Ya en la recepción del hotel, el conserje me notificó que Leo acababa de salir. Pedí la llave de nuestra habitación (esta vez, para no sufrir ningún sofoco, habíamos reservado una habitación doble) y recogí un sobre que él había dejado en el casillero. Le esperaré arriba, pensé, así se llevará una sorpresa. Aquella tarde el hotel me pareció más cálido que otras tardes. Las moquetas de flores marrones, los ceniceros de cuello largo que había junto a la puerta del ascensor y a lo largo del pasillo, esos cuadros renovados -en otra época debieron de ser cuadros rebosantes de prados, pero alguien con un disparatado criterio de la modernidad los había sustituido por láminas de trazos confusos-, las puertas gruesas, o el ruido del patio interior sobre el que resbalaba una luz gris y repetida, todo eso, digo, era cálido y personal, porque formaba ya parte de mi paisaje diario y no necesitaba recrearme en su contemplación para identificarlo. Al salir del ascensor la moqueta se reducía a una alfombra alargada y las flores no eran flores, sino lazos barrocos cuyos perfiles estaban muy desgastados por las pisadas de los años. En algunas zonas incluso había desaparecido el dibujo y clareaba el suelo. En el distribuidor había una consola con una escultura tipo Victoria de Samotracia pero con cara y ojos, y sobre la escultura, unos indicadores con flechas rojas para facilitar la situación de las habitaciones. De la ciento uno a la ciento veintidós, hacia la derecha. De la ciento veintitrés a la ciento cuarenta, hacia la izquierda. Yo iba siempre hacia la izquierda, dejaba a mi espalda la consola con la escultura alada, un enorme paragüero de falso cobre y la puerta de entrada a un saloncito lúgubre que no cumplía ninguna función. Hasta el mínimo detalle estaba clasificado en mi intimidad, la moqueta de la recepción y la moqueta de los pasillos, el trecho de camino hasta llegar a la habitación, el llavero de la ciento seis, su peso aproximado, unos doscientos gramos, el tacto de los números troquelados, un uno, un cero y un seis, y la bola metálica que pendía de su extremo. Maquinalmente metía yo la llave en la cerradura desbocada, abría la puerta, y en seguida me devoraba el universo de Leo, una bocanada hecha de múltiples sensaciones: la suave acidez de su sudor, la espesura del tabaco arrojado de sus pulmones, la huella de una ducha precipitada, caliente, y el punto amaderado de su colonia, que era una colonia que a mí me olía a cedro, sin saber previamente cómo olían los cedros.
Todo estaba revuelto, porque Leo era más desordenado que yo y jamás guardaba las prendas en el armario. En la mesilla se habían amontonado, con el paso de los días, más papeles, facturas, planos, cartas, recortes, números de teléfono anotados en el margen de un periódico, paquetes de tabaco vacíos y un libro abierto y aplastado de morros contra el cristal. Leo era así. Había dejado sobre la butaca una camisa blanca que parecía su segunda piel, con las mangas abandonadas sobre el reposabrazos y el pecho abierto de par en par. A Leo le gustaban las camisas blancas sin corbata, los jerseys de cuello vuelto, la vieja gabardina cruzada. Conservaba ese viejo aire de Montand que me había cautivado en nuestras primeras citas, pero con el tiempo su propia personalidad había logrado distraerme del juego evocador y ahora Leo ya no se parecía a nadie salvo a sí mismo. Su atractivo no estaba tanto en los rasgos como en su personal forma de mostrarlos. A mí me gustaba su cuello, espeso y cuadrado, su mirada picajosa, su perfil irrepetible y sus manos hábiles. El pliegue de su estómago sobre la cintura, que en cualquier otro hombre hubiera adquirido la categoría de simple michelín, en él constituía una gracia anatómica, un exceso premeditado y lascivo. Pero cuando más me gustaba Leo era sin duda cuando salía de la ducha, con la cabeza mojada y los hilillos de agua resbalándole por el cuello. Tanto me gustaba que a veces me sentía provocada, hacíamos de nuevo el amor y él tenía que volver a ducharse.
Me dispuse a organizarle un poco la habitación aprovechando su ausencia. Tenía la sospecha de que Leo censuraría ese ataque de hacendosidad por mi parte, pues delataba así cierta emoción de esposa abnegada, y yo era cualquier cosa menos una esposa abnegada: a mí no me gustaba hacer las camas, ni doblar los jerseys para ponerlos en los cajones, uno encima de otro, tampoco me gustaba quitar la mesa y fregar la cocina después de cenar, con restos de comida por todas partes, lo único que me gustaba un poco, sólo un poco, era planchar, porque la ropa planchada olía a limpio y mientras planchaba me hacía a la idea de estar anunciando el aroma del hogar, que es una cosa muy decadente. Sin embargo, no seguí mi intuición y con un primor casi místico me lancé a colocar la ropa en el armario, bien calzada en las perchas, vacié los ceniceros, abrí la ventana para ventilar el cuarto y ordené la mesilla, poniendo cuidado en no desbaratar sus papeles, porque si Leo era como Ventura se molestaría al encontrar los papeles cambiados, y si era como yo también, pues en casa no soportaba que la asistenta limpiara la mesa del estudio y devolviera los libros sueltos a la librería: ella siempre los colocaba en el lugar que no les correspondía y luego no había forma de encontrarlos. Será que lo has prestado, decía Ventura cuando me veía subida en la escalera buscando un libro con desesperación, será que lo he prestado, respondía yo, pero yo sabía que no lo había prestado y continuaba buscando como una enloquecida, hasta que al final lo dejaba, cansada de tanta desesperación, y un día, cuando ya no necesitaba el libro, aparecía en el sitio más inesperado y yo decía, no es posible, si aquí he mirado trescientas veces. Pero era posible.
En el cajón de la mesilla, junto a un pasaporte y algunos dólares, había un paquete envuelto en una bolsita de plástico. Lo cogí y ante mi sorpresa comprobé que se trataba de un paquete de preservativos. Qué cosa más rara, una caja de preservativos, pensé. Leo no usaba preservativos conmigo y me sentí momentáneamente contrariada. Qué cosa más rara, volví a pensar. La contrariedad se transformó en sospecha cuando vi que en la bolsa de plástico figuraba la dirección de una farmacia próxima al hotel. Empujada por una incontenible curiosidad, abrí la cajita y conté los preservativos, que a simple vista parecían chicles. Faltaban dos. Uno y dos. Si mis cálculos no fallaban (y no podían fallar porque eran evidentes), Leo había comprado los preservativos para utilizarlos con alguien que no era yo. Entonces la cosa rara me sobrepasó.
Primero fue el morbo, después la desazón y por fin el dolor, que se agarró a mis entrañas como un parásito. Hundí la cabeza en la almohada y mi rabia fue poblándose de imágenes de mujeres sin rostro, mujeres que compartían a Leo conmigo y a las cuales sin duda pertenecía alguno de los matices que componían aquel olor plural y abotargado. Histérica, busqué restos de presencias ajenas, cabellos rubios en el lavabo, toallas mojadas por partida doble, huellas de maquillaje, algo. Estaba obsesionada y lo husmeaba todo con una inquietud perversa, como si hubiera perdido el juicio. Era tal mi insistencia que cualquiera hubiera podido pensar que deseaba encontrar la prueba definitiva. De nuevo corrí hacia el armario, descolgué una por una las prendas de las perchas y las arrojé al suelo después de escudriñarlas minuciosamente. Hurgué también en la maleta, en los papeles de la mesilla, en una pequeña bolsa de mano con el anagrama de una compañía aérea que tenía las letras pintadas de color azul. No hallaba nada pero también lo hallaba todo, porque en todas las pertenencias de Leo había sutiles indicios de traición, puntos suspensivos que conducían a un montón de interrogantes. ¿Por qué Leo me engañaba? ¿Por qué había tenido necesidad de mentirme hasta el extremo de pedir que me fuera con él? ¿Y yo? ¿Qué había hecho yo para provocar que fingiera? ¿Acaso le había exigido quererme? ¿O todo era una maniobra de venganza por mis acosos telefónicos? ¿Por qué no me lo había dicho? ¿Y por qué había venido? ¿Por qué correspondía a mi entrega con engaños? ¿No le proporcionaba yo, como tantas veces me había dicho, los mejores orgasmos del mundo? ¿Hasta dónde pretendía llegar con su simulación? ¿Qué extraña causa le impulsaba a retenerme? ¿Era un sentimiento de frustración el que me embargaba o eran de nuevo los malditos celos? ¿Pero tan malo era ser celosa? ¿Por qué me estaba prohibido tenerlo a él si él me tenía a mí? La idea de Leo martilleaba en mi cabeza como una horrible migraña. ¿Empezaba a volverme loca o la locura era lo que me había mantenido ciega hasta entonces? ¿Quería llorar, desmayarme, esperar que llegara, pedirle explicaciones, volver a llorar…? ¿Qué quería? ¿Dónde estaba Leo? ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estaba el amor que decíamos profesarnos?
Читать дальше