nobiscum Domine quoniam advesperascit. Quédate con nosotros, Señor, porque atardece. Ya es de noche y la lluvia es ahora la noche retumbante, exigente, vengativa, que no comprende la cálida piel de los topos y de los ratoncitos de campo, que no siente los escalofríos de quienes sienten escalofríos, ni el malestar de quienes calados de agua se meten al asubio y encienden un fuego de encina, o las estufillas o los braseros de las camillas. La lluvia odia el fuego y el calor y la sensatez y el sentido común y corrompe la entereza de los corazones y enferma a los bebés, les acatarra. Y los gatos la odian: la odiosa lluvia virginal, alta y dura y monótona y viva y cruel y resplandeciente y tenaz, terca y tenaz, que cala los pudrideros de las tumbas, pulveriza los rasos de los ataúdes bajo tierra, anega el corazón insignificante y todas las referencias amorosas y el amor…
Fernandito ha contemplado a Antonio en silencio. La lluvia se ha hecho cargo de la habitación y de ellos dos. No han llegado a ninguna conclusión. Y Fernandito no se ha enternecido ni se ha abierto. Ahora dice secamente:
– Como ves, mi buen Antonio, tan pánfilo como siempre, no hay ninguna conclusión que sacar, no puedo ser convertido, transformado, enderezado, persuadido, dulcificado, recobrado, nada es recuperable ya, y el único sentimiento final, el único dato absoluto, es el rencor que siento contra mi padre y casi contra ti, aunque no lo parezca.
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Algunas veces, en Estados Unidos, lesbianas, se lo preguntaron: ¿sois amantes? Ejecutivas guapas, delgadas, guasonas, con la ternura insólita de Lesbos insepulta en sus lencerías. Siempre lo negó. Nunca la creyeron. Se atormentaban en vano viéndolas juntas. Hubiera sido verosímil: a las agresivas newyorkers de Wall Street siempre les pareció inverosímil lo contrario. Y, sin embargo, fue la verdad. Matilda decía: nuestra imagen existe en la acción. Nuestra poética es la acción. Las dos amamos la acción. Como en su día la amaron los hombres, la vida activa, los negocios: ahora nos toca a nosotras. Y la acción es la escapatoria absoluta, la liberación de la mujer más profunda: estamos inventándonos en la acción. Ninguna definición, ninguna foto fija nos atrapará. Ninguna definición de papeles convencionales o no, ningún antecedente determinará lo que venga después. Nosotras inventaremos el después y, por lo tanto, también el antes. No somos nada tú y yo, sólo acción. Nuestra capacidad de actuar, de producir constantemente más y más acciones nuevas, ésas son nuestras seguridades nuestra seguridad nuestros títulos, nuestra cartera de valores. Y añadía Matilda Turpin: y esta imaginería tomada de la bolsa es, y las dos lo sabemos, certera y trivial, superficial claro está que sí. Una instantánea verbal de usar y tirar porque en la acción tú y yo acabamos siempre más allá, renovadas, relanzadas, a salvo de todas las teorías y enternecimientos de nuestras colegas lesbianas, de nuestros colegas machistas.
Eran cosas que Matilda Turpin decía deprisa. Mientras hablaba de los asuntos que tenía entre manos, a la vez que calculaba las posibilidades de un negocio, las ventajas e inconvenientes de una inversión o sopesaba la confianza o desconfianza con que había que tratar a determinado individuo, circunstancialmente amigo o enemigo, en un préstamo sindicado, en un contrato a tres o cuatro o cinco bandas. Era una filosofía elemental. Como el pie de una foto, las headlines llamativas de un recorte del Financial Times. Todas las conversaciones entre las dos, que no eran de negocios, cobraban esta tonalidad circunstancial, accidental. Y, aunque Emilia, a lo largo de los años, había ido detectando curiosas repeticiones dentro de la agigantada variación en que llegó a consistir su sistema de vida, nunca se atrevió a ponerlas de relieve o en palabras, nunca le pareció oportuno discutirlas, verbalizadas, con Matilda, ni siquiera en sus momentos más íntimos. Y no había, bien mirado, momentos más y menos íntimos entre ellas: era más bien una intimidad reasegurada, afincada en la coincidencia de las intenciones de las dos. El entendimiento agente común. La ejecutividad profesional, la eficacia admirable. La radiante estela blanca del reactor remotísimo que describía en el firmamento, sobre las ciudades y las inmensas estepas del mundo, un rastro arcangélico. El mundo de Matilda y Emilia se dividía en dos partes: acción y contemplación o, dicho de otro modo, lo actuado y lo contemplado en su resguardado reino allá en España, en Madrid o en el Asubio. La fidelidad no se nutría de la memoria del pasado, sino del futuro continuamente instantáneo, una posesión perfecta tenida toda a la vez ante los ojos de la intención, en la acción. No había, por consiguiente, nunca miedo, temores, reservas o dudas. Matilda Turpin no dudaba nunca. Y Emilia aprendió a no dudar y a detestar las dudas y las vacilaciones. Matilda recordaba [y esto sí que era un recuerdo, que Matilda asociaba siempre con breve ternura a Juan y a los primeros días de su enamoramiento] unos versos de la décima Elegía de Duino [era un recuerdo verbal con comentario incluido -y Matilda siempre subrayaba que el comentario no era original sino literalmente una paráfrasis del comentario que hizo Juan cuando se lo leyó a Matilda por primera vez-]: Vosotras habéis salido del saber sombrío de las mujeres, de los apegos maternales, de los pañales y los gineceos y, sin negarlos, a la salida de este saber sombrío vosotras ascendéis jubilosamente a la altura de los ángeles afirmativos: que de los martillos de tu corazón, Matilda, ninguno golpee cuerdas blandas, dudosas o desgarradas. Éste era el texto, el comentario, el recuerdo de Juan y del exaltado noviazgo de los dos que dio lugar al matrimonio y a los tres hijos y, posteriormente, al gran despegue de Matilda, el gran vuelo aire arriba, firmamento arriba, ángel afirmativo, como un reactor poderoso un entendimiento agente que las incluía a las dos, Matilda y Emilia, y que nada negaba de lo dejado atrás porque no había cuerdas blandas o dudosas o desgarradas.
Algunos días claros al atardecer, Emilia sale al jardín del Asubio y acompañada de Antonio, o con frecuencia ella sola, se queda mirando las estelas tornasoladas de los increíbles reactores de aluminio. Ésta es su imagen de Matilda. Es imposible esas tardes, al regresar a casa, al acogerse a la ternura de Antonio, a la veracidad de Antonio, a su nueva encalmada existencia de ahora tras la muerte de Matilda, recobrar el júbilo. O recobrar, más humildemente, la tranquilidad, la rutina, la pequeña paz hecha de olvido. Algo de la destructiva rebeldía de Matilda moribunda se le ha quedado incrustada en la conciencia a Emilia, como un herpes labial que reaparece y desaparece y reaparece y no puede ser disuadido. Esta rebeldía que adopta la forma de la melancolía y del secreto no empaña la eficacia de Emilia a la hora de ocuparse de la casa, las compras, la administración. Ahora toda brillantez se ha disuelto. Sólo los detalles domésticos de la reducida familia congregada ahora en el Asubio dependen de la habilidad de Emilia, de la heredada energía práctica de Matilda Turpin que, como un fantasma sensato, aceita los rodamientos de la vida cotidiana. Pero Matilda es también otro fantasma, un alma en pena (como en los versos de un poeta cuyo nombre Emilia ignora: luego el alma resbalará sin ruido o huerto o dueño / ternura en la entereza de un lamento que nadie…). ¡Qué absurda esta noción, alma en pena, qué profunda! No hay pena ya, ni alegría ya para Matilda que no existe. La pena es toda entera ahora de Emilia y no puede ser pronunciada sin injuria, no puede ser consolada sin herida, no puede ser aliviada sin sentimiento de culpabilidad. Tan sólo la muerte alivia la muerte. Pero la noción de alivio (¡ese ridículo concepto burgués del alivio del luto!) era ajena a la entereza de Matilda. Los asuntos se solventaban, los problemas se disolvían si no podían resolverse. ¿Y la pena? Emilia ahora, sin Matilda, no sabe qué hacer con la pena que, sin embargo, sabe que no puede consentirse sentir sin faltar a la verdad de Matilda, a la entereza maravillosa del arcángel afirmativo. Y el recurso de todos los recursos, el truco de todos los trucos, se ha vuelto impracticable ahora: Emilia ahora, sin Matilda, ha perdido el sentido del humor. Y se siente deforme. Y se siente, sobre todo, malvada cada vez que, dulcemente, Antonio la acaricia. No porque no le quiera, no porque no valore de todo corazón esas caricias, no porque no esté resuelta a continuar la vida de los dos, no, incluso, porque no esté dispuesta a olvidar y a enterrar y a deshacer el espectro sagrado de Matilda: ¿por qué entonces? Éste es el asunto: que Emilia no puede decir -no lo puede saber, con independencia de que lo diga o no- porque no puede ya contentarse con la continuación de la vida y del amor de quien ama y siempre, también durante el tiempo de Matilda, amaba sin reservas.
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