Ha dejado de llover. Ahora hace frío, un tiempo nublado, a ratos de gran belleza. El mar resplandece gris-azul. Ahora se oye el mar más que los días de lluvia. Hay un resón cavernoso abajo, un retumbo constante. Al mismo tiempo, una sensación respiratoria. Tras la escena en el despacho, Antonio Vega tiene la sensación de que los habitantes del Asubio se han desbandado. Fernando lleva días sin dar señales de vida. Ni siquiera duerme en la casa. Esto no preocupa a Antonio, que da por supuesto que se queda con Emeterio en casa de sus padres. Emilia ha vuelto a sus rutinas con la misma eficacia y mutismo de siempre. Emilia es la gran preocupación de Antonio ahora. Es evidente que nada se ha resuelto con la conversación que mantuvo con Juan Campos. Y que, incluso, los pensamientos sombríos, el dolor, que la empujaron a ir a visitar a Juan Campos se han agudizado. Antonio Vega desearía poderlo hablar todo con Emilia: entre los dos nada ha cambiado, hay la misma confianza cotidiana de siempre. Pero esa confianza no incluye ahora -ni ha incluido nunca- grandes dosis de comunicación verbal. Nunca han hablado mucho. En los tiempos de Matilda no hacía falta hablar porque la vida transcurría rápidamente y Emilia estaba contenta, discretamente contenta. Durante la enfermedad de Matilda, Antonio y Emilia no hablaban gran cosa porque la atención a la enferma lo ocupaba todo. Tras la muerte de Matilda se inició la fase actual, que no implicó más comunicación pero tampoco menos. Antonio Vega se conformó desde un principio con saber que Emilia estaba tranquila en su compañía -aunque triste-. La tristeza no podía remediarse, pero Antonio contaba con que remitiera con el tiempo. Antonio contaba con una dulcificación del duelo por Matilda que, en el caso de Emilia, pudiera hacerse compatible con un recuerdo muy puro de la difunta que -Antonio confiaba- no incluyera elementos autodestructivos, no incluyera, por ejemplo, desesperación. Esto no parece estarse cumpliendo. La eficacia doméstica de Emilia no ha disminuido, pero su aspecto se ha deteriorado mucho. Apenas come y no duerme nada bien. Antonio Vega piensa que, al menos, mientras permanezca junto a Emilia y la acompañe día tras día, noche tras noche, siempre estará en disposición de evitar lo peor, el agravamiento -porque Antonio Vega ha llegado a temer seriamente por la salud mental de su mujer-: se angustia ante la posibilidad de un intento de suicidio. Y se angustia ante la imposibilidad de hablar de todo ello con Emilia claramente. No sabe por dónde empezar. En alguna ocasión lo ha intentado. Y Emilia siempre, con dulzura, le ha disuadido:
– No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí. No te preocupes más de lo que ya te preocupas. Yo estoy bien aquí contigo y no me pasa nada y me preocupa que te preocupes. No te preocupes. Lo de Matilda fue muy triste para todos. Tú sabes cómo fue. Ya no hay nada que hacer y no hay que preocuparse y tú menos que nadie. Sé que te preocupas y te veo preocupado y me preocupo yo y es peor todavía.
Antonio ha retenido ese no te preocupes que me preocupas como una admonición, como una reprimenda, algo que no debe hacerse, que es perturbador, que, aun siendo comprensible e incluso fruto del interés y del cariño, es, sin embargo, en conjunto, tedioso y, a la larga, insufrible. Antonio acepta que Emilia trate amablemente de reconvenirle cuando se ocupa en exceso de unas preocupaciones que la propia Emilia no puede arrojar lejos de sí con facilidad. Antonio decide, pues, no reprochar a Emilia su silencio o su preocupación en lo relativo a Matilda sino acostumbrarse a vivir esa situación taciturna, sombría, en espera de que el tiempo -otra vez el tiempo- suavice todo ello y el dulce olvido nos alcance: oscura la historia y clara la pena -como en el poema de Jorge Guillén.
El otro elemento de la situación es Juan Campos y su reacción a partir del encuentro con Emilia y con Fernandito en el despacho. Esta reacción sorprende vivamente a Antonio Vega. Aquí, en el caso de Juan, no hay realmente comunicación verbal ninguna -lo mismo que con Emilia-, pero a diferencia de Emilia, Juan Campos no da la sensación de hallarse entristecido o desesperado. Si acaso, tan ensimismado como siempre. Algo más ausente que de costumbre, aunque Antonio Vega reconoce que es difícil establecer graduaciones en estas ausencias o distracciones o ensimismamientos de Juan: es difícil decir cuándo son más intensos o más largos o más profundos porque, en la medida en que son muy habituales, forman parte de la manera normal de estar Juan Campos en compañía de su familia. No se muestra más desanimado o más animado un día que otro. Hay más bien un descenso de la temperatura general, un enfriamiento o lentificación de las reacciones y de las emociones. Y en esto sí que Antonio Vega puede detectar variaciones respecto de la época en que Matilda vivía. En aquel entonces, la verdad es que Juan no se animaba mucho más con Matilda ausente o presente, pero su modo reservado de ser era, dentro de la reserva general, más animoso: hablaba, por ejemplo, más con Antonio de filosofía: comentaban novelas que leían los dos o, en los paseos que daban en coche o a pie, había una conversación más variada, no muy profunda. Había más small talk. Lo que se ha perdido en la conversación de los dos es este gusto que Juan Campos tenía -y que comunicó a Antonio a lo largo de los años- por la conversación intrascendente. Gran parte del encanto de la amistad entre iguales reside en el gusto por las conversaciones sin importancia: no hablar de nada importante es tan importante a veces, e incluso más importante, que hablar de asuntos importantes. No ha perdido, sin embargo, el gusto por la compañía física de Antonio. Antonio Vega es sensible a esta clase de emociones. Y siente que hay un continuo flujo de comprensión que circula entre los dos cuando están juntos, aunque ahora hablen mucho menos de lo que hablaban antaño.
No ha transcurrido ni una semana, cuando Juan Campos dice a la hora del desayuno que Andrea y Jacobo, cada uno por su lado, han anunciado su visita al Asubio. Esto significa que la casa, de pronto, va a estar atestada de gente. Andrea quizá traiga a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña, y una o dos personas de servicio, aparte de su marido. Y Jacobo y su mujer Angélica resultan siempre voluminosos, aunque aún no tienen familia. Así que Juan comunica estas noticias especialmente a Emilia porque la presencia inminente el próximo fin de semana de las dos parejas, de los niños y del servicio supone un incremento de unas ocho personas, con los correspondientes cuartos de dormir, lavados de ropa, desayunos, comidas y cenas… Se da por sentado que ese fin de semana largo durante el cual las dos parejas han decidido acudir al Asubio (a lo que parece cada una de ellas ha tomado la decisión con independencia de la otra) se instalarán sin prestar la menor atención a si su presencia resulta complicada o no. La costumbre de la casa ha sido siempre que los invitados, sobre todo de la familia cercana, se instalen con toda comodidad y todo el tiempo que deseen. Así era en tiempos de Matilda. Curiosamente -reflexiona Antonio Vega- este próximo fin de semana será la primera vez desde la muerte de Matilda que los tres hijos del matrimonio se reúnan con su padre en un mismo lugar durante cuatro o cinco días. Ni siquiera después del funeral se produjo una reunión semejante. La insistencia de Matilda en que no deseaba unas exequias estrepitosas cohibió a todo el mundo y casi sólo estuvieron esos días Juan, Antonio y Emilia, con las ocasionales llamadas telefónicas y las visitas salteadas de los hijos. Pero ahora parece que va a producirse por fin la reunión. Antonio Vega tiene una intensa sensación de voluminosidad, de representación teatral, como si esta al fin y al cabo sencilla reunión familiar cobrase de pronto el aspecto de un carnaval.
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