Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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A Antonio Vega le gustaría tener ahora oportunidad de comparar su reacción ante la inminente visita, con la reacción de Juan Campos ante eso mismo. Ocurre, sin embargo, que si bien la amistad entre Antonio y Juan no ha disminuido en absoluto, sí le parece a Antonio que desde la reunión con Emilia en el despacho, Juan está más taciturno que nunca. O quizá Antonio, poseído por una angustia sin localizar en estos últimos meses, rehúse entrar demasiado abiertamente en ejercicios comparativos. Lo que Antonio desearía comparar, si se atreviera en presencia de Juan, es su sensación de que el súbito incremento de gente en la casa va a producir un correspondiente incremento de la sensación de vacío entre los habitantes habituales. Antonio Vega, que conoce bien y quiere a Jacobo y a Andrea, teme sin embargo que se comporten con gran insensibilidad. En otras circunstancias, una cierta falta de sensibilidad (un no ser, por naturaleza, hipersensibles) resultaría beneficioso, serviría para aliviar la tensión que Antonio percibe en el Asubio. En esa ocasión, sin embargo (teniendo en cuenta que es la primera vez que la familia se reúne tras la muerte de Matilda), quizá no sea suficiente con ser no-emocional, flemático o un poco estúpido, un poco soso, como son los dos hijos mayores del matrimonio, sino que se requeriría alguna cualidad positiva de comprensión -piensa Antonio-. Así que transcurren los días que faltan, para Antonio Vega al menos, en una especie de calma intranquila o de espera intranquila que, en todo caso, Antonio Vega se siente obligado a ocultar para no alarmar a los demás. Y sí, le hubiera gustado saber con detalle cómo está viviendo Juan esta preparación de la visita. Pero Juan Campos, tras haber anunciado a Emilia que llegarían las dos parejas, da la impresión de haber dejado de preocuparse del asunto. Fernando, por su parte, se ha limitado a comentar cáusticamente:

– El regreso de las buenas gentes. Ya los tenemos ahí, con sus kilos de más y su torpor congénito. El retorno de la bienpensancia… ¡menos mal que yo me escaquearé!

– Pero, Fernando! -ha comentado Antonio Vega al oírle-. ¡Si antes los querías! ¡Llorabas cuando se acababan las vacaciones y se iban a los colegios por ahí tus hermanos!

Llegan de pronto. Irrumpen cuantitativos como sus propios bultos, maletas, caimanes mecánicos, bicicletas, una biblioteca entera de cuentos infantiles, una montaña de Dodotis para la pequeña Babi. Entre chicos y grandes se forma un tumulto bullicioso desde el primer día que divierte a Antonio Vega. De hecho, es Antonio quien organiza y reorganiza la vida ahora en lo referente a horarios de comidas, idas y venidas a Lobreña y a Letona. El trajín aleja a Fernandito (quien el día de la llegada observó con curiosidad maliciosa a sus sobrinos), deja casi indiferente a Juan Campos y apenas produce alteración alguna en el eficaz comportamiento de Emilia. Han venido dos asistentas de Lobreña, primas de Emeterio, sobrinas de Balbanuz, que limpian y ordenan la casa, encasquetados los perpetuos auriculares del mp3, como agentes secretas, como marcianas sordas que abren enormes ojos cada vez que Antonio se dirige a ellas para preguntarles cualquier cosa.

XIV

En el comedor, la cena, esta primera noche, se prolonga. Ha vuelto el vendaval aunque sin lluvia, hay un tableteo seco de las contraventanas de madera verde que reniegan del otoño, el invierno. Es la gran mesa oval que Matilda hizo instalar en el Asubio y que apenas se ha usado estos últimos años. Todos están presentes: los dos matrimonios, Emilia y Antonio, Fernando y Juan Campos. Ocho personas en total: los niños ya están acostados, venían cansados del viaje. Las dos chicas que trajo Andrea ven la televisión en el office. Ha subido Balbanuz a preparar la gran lubina a la sal que cenan ahora y la mayonesa. Una de sus sobrinas se queda con ella y ayuda a cambiar los platos, con ayuda también de Emilia en los momentos complicados. Realmente es casi autoservicio. Hay la lubina y un par de ensaladas. De postre tomarán ensalada de frutas con un buen kirsch que ha sacado Emilia del aparador que trajeron de Austria en uno de los últimos viajes de Matilda. Y también una tabla de quesos pasiegos y café y copas.

Jacobo y Andrea han perdido la gracia -piensa Fernando Campos mientras los observa sin dar él mismo apenas conversación durante toda la cena-. Hay una desfiguración corporal que acomete a hombres y mujeres una vez casados. A partir de los treinta, lo que antes se denominaba curva de la felicidad -reflexiona Fernandito- se ha convertido ahora, en estos tiempos de dietética, gimnasios y pilates, en una adiposidad de rebaba. Ninguno de sus dos hermanos está realmente gordo, pero la tripa de Jacobo monta el cinturón y se le caen ya un poco las nalgas a Andrea, que se está volviendo culona. Es verdad lo que dijo Antonio el otro día: cuando todos ellos eran jóvenes, niños, amaba a sus hermanos. El giro brusco vino después, al repartirlos Matilda por Europa con la mejor intención. Dejaron de quererse, de admirarse. Se interrumpió, sobre todo, la comunicación entre ellos. Con ocasión de la muerte de Matilda, Jacobo y Andrea, secundados por sus parejas, fingieron -en opinión de Fernando- un dolor que no sentían. Él, por su parte, Fernando, fingió no sentir ninguna emoción en los funerales. La testamentaría, cuyo contenido se conoció desde un principio, dejó satisfechos a los tres, aunque José Luis y Angélica, los cuñados, fruncieron los ceños al saber que él, un solterón, quedaba en igualdad con sus hermanos. ¿Por qué han venido ahora, precisamente ahora? -se pregunta Fernandito.

Al otro lado de la mesa ovalada, algo parecido se pregunta Antonio Vega, puesto que ninguna de las dos parejas parece haber venido al Asubio por un motivo definido: se diría que, viéndose acometidos por el largo fin de semana de Difuntos y de Todos los Santos, un gran viento estúpido les ha puesto en movimiento en dirección al Asubio como a hojas de papel de periódico. Pero esto, por supuesto, es inverosímil. No es concebible que se hayan presentado aquí con los automóviles, los niños, las criadas, precisamente en este largo puente, sin querer. Estas reflexiones hacen sonreír a Antonio Vega. Después de tanto tiempo de no aparecer ni por el piso de Madrid ni por la finca, y de telefonear muy de tarde en tarde, ahora, de pronto, eclosionan como cómicamente vomitados por intenciones y motivos que ellos mismos tal vez desconocen. Es posible que tengan alguna motivación que a su vez desconoce Antonio, pero la aparente falta de motivación es cómica de por sí.

A su vez, Fernando se ha situado también en el disparadero del sentimiento de comicidad controlada, que toma (enfriándolo, mecanizándolo bergsonianamente) a sus hermanos y sus parejas, ahí sentados en torno a la mesa ovalada, como objeto puro de contemplación. Lo mismo que Antonio, no acierta Fernandito a dar con una motivación concreta que explique la presencia de sus hermanos en la casa: Antonio Vega, por cierto, mientras amablemente da conversación a Angélica, sentada a su izquierda, ha decidido que, a la manera un poco tarumba de los Campos y de los Turpin, los chicos han vuelto a la casa paterna por amor filial. Es muy posible -decide Antonio- que Andrea y José Luis desearan llevarle los nietos al abuelo ahora que están tan risueños y charlatanes con tres y cinco años. Pero incluso el benevolente Antonio se pregunta: ¿Y los otros dos, Jacobo y Angélica, que no tienen, ni al parecer desean tener hijos nunca? Hay un aéreo entrecruzamiento informulado entre los pensamientos de Antonio Vega y Fernando Campos relativos a Angélica y a Jacobo. Jacobo Campos es, a ojos de su hermano pequeño, ahora, un objeto ridículo. Fernandito devana mentalmente lo ridículo como un sirope inflexible: Jacobito es ahora un padre sin hijos en la misma medida (presuntamente admirativa) en que su esposa, su Angélica, es una esposa conspicuamente yerma. El no-tener hijos por parte de esta pareja se representa en opinión de Fernando, como una vocación original: más aún: como un touch of class cuyo esse reside en su percipi. Sin ser percibida, esa decisión conyugal de no tener hijos carecería de entidad, y el matrimonio mismo, como una insignificante mesa abatible, se colapsaría de continuo a ojos vistas. Para que no se desmorone, ambos cónyuges, de común -y quizá semiconsciente- acuerdo, rechazan públicamente la maternidad/paternidad con la escandalizada energía de quienes rechazan públicamente un vicio. Dado que se trata de una representación cara al público, cuya finalidad es ser vistos como una brillante pareja sin descendencia, tienen que reiterar una y otra vez esta su decisión de permanecer sin hijos. Y lo hacen así porque al parecer, para ellos, no tener hijos es una prioridad con tanto peso específico como para otras parejas el tenerlos: un imperativo categórico en ambos casos, cuyo fundamento es convencional. El no-tener hijos, además -medita burlonamente Fernandito- ha ido, tras la muerte de Matilda (que tuvo hijos, pero omitió en parte su crianza), cobrando una entidad cuasifloral de tributo post mortem: en honor de las virtudes no-maternales de su difunta madre se proclaman Jacobo, él mismo y su esposa estériles voluntarios ambos, con la sencillez de un medallista olímpico que, a la vez que omite mencionar sus bronces, sus platas o sus oros, nunca nos permite olvidarlos a los meros mortales.

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