En sus visitas, Leo se alojaba siempre en el mismo hotel, un establecimiento antiguo, de moquetas agrietadas, que mi memoria nunca relacionó con otra situación que la derivada de nuestras citas amorosas. Los conserjes no me miraban, pero yo siempre tenía la impresión de que mi cara lo anunciaba todo; por eso atravesaba la recepción con andar arrogante y unos ojos neutros que no neutralizaban nada, ni mi taquicardia, ni mi deseo, ni la necesidad de hacerme pasar por una ejecutiva que tenía una cita de trabajo con un cliente. Era como si aquellos hombrecillos disfrazados de uniforme no tuvieran otra cosa que hacer que descifrar mis gestos y deducir, malamente, que no eran los gestos de una mujer imbuida de sexo. Pasar la recepción suponía pasar la frontera. Una vez en el ascensor, respiraba aliviada. Por suerte no había encontrado a ninguna persona conocida, sin ir más lejos a la asistenta, al hermano de la asistenta, al ex-marido de Loreto, a Loreto misma cultivando el amor furtivo con Charo, a un amigo de Ventura, al vecino del segundo B, que era el típico vecino que estaba siempre en todas partes, al tutor de Marius, a la loca madre de Charo, al director de mi agencia, al fotógrafo con el que había trabajado para hacer una guía de hoteles rurales, al portero de la casa de padre, a Silianne, la francesita de Marius, a Marius -qué horror, a Marius no-, a Domingo, el veterinario de Rocco, y a todos los hombres y mujeres que pasaban por mi vida aunque fuera de puntillas. Empezando por Ventura, claro.
La puerta de la habitación estaba entornada, pero no quise irrumpir sin avisar y di unos golpecitos con los nudillos mientras la empujaba suavemente. Leo permanecía de pie, me había visto bajar del taxi y esperaba mi llegada con una indescifrable mueca en el rostro. Puede que no fuera una mueca de ilusión, pero por un momento yo me lo creí, fue un momento rápido y eterno a la vez, supongo que yo estaba sonrojada y él contemplaba mi sonrojo. Nos quedamos quietos, uno frente a otro, sin atrevernos a avanzar. Y el momento seguía. Creo que después me miró como me había mirado la primera vez, despacio e intensamente, porque yo me sentí descolocada por dentro y la espina dorsal fue como el epicentro del terremoto que habría de venir. El reencuentro con la línea de su boca en seguida precipitó mi deseo, pero me contuve porque la propia contención me hacía desearlo más y eso, junto a su contención, suponía el mejor aliento para el placer. Leo no era un hombre apresurado, le gustaba entretenerse en los prolegómenos y se crecía poco a poco, hasta que mi entrega quedaba anulada por su posesión. Leo quería dominarme y, para lograrlo, dominaba primero sus impulsos, los saboreaba apretando la mandíbula, me desafiaba con la línea de su boca, que a mí me parecía una línea en carne viva, y finalmente desmenuzaba en mi cuerpo un ritual de caricias muy elaboradas. Pero esta vez yo también me contuve, y no sólo para alimentar su deseo sino para mantener a salvo mi dignidad, que en aquellos momentos, y pese a sentirme bajo los primeros efectos de la seducción física, era ruinosa. Cuando pude recobrar el sentido de la orientación y comprendí que estaba en el primer piso de un hotel poco iluminado, frente a una cama con la colcha algo revuelta, una mesilla de noche donde Leo había depositado un puñado de monedas, su reloj con la esfera cubierta por un protector transparente y unos papeles, entre los que se podían adivinar varias facturas y algún billete, hablé. Mejor dicho, primero nos dimos un beso, luego yo me deslicé hacia la ventana y dije algo de espaldas a él, como sucede en las películas, porque sólo en las películas la gente habla de espaldas a sus interlocutores, y mientras pronunciaba una frase torpe vi cruzar a una mujer mayor que llevaba de la mano a una mujer joven, la mayor caminaba algo más adelantada y tiraba de la joven, que era mongólica y tenía la cara en forma de hogaza. Creí haber vivido antes aquella escena, quizás con las mismas mujeres y yo desde la ventana de un primer piso, retirando ligeramente el visillo con la mano y hablando como si tuviera la boca en mitad del cogote. Leo comentaba que había estado seis horas tirado en un aeropuerto y que le habían extraviado una bolsa en un tránsito. Decía palabras sueltas, temeroso de no encontrar buena acogida en mí. «Te ha crecido mucho el pelo», murmuró al tiempo que hacía sonar el mechero con el que encendía uno de sus cigarrillos Camel. Clic. Oí cómo aspiraba el humo, oí cómo lo expulsaba, oí cómo se detenía y callaba. Imaginé que su mirada me lamía la cerviz y tuve miedo de no poder resistirlo. Leo recordó en ese instante que llevábamos tres meses sin vernos. «Tres meses separados», dijo mientras aspiraba de nuevo el humo y lo arrojaba con fuerza. Su voz sonaba fosca, quizás como el ruido del viento entre los árboles del bulevar que cruzaban las dos mujeres, la mayor y la joven, cuya imagen me retrotraía en el tiempo. Viento de tarde, voz de fumador, congoja del tiempo. La presencia de Leo no me impedía recordar que en mi mente habitaba otra imagen como aquélla, con dos mujeres también de la mano, siempre juntas como si fueran prolongación la una de la otra. Madre las visitaba a veces porque formaban parte de su exigua familia y se sentía obligada a cumplir con ellas en algunas fechas señaladas. Loreto y yo la acompañábamos, no porque lo deseáramos realmente sino porque ella nos obligaba. Eran visitas casi siempre dominicales; madre cargaba con bolsas de ropa que nosotras habíamos dejado casi nueva y antes de llegar a su casa entraba en una pastelería y compraba pastas de té para la merienda. Yo quería ser fuerte, pero aquella niña mongólica me aturdía y desbarataba mi sonrisa, que siempre se quedaba helada ante sus grititos de alegría. «¡Las primas, las primas!», chillaba ella sin dejar de dar brincos cuando nos veía asomar por la puerta. «¡Las primas, las primas!», repetía levantándose las faldas en un arrebato de alegría. Se pasaba la tarde abrazándonos con un entusiasmo insoportable. La mongólica no era nuestra prima, pero se llamaba Violeta y madre decía, para tranquilizar su conciencia, que Loreto y yo siempre habríamos de tener un lugar en nuestro corazón para la prima Violeta. Los besos de Violeta la mongólica se esfumaron con el tiempo. Un día supe que murió después de cumplir los veinticinco años, pero ya entonces nosotras estábamos liberadas de aquellas pesadillas dominicales y no la visitábamos ni le llevábamos ropa ni le guardábamos un lugar en nuestro corazón. Loreto y yo -seré sincera: yo más que Loreto- habíamos encontrado pretextos para huir del paternalismo en el que habíamos sido educadas y esquivar de esta forma las cargas familiares.
Noté una mano sobre la curva de mi cintura y el recuerdo se esfumó, el poder de Leo arrebató a Violeta de mi memoria y las mujeres del bulevar desaparecieron por la boca de un metro, atrapadas seguramente en una bocanada mineral y caliente. Me atrajo con fuerza y sentí en mis nalgas el brote vigoroso de su sexo que me colmaba de latidos. Fueron unos segundos, apenas nada. En seguida volvió mi cara hacia él y su mano sudada me acarició el cuello. Miré aquellos rasgos que tanto había dibujado en mis sueños, su poderosa mandíbula, la frente abierta, las marcas de una antigua varicela en su mejilla izquierda y, sobre todo, la línea de su boca, una línea que era siempre la huella indeleble de su fisonomía en mis recuerdos. Su mechón parecía aceitoso y le cabalgaba la ceja en dirección al párpado. No me besó. Leo se acercaba poco a poco a mis labios y cuando estaba a punto de rozarlos, retrocedía lentamente. Todo fue largo, casi agónico. Como obedeciendo a una extraña costumbre me desembaracé de Leo y corrí las cortinas para reproducir ese universo íntimo que presidía siempre nuestros encuentros. Tenía que ser de noche y de espaldas a la calle. Como una autómata me llevé las manos hacia atrás y empecé a bajarme la cremallera de la falda, después me quité el jersey, los zapatos, las medias. Leo se había sentado en un pequeño sofá y me miraba con ojos condescendientes. Observó mi operación sin pronunciar palabra. Cuando colocaba los pendientes de ámbar en el cenicero de la mesilla, carraspeó un poco y dijo: «Fidela, he venido para buscarte.» Yo no pretendía ninguna explicación, pero aquella frase penetró en mí como una contraseña mágica y a punto estuve de derretirme. Dios, no podía ser cierto: había venido a buscarme, había venido a buscarme… No alteré la expresión y él debió de pensar que no me conmovía, por eso continuó impasible en su butaca, contemplando el ir y venir de mis movimientos en la habitación. «He venido a buscarte», repitió más fuerte. Yo lo miré entonces para desafiarlo, con una mirada que pretendía ser seca, encastillada, de mujer que antepone sus principios y no se deja camelar así como así. Pero la verdad es que estaba hecha un lío: yo no era una mujer de principios ni sabía desafiar a nadie, aunque dominara las posturitas y desde pequeña hubiera aprendido a tragarme las rabietas para no dar facilidades a mis adversarios. Aguanté la mirada casi sin pestañear, dos segundos, tres, cinco, hasta seis o siete, que es mucho tiempo para aguantar una mirada sin acompañarse de palabras. Tenía la cabeza dominada por muchos pensamientos contrapuestos y sentía como si dos fuerzas tiraran de mí, una hacia Leo y otra hacia ninguna parte, o más bien hacia dentro de mí, hacia esa guarida donde acostumbraba recogerme para proteger mi debilidad. Pero Leo era un hombre de reacciones imprevisibles: tenía mis medias entre sus manos y las agujereaba rabiosamente con la punta del cigarrillo. Una vez, y otra, y otra. Dios mío, mis medias, pensé, ahora tendré que volver a casa en piernas. Fue lo único que se me ocurrió. Qué hago sin medias, cuando salga estarán todas las tiendas cerradas, vaya desastre. «He venido a buscarte», murmuró de nuevo, y fue entonces cuando no pude más y por mi rostro corrieron lágrimas redondas como garbanzos. Leo se incorporó y empezó a aflojarse la hebilla del cinturón. Yo me comí las lágrimas y mi cuerpo tembló como si estuviera hecho de gelatina. Aquel día no nos dio tiempo a juntar las camas.
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