Cerré la puerta del piso al tiempo que cogía aire en los pulmones para exhalar un suspiro de alivio. Fue entonces cuando escuché voces en el salón. No muchas voces sino pocas, una especie de murmullo. Estaba cansada y la idea de enfrentarme a una visita me contrarió como me contrarían tantas cosas al final del día, sobre todo si estoy cansada y acabo de entrar en casa con un suspiro de alivio. Llevaba fuera desde primera hora de la mañana, las medias se me pegaban a las piernas como una segunda piel y en las axilas tenía ese picor característico de cuando los pelos quieren romper el poro para asomar a la superficie. Quise descalzarme como estaba acostumbrada a hacerlo, empujando con la puntera del zapato el talón del pie contrario, pero me contuve. Vencí el peso de mi cuerpo sobre un lado e incliné la cabeza hacia la puerta para identificar las voces. Al principio sólo oí a Ventura mascullando palabras átonas e indescifrables, frases para salir del paso, pero en seguida surgió la voz de Charo, potente y fresca como el chorro de un manantial. Me extrañé. Hacía varias semanas que no sabía nada de ella y, aunque le había dejado algunos recados en su casa, no daba señales de vida. Estaba decidida a hacerme la digna y no insistir más. Charo no era de esa clase de amigas que cultivan una amistad pasiva, esperando siempre que seas tú quien coja el teléfono y llame. Todo lo contrario. Tenía un sentido de la relación muy particular, no olvidaba cumpleaños ni santos y constantemente te sorprendía con detalles que conducían al sonrojo. Cuando menos lo esperabas recibías una postal suya, o una cinta donde había grabado las canciones más emblemáticas de nuestra juventud, o una botella de vino de cierta marca especial (ella misma se encargaría de recordarte que con aquel vino nos habíamos emborrachado juntas una noche de hipos y luna en la que yo me puse pesadísima añorando al pintor) o un manifiesto feminista lleno de ocurrencias. Así era Charo. Dadivosa, activa, siempre dispuesta a tomar la iniciativa en las relaciones. Esta vez, sin embargo, la notaba rara y no quería interferir. Sabía, por Loreto, que permanecía en la ciudad y que su madre, tras un pequeño paréntesis en el frenopático, había vuelto a casa asumiendo todos los poderes. Nada más. Charo huía de mí, estaba clarísimo, por eso me sorprendió verla en el salón, sentada sobre su pierna derecha, como si no hubiera pasado nada. Me apoyé en el umbral con el cuerpo derrotado y no tuve fuerzas ni para saludar. Ella, insuflada como siempre de vitalidad, incorporó su grueso andamiaje y, mientras se acercaba a besarme, hizo una observación sobre mi victimismo. Entonces no pude mantener el tipo y sonreí. Es decir, sonreí sin abandonar el victimismo, porque realmente estaba cansada y no tenía ganas de disimularlo.
Como todos los jueves, había almorzado en casa de padre -entre nosotros había un pacto tácito: tú vienes los jueves a mi casa y a cambio yo te dejo en paz y no voy nunca a la tuya-, pero, a diferencia de otros días, esta vez habíamos prolongado la sobremesa. La conversación con padre había prendido en mis sienes, que me pesaban como debe de pesar el remordimiento. Ahora entiendo a Marius cuando describe los síntomas de su nerviosismo diciendo: es como el dolor de cabeza, pero al revés. Yo también tenía dolor de cabeza pero al revés, me sentía agujereada por dentro, ocupada por muchos vacíos que, al juntarse, formaban un hueco mayor y redondo. Necesitaba llenarme de palabras y pensamientos para neutralizar otro pensamiento principal, el de padre, que gravitaba sobre mi conciencia produciéndome gran malestar. Era sin duda una manifestación de culpa, pero yo no lo aceptaba y buscaba continuas excusas para no sentirme responsable.
Estaba acostumbrada a tomarme los almuerzos con padre como un sencillo trámite. Llegaba a su casa a las dos en punto y siempre lo encontraba en la misma posición, con el periódico sobre la mesa, las gafas cuidadosamente dobladas junto al periódico y la mirada enquistada en un punto indeterminado del espacio, quizás en la cómoda, que formaba parte del paisaje doméstico como lo formaba padre. De hecho mis ojos se habían acostumbrado a verlo como se acostumbraron a ver la cómoda, cuya panzuda silueta me abordaba nada más doblar el recodo del pasillo. Comíamos casi siempre en silencio, intercambiábamos las palabras justas, veíamos las noticias por televisión y alguna vez tomábamos café junto a la ventana, sentados en esas viejas butacas de reposabrazos raídos, cubiertos por unos protectores de ganchillo. De pequeña me subía en esas mismas butacas para mirar la calle y recrearme en la contemplación del bar de enfrente, donde pasaban muchas cosas que nunca terminaba de imaginarme. Cuando quitaron el bar pusieron una tienda de persianas y yo me quedé sin entretenimiento. Ahora hay una boutique del pan que no ofrece ningún espectáculo porque entra y sale gente normal que va de paso por la vida. Algunos días me paro en la boutique antes de subir a casa de padre y compro una chapata o un pan de payés. Es una tienda hecha de madera de pino, con muchos compartimientos para clasificar las distintas clases de panes. Da gusto verlos. Hay también unas cestas grandes decoradas con panes trenzados, barras como con puntillas de harina, panes rellenos de nueces, panes integrales, panes de todas las formas, panes que no parecen panes. La boutique del pan le ha dado un aire distinto al paisaje que se divisa desde mi ventana. La calle es la misma, mi calle, pero yo no la encuentro igual porque ya no me pertenece, apenas reconozco a las familias del vecindario y los tiempos la han dotado de una personalidad nueva por la profusión de oficinas, restaurantes, papelerías y cajeros automáticos. Padre no quiere irse de casa. Ha vivido en ella desde los quince años y no podría acostumbrarse a escuchar sonidos nuevos de autobús, a subir por unas escaleras en las que no huela a lombarda, a contemplar una fisonomía distinta desde la ventana del cuarto de estar. Pero a mí me preocupa padre. Acaba de jubilarse y creo que esta soledad recién inaugurada puede ser peligrosa para su salud. Ahora desayuna fuera de casa, va mucho a los museos y ha recobrado alguna amistad entre sus compañeros de carrera, pero no es lo mismo. Me apena su mirada quieta e introspectiva, esa generosidad que ahora, más que nunca, empieza a parecerme santa, su obsesión por pasar inadvertido y no pedir nunca nada, su amable y respetuoso silencio, su delicadeza, su enorme sensibilidad.
Aquel día comprobé que tenía mala cara, pero no se lo hice notar y tampoco él dijo nada. Recorrí las habitaciones como tantos días he hecho, siempre a la búsqueda de fotos, antiguallas, recuerdos de familia. De mis frecuentes batidas por los cajones proceden muchos objetos que ahora decoran mi hogar conyugal. Cuando le pido algo, padre sonríe y dice que acabaré por expropiarle sus recuerdos, pero siempre termina cediendo. Con Loreto le sucede igual. Padre siempre ha tenido una debilidad especial por Loreto, al fin y al cabo es farmacéutica como él, ha heredado la farmacia en vida y juntos comparten temas y conversaciones que a mí me resultan extraños. Loreto corresponde a su manera, esto es, visitándolo más que yo. La mayor parte del tiempo, sin embargo, padre está solo; ha descubierto el placer de la añoranza y saborea los días pasando los dedos por el tiempo muerto.
Padre me había insinuado que Loreto se mostraba extraña, insinuación que rebatí quitándole importancia. Tal vez padre tuviera razón, pero yo estaba demasiado ocupada con mis asuntos y no pensaba en Loreto, como tampoco pensaba en Charo, aunque me hubiera molestado su premeditada huida y esta noche disimulara ante ella con sucesivos gestos de cansancio. Pero Charo me conocía demasiado. No permitió que un solo rapto de mosqueo se interpusiera en nuestra conversación, me preparó un whisky mientras yo me desvestía, y fue conmigo a la cocina para organizar algo de cena. Ventura se sumó al trabajo, pero Charo lo devolvió al salón y yo comprendí que quería hablar conmigo a solas. Todo lo que. me dijo apenas ha quedado registrado en mi memoria, porque la memoria tiene mecanismos para rechazar aquello que no desea retener, y yo no deseaba retener una conversación salpicada de mentiras y justificaciones hipócritas. Me confesó que tenía sentimientos de pesar respecto a su familia, pero que había llegado el momento de velar por sí misma, o, dicho en plan cursi, por el cultivo de la propia alma. Había encontrado su fuerza y quería usarla. Eso todavía no lo he comprendido, pero lo pronunció así y así lo escribo. También estaba dispuesta a iniciar un nuevo viaje. Largo, creo. La felicidad -añadió- puede ser un estado pleno y permanente. Tampoco eso lo comprendí, pero me abstuve de contrariarla.
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