Carmen Rigalt - Mi corazón que baila con espigas
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Siempre había pensado que si alguna vez me separaba de Ventura sólo me llevaría el cuadro de las espigas. Es lo único que tenía cuando me casé y lo único que quisiera llevarme cuando me descase. Mi corazón siempre ha bailado con las espigas de ese cuadro que adquirí al ganar mi primer sueldo. En realidad no es un cuadro, sino una copia de otra copia, pero en sus colores están contenidos todos los vaivenes emocionales que he sufrido en los veinte años de mi última existencia, el entusiasmo, los nervios, el amor innecesario, la ternura y, al fin, esa desazón que se ha apoderado de mí y me hace sentir como si tuviera el cuerpo burbujeando en alka-seltzer.` Así es Fidela, una mujer a la deriva en el ancho mar de los sentimientos, en un mundo y un ambiente en los que apenas hay lugar para ella. Sólo el tórrido romance que mantiene con un hombre casado consigue proyectarla más allá dé su desazón cotidiana y la invita a pasar revista a su azarosa vida. El resultado es un relato vibrante y arrollador en el que las relaciones afectivas de la vida familiar cobran vida propia y se convierten en puntos de referencia de nuestras propias vidas.
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Ventura estaba encerrado en el estudio preparando una conferencia y nosotros nos entregamos poco a poco a las confidencias. No puedo decir que yo les confiara secretos, pero me abrí un poco de carnes y hablé de las relaciones de pareja con una sinceridad algo descarada. Silianne era hija de padres separados y encajó la explicación con gran familiaridad, como si le hubiera hablado del páté de canard. Pero yo no me estaba dirigiendo a Silianne sino a Marius, porque quería que mis palabras sirvieran de preámbulo. Mi padre se ha vuelto a casar, dijo Silianne, su nueva mujer es script de cine y me lleva a algunos rodajes. Marius preguntó qué era una script y ella se lo contó por encima. Papá dice que el segundo matrimonio es el bueno, añadió. Me parece que yo quise sonreír, pero se me quedaron los músculos como almidonados.
Nos acostamos tarde, y a mí me dio la impresión de que Marius estaba contagiado por una extraña melancolía. A la puerta de su habitación, cuando le llevé a Rocco, tuve necesidad de darle un beso y su cara me esquivó. Fue como una bofetada. Muchas veces Marius me había esquivado, pero aquella noche su gesto tenía un significado especial. Aturdida, le dije que necesitaba charlar con él cuando partiera Silianne. Me oyó, pero no se dio por aludido. En silencio, dirigió sus pasos hacia la estantería, tomó un libro y me lo tendió con la mano: «Toma; lo cogí para un trabajo», dijo sin mirarme. Era un diccionario mitológico. Lo abrí instintivamente y vi que entre sus páginas estaba aprisionada una gruesa carta de Leo.
Me morí y no resucité hasta el día siguiente.
Cuando Ventura me decía «pinchas como un cactus», yo no sabía a qué se refería. O lo sabía, pero no me daba la gana reconocerlo. En efecto, yo pinchaba como un cactus. Era poco cariñosa, siempre lo había sido, y cuando de pequeña padre me acercaba su mejilla, pedía un duro a cambio, un duro para la hucha, decía yo, así iba labrándome mi pequeño patrimonio: un beso, un duro. Dos besos, dos duros. Al agitar la hucha calculaba mentalmente el número de besos que había repartido y me ponía contenta. Madre en cambio me reñía porque tenía la mala costumbre de limpiarme la cara cada vez que alguien me besaba. Es de mala educación, decía ella con gesto serio, y aunque yo procuraba enmendarme, en seguida lo olvidaba y la siguiente vez volvía a frotarme la mejilla con la mano.
Reconozco, pues, que no besaba y además era un poco hosca, pero por dentro me sentía como hecha de algodón, de ese algodón que antes vendían en las ferias y que tenía sabor de caramelo. Cuando estaba enfadada o triste me deshilachaba como el algodón, lo que pasa es que procuraba disimularlo para no parecer una pánfila. Con Ventura también era así. Delante de Ventura fingía bastante porque tampoco quería que descubriera mis debilidades. Cuando estaba muy azotada por dentro y no podía más, el caramelo se derretía y yo lloraba lágrimas de almíbar, pero ni siquiera entonces Ventura se preocupaba de mí. Yo le decía que se apartara de mi vista, o no le decía nada y me encerraba en el cuarto de baño, abría el grifo y me lavaba el rostro, una vez, dos veces, muchas veces, hasta que el agua fría borraba todas las huellas del berrinche y volvía a estar presentable. Ventura no se quejaba tanto de mi naturaleza arisca como de mi escasa disposición a corregirme. En cierto modo él me hacía responsable de haber neutralizado su capacidad afectiva. Pero era una excusa tonta. Ventura tenía más pinchos que yo. Nadie había conocido jamás sus afectos. Ni su madre, de quien escapó recién iniciada la adolescencia para no regresar nunca, ni su padre, aquel hombre que andaba con los pies en acento circunflejo y al que no escuché ninguna palabra de afecto porque tenía el corazón tan mudo como Ventura. O sea que el cactus era él, y a mí no me engañaba. Yo temía que Marius heredara esos pudores ancestrales y acabara siendo un eslabón más de aquella terrible familia donde nadie quería a nadie y todos protegían sus sentimientos con gestos de desdén.
«Pinchas como un cactus.» En realidad la frase la inventé yo, surgió como un guiño de recién casados y empecé a usarla a raíz de nuestras refriegas nocturnas, de las que siempre salía con la barbilla irritada y llena de marcas. Ventura pinchaba de verdad, pinchaba porque los pelos de su bigote eran duros como alfileres, y algunas noches nos restregábamos tanto que yo tenía que ponerme pomada en la cara para evitar que me salieran rojeces. Poco a poco me acostumbré a no besarlo, a huir de su bigote, a rozarlo sólo con la punta de los labios y a disociar sus accesos pasionales de mis erupciones cutáneas. Me acostumbré, en fin, a quererlo con rutina, o incluso a quererlo poco, igual que él se acostumbró a mantenerme fuera de su vida y a dirigirme la palabra sólo cuando quería reprocharme que yo era como si fuese su verdugo y él era como si fuese mi víctima. Hasta que un día llegué a creérmelo. Ventura entraba y salía de casa como una sombra, miraba el correo, encendía la televisión, se asomaba al cuarto de Marius para ver si estudiaba y luego iba a la nevera, cogía una lata de cerveza, la rodeaba con la palma de la mano y regresaba al salón, siempre con Rocco pegado a sus pantalones. Allí se despatarraba en el sofá y hacía como que pensaba, pero seguramente no pensaba nada, ponía la mente en blanco y trataba de no verme a mí, que también iba por la casa como una sombra, mirándolo sin mirar, arrastrando las chancletas de lacitos que sonaban como unas castañuelas, renegando un poco por dentro y entrando en la cocina para comprobar que una vez más había dejado la puerta de la nevera abierta. Todo se repetía día tras día. Ventura no había hecho nada especial para que lo odiase, pero yo quería odiarlo porque sólo así justificaba la existencia de Leo. Mi odio era un odio por rachas, y había días que se me incrustaba en el cuerpo y no hallaba la forma de expulsarlo, en cambio otras veces era un odio como de aire, me daba pereza regodearme en él y hasta lo disfrazaba de cierta indiferencia para fingir. Puede que mi odio no fuera realmente odio, sino una simple manifestación de revanchismo que había anidado en mi matrimonio a partir de algún episodio ya olvidado.
Ventura se hacía el sordo. Quizás lo intuyera todo y esperaba que yo tomara una determinación, aunque eso aún no lo sabía entonces. Me hubiera gustado comprobar que detrás de aquellos silencios estaba yo, pero sobre todo me hubiera gustado oír una indicación suya y abrir de nuevo esa discusión que habíamos dado por terminada hacía ya mucho tiempo. Era el momento de hablar. Y no tanto para echarnos en cara las cosas de siempre como para encauzar el futuro de Marius, cuya actitud había precipitado mi comezón y me mantenía en una suerte de remordimiento permanente. Ventura sabía disimular. Yo no. Yo estaba infectada de temores, el pulso se me disparaba en todas las curvas del cuerpo y a ratos hasta creía notar que me fallaba la respiración. Marius conocía la existencia de Leo por una maldita carta, y yo no albergaba esperanza alguna de que me comprendiera. Estaba dispuesta a conversar con él y ofrecerle las explicaciones que menos pudieran herirlo, pero presentía que mis palabras iban a producir un efecto vano. Conocía su reacción de antemano. Lo imaginaba con la barbilla inclinada, la mirada fija en ninguna parte, los hombros arrugados y la frente contrita. Era la imagen de la claudicación. Muchas veces, cuando se daba por vencido, Marius aflojaba toda su estructura corporal y parecía un pollo deshuesado, un pollo como esos que encarga la asistenta a la carnicería, que le mete panceta, piñones, carne picada, huevo, todo muy apretado, hasta que se infla y en lugar de un pollo parece un queso. A continuación lo cose y lo pone al fuego, y después, cuando ya está bien hecho, lo deja enfriar durante veinticuatro horas con dos tomos de la enciclopedia encima, que por eso le llamo yo el pollo ilustrado, siempre son los mismos tomos, el de la A y el de la Z, que con el uso ya han adquirido una ligera pátina de grasa y tienen mucho sabor. Imaginaba, pues, a Marius como un pollito deshuesado, y yo a su lado embutiéndole palabras y gestos para ver si reaccionaba. También lo imaginaba girando el rotulador con los dedos y dedicándome gestos mudos mientras yo simulaba un comportamiento digno para sobreponerme al envilecimiento que produce la mentira. Yo no quería mentirle. Tampoco decirle toda la verdad, porque la verdad era demasiado dolorosa para contársela a un muchacho, pero mentirle no. La mentira siempre me había dado malos resultados y me aterraba pensar que Marius pudiera sufrir ahora sus consecuencias. En aquellos momentos yo no deseaba modificar la realidad sino sólo suavizarla un poco, hacerla más presentable para evitar un dolor que, desde fuera, era incapaz de evaluar. Nunca había hecho demasiado caso de esos estúpidos parlamentos con los que las familias bien avenidas castigan a la gente y según los cuales, los hijos de padres separados nunca asimilan la ruptura y se quedan tocados para toda la vida. En el liceo, yo misma había tenido alguna amiga cuyos padres estaban separados y, sin embargo, jamás me pareció que por eso se sintiera traumatizada o inducida a sacar malas notas. Lo que sucede es que Marius no era un chico cualquiera. Ni siquiera un poco normal. Marius era hijo único y a su fragilidad física unía un hermetismo que le impedía desahogarse. Yo tenía que procurar su desahogo, hacerle hablar aunque para ello necesitara invertir noches y días. Había pensado llevarlo a comer a una trattoria, o mejor a una hamburguesería, porque las hamburguesas es lo que más le gusta, especialmente las que llevan queso derretido y cuando las muerdes se estiran como el chicle. Entonces, tal vez mientras intentara despegarse de los dientes aquellos hilitos de queso, le diría que había pensado irme a vivir fuera, que las cosas con su padre no marchaban demasiado bien y que deseaba probar un proyecto de vida lejos, pero no demasiado lejos, es decir, nunca tan lejos como para separarme de él y de sus problemas. Evitaría las palabras contundentes y definitivas como «nunca», «siempre», «ruptura», «divorcio» o «adiós». También evitaría hablarle de Leo, aunque eso sería difícil pues tarde o temprano Marius me miraría con ojos de estar pensando «lo sé todo» y no quedaría más remedio que reconocer su existencia. Pero yo no le daría importancia, comentaría que Leo era una anécdota y en cualquier caso desviaría la atención hacia la necesidad de recuperar mis propias parcelas. Se trataba de comunicarle cierta sensación de provisionalidad, tiempo de reflexión, como dicen siempre los que se separan y no quieren reconocerlo, distancia, tranquilidad, nuevos hábitos. «Y en cuanto empieces la universidad, si todo sigue igual, vienes conmigo», añadiría cariñosamente tomándole de la mano, aunque bien pensado eso no podría hacerlo porque Marius se sonrojaría todo entero y la hamburguesa le bailaría entre las manos: «Mamá, por favor, no montes el número.» Para Marius cualquier expresión de afectuosidad era montar el número, y si alguna vez yo entraba por la noche en su cuarto y tenía la tentación de arroparle, me reprimía porque entre sueños él lanzaba un gruñido, como un grito de rechazo, y hasta Rocco, que estaba a sus pies hecho un ovillo, levantaba la cabeza hacia mí en señal de reproche. Marius, al igual que Ventura, tenía el corazón de hule y las emociones le resbalaban sin llegar a penetrarle. Al menos eso me parecía. De pequeño lo llevaba al colegio y siempre quería bajarse del coche unos metros antes de alcanzar la puerta principal, porque en la puerta principal se concentraban buena parte de sus amigos y ante ellos le daba vergüenza besarme. Pero yo le hacía rabiar y cuando estaba a punto de meter la primera marcha para emprender el regreso, bajaba el cristal de la ventanilla y lo llamaba a gritos. «Dame un beso de amor», le decía al acercarse, entonces Marius se ruborizaba mucho y, contrariado, simulaba que me rozaba con los labios, pero no me besaba, ni siquiera me despedía, sólo inclinaba el cuerpo y salía corriendo con la mochila a rastras. Un día que fue de excursión a la nieve yo lo acompañé de buena mañana al autobús y en el camino él me advirtió muy serio: «No digas delante de nadie que me lave los dientes, ni que coma de todo o que me cambie de calzoncillos.» Marius ya era implacable a los diez años, se negaba a comer durante días y luego nos hacía polvo con sus observaciones. Me reprimí y no dije nada, pero desde entonces supe que me estaría prohibido expresarle mis emociones y tratarlo como el cuerpo me pedía que lo tratara. Ahora, varios años después de aquel incidente, sigo preguntándome qué lugar ocupo en su corazón y cuántos desplantes me quedan aún por sufrir, pero no me resigno a perderlo y en la quietud de algunas noches plácidas sueño que nos reencontramos al final del camino y que me da las gracias por haber vigilado su asma, por reñirle cuando saca malas notas y, en definitiva, por ser quien soy y amarlo como le amo.
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