– Tú eres muy inteligente, Juan, tú sabes de estas cosas, has leído mucho. Tú me conoces a mí, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Estaba acostumbrada a Matilda, ya sabes cómo era. No hacía falta pensar mucho, bastaba con trabajar duro, estar pendiente de todo, tú sabes cómo era. Y ahora ya no pasa nada, y la echo de menos. Tú también la echas de menos, ¿verdad?
– Yo también, sí, yo también.
Emilia se ha sentado en una silla junto a Juan Campos, frente al fuego. Los dos miran el fuego. Es media tarde. Una tarde sombría. Juan Campos tiene la sensación de que el fuego no despide calor sino sólo una luminosidad inquietante. El chisporroteo de los leños no evoca la calidez del hogar sino la destrucción, la consumación abrasiva de la existencia. E incluso, sentada ahora, Emilia le recuerda a una sirvienta, una figura si no hostil, sí invenciblemente lejana: Emilia ha venido, de hecho, a pedirle instrucciones una vez más: sólo que ahora las instrucciones que Emilia solicita no harán referencia a la vida cotidiana sino a la otra vida, la inexistente vida más allá de la vida. Juan Campos se ha vuelto hacia Emilia en su butaca. Le gustaría alargar la mano y acariciar la mano de Emilia. Pero la sensación de frío le ocupa como una negatividad de la que no puede desembarazarse. Es como una timidez congeladas como un rechazo erótico de un cuerpo humano: no desea Juan Campos acariciar o ser acariciado. Una voluntad, casi agresiva, de distanciamiento se le enreda en los pies de las palabras como quien se enreda en las raíces someras de los grandes árboles de un bosque: se ve forzado a observar el suelo que pisa, a calcular la resistencia del suelo ahuecado por las raíces, una sensación de fragilidad húmeda le invade, un malestar que se vuelve por momentos aborrecimiento, silencio. Juan Campos se ha quedado callado. Y Emilia rompe el silencio de pronto:
– Nunca creí que fuese así, que llegase a ser así, que llegase a pasar esto que nos pasa ahora. Creí que Matilda viviría tanto como yo, tanto como tú y como Antonio, que nos retiraríamos juntos los cuatro a vivir en esta casa, que envejeceríamos juntos, que yo os cuidaría a todos, a los tres, y también a los niños, a Fernandito, a Jacobo y a Andrea, y a sus hijos cuando vinieran de vacaciones. Yo pensaba ¿sabes, Juan?, estaba tan contenta y pensaba: sin mí no se van a poder ni arreglar. Yo voy a arreglarlo todo bien, la casa, el servicio, la comodidad de todos. Matilda decía algunas veces que le gustaría, cuando se retirara, tener un jardín bonito, y también viajar bastante. Yo le decía: se pueden hacer las dos cosas. Viajar todo el tiempo no hace falta, es cansado. Mejor combinar los viajes con el reposo aquí, aquí en el Asubio. Y ella decía que bueno, que tenía yo razón y que viajar para entonces, cuando nos retiráramos, no tendría ya el menor interés para ella. Hacer quizá unos cuantos viajes muy bien seleccionados y pensados. Eso era lo bonito. Y yo me veía ya aquí con más arrugas, con muchas arrugas y el pelo cano, yendo y viniendo haciendo cosas, y éramos felices. No es que lo dijera yo esto demasiado. A Matilda en realidad no le gustaba hablar de cosas que no se iban a hacer en el momento, había que vivir en el momento, bueno, yo vivía en el momento. Yo estaba contenta. Fue la felicidad aquello. Y cuando pasábamos unos días en casa con Antonio y con vosotros dos yo decía: la felicidad será así. Ya sé que es un poco absurdo porque a lo mejor vosotros dos queríais iros solos de viaje, pero eso no me importaba. Todo me parecía bien. Todo me parecía bien. A mí me daba igual, Juan, tú lo sabes. Acompañar a Matilda en los negocios y llevarle los papeles y las agendas con los millones de citas y los documentos informáticos…, pero me hubiera dado igual no ir a ningún sitio y quedarnos aquí. La verdad es que quería que llegara la hora del retiro y quedarnos en casa y aunque tú y yo no hablábamos mucho, Juan, nos entendíamos, ¿verdad que nos entendíamos? Y todavía nos entendemos, ¿o ya no?…
– Claro que sí, Emilia, ¡cómo no vamos a entendernos!
– Claro que nos entendemos. Dios mío, yo no puedo entender lo que ahora nos pasa. A ti también te pasa, ¿verdad? De pronto se ha venido todo abajo y esta tarde de pronto se viene todo abajo. Y yo me presento aquí a preguntarte lo de la resurrección. ¿Tú crees en la resurrección, Juan? Eso que se rezaba en el Credo, en el colegio con las monjas. Y espero la resurrección de los muertos, se decía en el Credo. ¿Tú esperas la resurrección de los muertos?
– Yo no, Emilia.
– ¿Tú no? ¿Y Matilda entonces?
– No lo sé.
– Pero tú sabes lo que dicen, lo que se dice. Lo que dicen es que sí, ¿o no?
– Dicen que lo único que tiene continuidad es Dios, no los individuos.
El rostro de Emilia refleja un profundo desconcierto. Si alguna vez la imagen de un alma en pena tuvo sentido, ahora lo tiene. El sufrimiento contrae el rostro de Emilia, aniñándolo, abre muchos los ojos y entreabre los labios como si fuera a decir algo y no supiera qué. Le tiemblan los labios. Juan siente una compasión reflexiva de pronto. Decide que tiene que mentir. Tiene que proporcionar una explicación cualquiera, tiene que proporcionarla ahora. Tiene que afirmar la existencia de Matilda después de la muerte, para hacer vivible la existencia de Emilia antes de la muerte. Decide entonces hacer un esfuerzo, contar la narración que sabe, que ha oído tantas veces, que ha discutido tantas veces. Decide ensartar como las perlas de un collar o las cuentas de un rosario, la larga narración tradicional, ortodoxa, de la vida después de la muerte, por lo que valga, por lo que no valga, para que valga por lo menos para sostener la esperanza desesperada de esta criatura inocente cuyas manos, recogidas en el regazo, tiemblan un poco. Esta decisión le incomoda, sin embargo. Y añade una reserva mental: bien está la intención: esta intención es buena. ¿Pero estoy yo -yo mismo- en condiciones de hacerla efectiva? ¿Me importa el dolor de Emilia lo suficiente? Juan se reconoce de cabo a rabo en esta reserva mental. Es la reserva de siempre: ¿podré hacerlo yo? Entre la intención y su cumplimiento se ha abierto para Juan siempre un hiato de sombra, de vacilación. Una vez más, ahora, decide que la intención por sí sola no basta. Y la acción -incluso esta diminuta acción de proporcionar consuelo a alguien- es demasiado compleja, demasiado divisible en siempre divisibles, como el continuo de Zenón de Elea, para que sea posible, efectivamente, dar un paso, llegar a tiempo.
Antonio tuvo que bajar al pueblo después del almuerzo. Bajó como de costumbre en el viejo Opel Senator. Al volver eran pasadas las seis. Encerró el coche en el garaje y fue derecho a su apartamento Era la hora de la merienda, que Antonio Vega solía disfrutar: un tazón de café con leche y pan con mantequilla, con un poco de miel a veces. Le sorprendió no encontrar a Emilia a esa hora leyendo, como solía, novelas policíacas y últimamente también alguna novela histórica: los best sellers… Empezó a prepararse el café en la cafetera italiana, llegó a encender el fuego. Antes de que hirviera el agua, sin embargo, apagó el gas propano. Preocupado Antonio Vega sabe bien que no hay nada especial que hacer en la casa a estas horas, la ausencia de Emilia le sobresalta. Sabe que Emilia ha cogido la costumbre de salir al jardín a horas intempestivas estos últimos tiempos, incluso con lluvia o en medio de un temporal. Es casi de noche, decide recorrer primero la casa, la planta baja, e incluso preguntar a Juan si ha visto a Emilia esta tarde. La ansiedad que de pronto le embarga hace que vaya derecho al despacho de Juan Campos a preguntarle por Emilia. Y ahí se encuentra a Emilia, sentada frente al fuego, al lado de Juan Campos, sentado en su sillón de orejas: los dos miran al fuego fijamente. Entra Antonio, tras llamar a la puerta sólo Juan se vuelve. Antonio sonríe aliviado.
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