Se lo había escuchado a Charo hacía tiempo: el amor es una enfermedad, una patología que nos erosiona abruptamente por dentro. Yo no quería enamorarme, nunca lo había deseado. Con razón cruzaba los dedos. La premonición del amor siempre me asustaba, y ante su amenaza revivía alguna herida de mi juventud, en especial la herida de Ventura, que supuró durante mucho tiempo. Ventura me había dolido a través de varios hombres en los que había intentado refugiarme con escaso éxito. La mayoría de mis historias sentimentales, sin embargo, habían sido episodios antojadizos, forcejeos eróticos de los que siempre había salido indemne. Ahora empezaba a purgar mi naturaleza antojadiza y rápida, esas ansias de extravío que a menudo me habían llevado a sumergirme en lechos anónimos. Nunca debí bajar la guardia. Nunca debí creer las palabras de Leo. Nunca debí mirar su perfil. Nunca debí saborear su boca. Cuando más inmunizada me creía apareció él, tan alejado del resto de los hombres, tan voraz, tan aparentemente inofensivo, y su capricho doblegó al mío. No tenía justificación. Pero yo me lo había buscado.
Con la cabeza entre las manos pensaba que todo había sido una farsa, un simulacro de felicidad, y la rabia horadaba mi ánimo como un berbiquí. Me sentía desmantelada, exhausta, incapaz de articular una reflexión coherente ante Leo. Había decidido esperarle, así que hice acopio de fuerzas, me senté en la butaca e intenté combatir mi natural tendencia al catastrofismo repitiendo entre dientes una serie de consignas para sosegarme: tranquila, relaja los brazos, respira hondo, piensa que te pesa el brazo derecho, y ahora el izquierdo, el brazo derecho te pesa, te pesa el brazo derecho, el brazo derecho te pesa, y el brazo izquierdo, te pesa el brazo izquierdo, el brazo izquierdo te pesa, el brazo izquierdo te pesa, te pesa el brazo izquierdo, te pesan los dos brazos, el brazo derecho, el brazo izquierdo, el derecho, el izquierdo, todo te pesa… No fue posible. Según avanzaban los minutos la asfixia se apoderaba más y más de mí. Era ya una asfixia absoluta, totalizadora, que no concedía ni un resquicio a la razón. Si Leo me hubiera visto en aquel momento hubiera abominado de mí. Con la dignidad desahuciada, me arrastré hacia el cuarto de baño. Di la luz y contemplé el albornoz que había abrazado pocas horas antes. Mientras me lavaba las manos, todo mi cuerpo acusó un temblor como parkinsoniano. Allí, en la repisa del cuarto de baño, estaba el after shave de Leo, el cepillo de dientes algo gastado asomando por la boca de un vaso junto a la pasta dentífrica y una cuchilla desechable. También estaba el peine de carey y esa colonia que olía a cedros y que tantos viajes le había proporcionado a mi estúpida imaginación. En el espejo, mi rostro reflejaba la rabia contenida. Tenía la boca apretada, el pelo loco y la mirada como a punto de quebrarse. No había derramado una sola lágrima, pero era un rostro abofeteado por el dolor y la degradación. Necesitaba a Leo. Necesitaba incluso sus engaños. No me hubiera costado nada quedarme allí para pedirle de rodillas que negara los preservativos y siguiera amándome y mintiéndome. Estaba atrapada en sus poderes.
Era el preludio de la tristeza. Entonces aún no comprendía que el desamor me estaba pasando a mí. Tampoco lo comprendería más tarde, pero más tarde no fui yo quien tomó las riendas de mis decisiones sino la mujer de mis sueños, esa otra Fidela que habitaba en mi cabeza y se apoderaba de las noches. Dely volvió a existir y actuó por mí, que no existía en ninguna parte y sólo era un cuerpo latiendo al ritmo de la obsesión. Ella quería alejar a Leo y yo no me dejaba, yo quería sufrir, hurgar en la herida, avivarla hasta que no pudiera más y reventase, emborracharme con el sufrimiento, lamerme como un perro, mendigar un poco de compasión, todo eso que hacen las personas cuando no son personas ni quieren serlo. Y la cabeza se me nubló. Fue como una llama negra que salió disparada del pecho hacia arriba, un acceso de pánico similar al que había sufrido en el avión, en el teatro, en la peluquería cuando estaba llena de gente, en los almacenes sin ventanas o en los hoteles grandes y con pasillos complicados que te llevan muy adentro. Volví a intentarlo: me pesa el brazo derecho, el brazo derecho me pesa, me pesa el brazo derecho, el brazo derecho me pesa, y también el izquierdo, el brazo izquierdo me pesa, me pesa el brazo izquierdo, el brazo izquierdo me pesa, me pesa el brazo izquierdo, los dos brazos me pesan, me pesan los dos brazos, el izquierdo y el derecho, primero el brazo derecho, después el izquierdo, los dos brazos me pesan.
Devolví la llave en conserjería y me fui caminando por el bulevar. Se había levantado mucho viento y mi cara lo agradecía. Igual que a un borracho le sumergen la cabeza en agua para despejarlo, yo sumergí mi pensamiento en el viento afilado del invierno para aliviar el sofoco. Hubiera deseado correr, gritar, parar un taxi y regresar a casa, pero no lo hice. No corrí, no grité, no paré un taxi, y tampoco volví sobre mis propios pasos para refugiarme de nuevo en el hotel. Devoré aire, más aire del que podían albergar mis pulmones, y seguí caminando durante largo rato, deteniéndome en algunos escaparates y contemplando a la gente que hablaba sola como yo. Tenía las orejas calientes, la boca seca, el latido del corazón acelerado, las manos todavía algo temblorosas. Me vino bien el paseo. Sobre todo le vino bien a mi cabeza. No es que hubiera dejado de pensar en Leo, pero la dispersión física, los movimientos contundentes, la energía que ponía en marcha cada vez que adelantaba un pie sobre otro, me ayudó a mitigar los pensamientos. Pasé por delante de una floristería y entré. Era una floristería grande atendida por dos o tres dependientes, alguno de los cuales llevaba un mono azul lleno de bolsillos. Más que una floristería parecía un jardín botánico, porque las plantas se desperdigaban por el suelo y había que caminar haciendo eses para no tropezar con ellas.
Ahí mismo, junto a la puerta, vi montones de crisantemos, orondas pinceladas de muerte que habían llegado con las hojas del calendario. Crisantemos blancos, amarillos, crisantemos flácidos para honrar a los difuntos que esos días se incorporaban de sus lápidas y por la noche venían a hacernos cosquillas en los pies. Elegí diecisiete crisantemos amarillos, uno por cada mes que había decidido enterrar. Los acaricié como se acaricia el cuerpo muerto de alguien querido antes de hundirlo bajo la tapa del ataúd, y le pedí al dependiente que los llevaran a la habitación ciento seis del hotel Cambridge con un gran lazo negro. No dejé tarjeta, ni frase de despedida, ni rúbrica. No dejé nada, salvo el aliento de la pena en los contornos macilentos de las flores. A la salida, mientras derramaba las primeras y únicas lágrimas, noté una extraña sensación de alivio. El dolor sabía a mermelada.
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