– No puede ser que Matilda no exista ya de ninguna manera, eso no puede ser, Juan.
Juan Campos, al ver a Emilia de pronto ante él (Emilia ha llamado a la puerta con una cierta viveza y ha entrado sin esperar a la invitación a entrar, cosa frecuente por lo demás en la familia Campos), ha pensado que Emilia viene, como tantas otras veces en estos últimos tiempos, a consultar algún asunto doméstico. Hace tiempo que Juan Campos no se sienta ya a su mesa de trabajo, sino en un sillón de orejas frente al fuego. Ahí pasa largas horas leyendo o dormitando, como si sufriera una hipersomnia por rechazo del entorno, aun cuando el entorno le sea familiar y sea un entorno elegido por él mismo con todo lujo de detalles (de aquí que hasta en lo físico la actitud de Juan Campos es contradictoria o es ambigua: se ha acomodado a su cómodo entorno y a la vez se amodorra con facilidad porque desea rehuirse a sí mismo. El dolor indoloro de Juan Campos lo presintió con toda claridad Kierkegaard en El concepto de la angustia: le angustia su falta de angustia, le duele su falta de dolor: a la vez lo busca y lo rechaza en un mismo acto de su sensibilidad). Como cuenta con que Emilia se ha plegado ya por completo a su papel de ama de llaves, descuenta cualquier profundidad o dolor en Emilia: Emilia de pie, ante él, ha pronunciado su frase, Juan Campos se ha quedado sólo con el final de la frase, con el Eso no puede ser, Juan. Por eso pregunta:
– ¿Qué es lo que no puede ser, Emilia?
– No puede ser que Matilda se haya muerto.
El punzante absurdo de esta frase de Emilia saca a Juan de su ensimismamiento. De pronto se da cuenta de que la muerte de Matilda significa para Emilia y para él cosas distintas: la muerte misma de la persona amada es lo único que ambos tienen en común. El referente común es la ausencia de Matilda: su muerte. Y ante esto, Juan Campos se pone a la defensiva al principio: ¿qué puede decir que no sea insípido e inútil? No se ve en el papel de un viudo que consuela a los amigos de su difunta mujer con palabras de comprensión y de cariño. No se ve, de hecho, desempeñando ningún papel distinto de este papel ensimismado, huidizo.
– Desgraciadamente sí se ha muerto, Emilia. Entiendo lo que quieres decir: que parece imposible. A mí también me parece imposible a veces. Pero se ha muerto.
– Pero decían que no…
– ¿Quién decía que no?
– Los curas, la Iglesia. Siempre se ha dicho eso, que la muerte… no es lo que parece. Parece que todo se acaba pero no es verdad, dicen. La resurrección, se habla de la resurrección, ¿no?
– ¿Tú crees en la resurrección?
– ¿Yo? ¿Qué más da lo que yo crea? Digo lo que dicen. Si Jesucristo resucitó, también los demás, también Matilda. Explícame la resurrección. Porque no puede ser que Matilda se haya muerto del todo…
Juan Campos se revuelve en su asiento. No sabe si sentirse agredido; se siente agredido aunque un hábito autocrítico de muchos años le impida aceptar que se siente agredido por esta mujer infeliz, con aspecto de loca, que se le viene encima y le echa encima un asunto que ni siquiera se le ha pasado por la cabeza a Juan Campos: la muerte de su mujer ha originado toda suerte de conmociones en su conciencia, ha recrudecido este ensimismamiento de ahora, más profundo que nunca. Pero no se ha rebelado: no se ha desesperado. Y fue terrible el final. La falta de rebeldía de Juan Campos fue el contrapunto de la feroz rebeldía de Matilda Turpin ante su propia muerte. Aún, algunos días, resurge el horror de ese final. La violencia, la pérdida de autocontrol de Matilda, como si al no poder morir con una muerte propia, no fuera capaz Matilda de elegir ninguna otra manera de morir, de aceptar ninguna clase de muerte. Se quedó sin recursos. La muerte fue, de pronto, para Matilda Turpin inacción: en medio de su actividad vital la cesación de actividad, la falta de recursos, la falta de espacio, la falta de aire, la falta de tiempo, la falta, sobre todo, de cariño. De pronto, en ese límite de la enfermedad mortal se quedó Matilda sin amor, sin capacidad de recibir el amor, la solicitud, los cuidados que su marido quizá estaba dispuesto a darle. Se volvió contra él. Esta tarde, con la repentina entrada de Emilia en su despacho que le ha sacado de su ensimismamiento, se halla Juan Campos de nuevo frente a la muerte de su mujer como frente a un laberinto. Enmudece. La voluptuosa violencia de la rebeldía de Matilda fue verbal sobre todo: esquelética en su camisón de seda, incorporada en los almohadones que Emilia constantemente mullía y arreglaba. Enormes los ojos, lo pedía todo a gritos, a veces gritos inarticulados. Juan Campos resintió esta actitud de su mujer al final y se sintió herido, confundido, maltratado, injustamente tratado. No se inhibió, en el sentido de que no dejó de acudir puntualmente al cuarto de su esposa, no dejó de permanecer cerca de ella (los días que Matilda ni siquiera autorizaba su presencia en su cuarto de moribunda). Pero, sin embargo, se sintió escandalizado: la compasión y el escándalo se entrecruzaron en su actitud como tirantes de acero. Esta situación no duró mucho tiempo, quizá diez días, los últimos días (Matilda murió finalmente en el sueño, quizá de un ataque al corazón por una mínima sobredosis de morfina que se le aplicaba para calmar los dolores): la debida compasión, la compasión que había sentido en el momento mismo en el que un año antes la metástasis se declaró imparable, la compasión natural que procedía de la fidelidad de tantos años y del amor y admiración que había sentido siempre por Matilda, se vio escandalizada como si fuera un bello vaso de porcelana abruptamente roto que hubiera que recomponer precipitadamente y que, no obstante la excelencia del pegamento no logra disimular las grietas ocasionadas, las esquirlas perdidas. Las fracturas reparadas se ennegrecen con facilidad, amarillean, son visibles: es un jarrón roto, bellísimo y roto a la vez. El escándalo fue que se sintió injustamente agredido, vuelto responsable de pronto de algo, aquella enfermedad mortal, que a todas luces no era culpa suya. Matilda eligió hacer de ese final un juicio final de su matrimonio. Ahora, en esta sala atardecida ante el fuego encendido, en presencia de Emilia, que no se ha sentado y que apenas se ha movido, y que recuerda a una sirvienta, un ama de llaves que espera instrucciones, Juan Campos siente un escalofrío que revela la intemperie profunda en que se hallaría de no hallarse de continuo sumido en un ensimismamiento protector. Ahí, en el territorio ensimismado de su duelo, siente Juan Campos que está en condiciones de lamer sus heridas -porque la agresión de Matilda dejó heridas feroces- y, si no de recomponer su vida, sí al menos de continuarla tibiamente. Así que ahora, ¿qué va a decir? Hay muertes que sólo cura el tiempo: no es en realidad Juan Campos ahora un viudo doliente. Hay algo en su refugiarse en el Asubio que tiene mucho de ocultación: no desea ser examinado por sus familiares o los contados amigos comunes del matrimonio que quizá, si le vieran de cerca o con frecuencia, percibirían su dolor indoloro. La visita de Fernando estos días le ha sobresaltado sobre todo porque teme que Fernando, cuya actitud no entiende, descubra esta extraña falta de dolor que es dolor también pero incomprensible. Y ahora Emilia, que, por supuesto, no cuestiona nada, no pone en duda la legitimidad del duelo de Juan Campos, no pone en duda la posición especial de Juan Campos en la casa, aparece sin embargo presa de una visible inquietud que se agrupa toda ella, como una gusanera, en esa declaración del principio: no puede ser que Matilda haya muerto.
– Siéntate, Emilia, aquí conmigo y lo hablamos si quieres, hablamos de todo ello. No te quedes ahí de pie. Aunque no sé si hablarlo es bueno o malo, no sé si lo que yo pueda decirte te servirá o no te servirá. No es gran cosa…
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