Durante la cena cruzó con Ventura algunos mensajes crípticos que pasaban ante mis ojos como un partido de tenis. Estaba yo tan agotada que no tenía fuerzas para rebatir nada. Fui al baño y observé en el espejo que el corrector de ojeras se me había cuarteado sobre el rostro y que mi aspecto era el de una cuarentona prematura. Me vendría bien operarme las bolsas, pensé. Las bolsas eran una herencia familiar. Las tenía madre y las tenía Loreto, ella incluso más acusadas que yo. Charo, en cambio, mantenía una lozanía envidiable. Charo no se maquillaba nunca, sólo utilizaba brillo en los labios y, en ocasiones excepcionales, un poco de colorete. La sencillez le favorecía y siempre parecía una mujer recién salida de la ducha. El exceso de kilos, lejos de afearla, también contribuía a proporcionarle un aspecto vitamínico, francamente saludable. Charo tenía una naturaleza privilegiada y no necesitaba cremas nutritivas para mantenerse en forma. Cuando se marchó, recogí los ceniceros y subí a la buhardilla. Casi sin pensarlo marqué el teléfono de Loreto. Cinco cuatro dos, cero seis, cuatro cero. Todo lo que he olvidado de la conversación con Charo lo recuerdo de la conversación con ella. Habló de las obras de reforma de la farmacia, de las últimas novedades de los abogados respecto a su separación matrimonial, del estado de salud de padre y de la inesperada inspección de Hacienda. Todo con ese soniquete espléndido, algo nasal, que la caracterizaba. Detrás del teléfono imaginaba yo su cara de pájaro, sus manos hábiles recogiendo algo, o tal vez desplegando naipes sobre la mesa, porque Loreto era muy aficionada a los solitarios y aprovechaba cualquier ocasión para poner a prueba su ingenio. La suponía rodeada de plantas (un poto o muchos potos y acaso también una kentya coronando el aire), vestida con uno de sus maravillosos saltos de cama, los pies descalzos, el pelo recogido con una goma y las aletas de la nariz algo infladas por efecto de la conversación inesperada. Como me había adelantado padre, Loreto estaba rara. O más que rara, esquiva. Rehuía deliberadamente algunas de mis preguntas y se escudaba en temas de los que nunca me había hecho partícipe. Creo que fue ella quien me devolvió a la realidad cuando pronunció las mismas palabras que Charo: la felicidad no está hecha de momentos intermitentes. La felicidad también puede ser un estado pleno, permanente. Entonces sentí la sacudida y mi imaginación corrió como el viento.
Loreto lo reconocía: ella y Charo habían encontrado una nueva forma de amor.
Era yo y estaba terminando de maquillarme cuando llamó Leo. No sé qué pensar. Si pienso me inquieto, y si me inquieto no acabo de pensar. Su visita se adelantó, se adelantaron sus explicaciones, su llamada, su amor por mí, que había sufrido un fuerte revés a raíz de su desaparición. Leo no podía disimular cierto orgullo por haber desestabilizado mi vida en las últimas semanas. La duda me había impedido ser feliz, y eso le producía una suerte de malévola complacencia. Me avergonzaba recordar las tonterías de días atrás, las numerosas llamadas telefónicas con las que bombardeé a su mujer, las estúpidas cartas enviadas con sello de urgencia. Mi soberbia no podía soportarlo. Me daba asco verme tan desprotegida, con las miserias de mi alma al aire. Ahora yo era una mujer vencida que había de labrarse nuevamente su seguridad ante el hombre. Leo se sentía crecido, su presencia sonaba recia y yo trataba de enderezar a toda prisa mi compostura.
Leo estaba aquí. Olía a sudor cuando me llamó por teléfono, porque incluso desde lejos yo siempre capto su olor, y el de esta vez era espeso y un poco ácido, a tono con su respiración algo jadeante, como de haber terminado una carrera y necesitar aire en los pulmones. Acabé de arreglarme mientras pensaba en él, pues ya no estaba segura de que su amor me importara tanto como siempre había creído que me importaba. Al final estaba nerviosa y la idea del encuentro empujaba mis venas. Me atildé bien. No tanto como para llamar su atención, pero me atildé. Unté mi cuerpo de crema, las piernas -esas piernas que se escaman tanto-, las manos, los pechos. Estaba preparada para el amor, aunque no quería reconocerlo y necesitaba fingir mi coquetería para compensar la imagen que Leo traía ahora de mí. Me llamó cinco minutos antes de que pudiera llamarlo yo, anticipó su viaje para darme una sorpresa y desde el mismo aeropuerto marcó mi teléfono. Yo supe que no era una llamada de larga distancia, porque su voz, como ya he dicho, no retumbó entre las brumas sino que sonó próxima y me acarició el oído. Fidela, dijo separando bien las sílabas, Fi-de-la, y en seguida prendió en mis carnes la esperanza.
Le di la comida a Rocco y salí de casa. Con los sentidos bien abiertos, devoré la calle, la luz salió al encuentro de mis ojos y el paisaje adquirió una viveza distinta a la de los últimos días. Los esqueletos de los árboles trazaban filigranas sobre mi cabeza. Nunca se me había ocurrido pensarlo: filigranas sobre mi cabeza. Qué tontería. Siempre era así, quiero decir que en otoño aquellos árboles se quedaban despoblados y las ramas trazaban filigranas sobre mi cabeza, pero yo nunca me fijaba en eso porque caminaba mirando al suelo, iba a lo que iba sin prestar atención a las personas que se cruzaban conmigo y con las cuales también tropezaba. Ventura solía repetirme: ten cuidado, cierra el bolso, no seas tan confiada, mira a la gente, que no te enteras, Fidela. Pero yo me enteraba; cuando sufrí el atraco llevaba el bolso bien cerrado y los dos jóvenes que me abordaron tenían pinta como de salir del cine de ver una comedia musical, los vi llegar y hasta que no los tuve encima y me pidieron fuego no pensé lo peor, pero incluso pensando lo peor su rostro me pareció inocuo y transparente. Sentí un apretón por debajo de las costillas, un apretón fuerte, no muy afilado, y yo debí de concluir que se trataba de una navaja porque me quedé petrificada, y cuando ellos dijeron métete en el portal y suelta lo que llevas, me metí en el portal y solté lo que llevaba sin rechistar, pero yo llevaba poco, creo que cinco mil pesetas, además de los pendientes de los gatitos con los zafiros incrustados en los ojos, que es lo que más me dolió. Desde aquel día ya no hago caso de las advertencias de Ventura y voy a mi aire, como siempre he ido, y nadie me roba, ni se mete conmigo ni me dice burradas. Pero la tarde que llegó Leo, los esqueletos de los árboles trazaban filigranas sobre mi cabeza y yo me di cuenta. Todo era un poco distinto, más excitante sin duda. Por primera vez eché en falta la bacaladería, en cuyos escaparates me había entretenido mucho para contemplar el cuerpo seco y destripado de los bacalaos. La calle había sufrido un proceso parecido al de la calle de padre, y lo lamentaba. Desde que quitaron la bacaladería para poner una tienda de telefonía móvil, mi calle también era un poco menos mía, pues me costaba reconocerla fuera del aroma salado que arrojaban los bacalaos y que siempre me acompañaba hasta el ascensor. El único signo de identidad que permanecía intacto eran las fachadas ahumadas, tan ahumadas como las palomas, entre las que yo trataba de abrirme paso ahuyentándolas con pies falsos. Ventura tampoco comprendía mi aversión por las palomas, y me tomaba el pelo cuando daba rodeos para evitarlas. Las palomas son como ratas voladoras, decía yo, ratas con un motor que emite una música amenazante. La visión de las palomas no traía paz a mi espíritu, pero rehuí mirarlas y al llegar a la altura del semáforo levanté la mano y detuve un taxi. Creo que el corazón me latía a doscientas pulsaciones por minuto. Entonces comencé a elaborar mi estrategia, porque todos los amores tienen una estrategia, hasta los que están más seguros, y yo me sentía atribulada por la inseguridad. Lo primero que haría es mantener la calma, desviar la conversación cuando Leo intentara obtener alguna razón de mis persecuciones y, en cualquier caso, conquistar la dignidad arruinada. Era una tarea difícil, pero su éxito o fracaso dependía sólo de mí. En todas las relaciones hay momentos en que los papeles se alteran y cada una de las partes adquiere un protagonismo distinto. Yo, que había conseguido enamorar a Leo gracias a mi aparente desinterés, estaba ahora más interesada que nunca, y eso provocaba en él una reacción pasiva, huidiza y también un poco desinteresada. Yo era el principio de acción y él era el principio de reacción. Yo quería y él sólo se dejaba querer. Yo me ofrecía y él se guardaba. Yo precipitaba los acontecimientos y él los frenaba. Yo era él y él era yo, pero ninguno de los dos nos reconocíamos en nuestros respectivos personajes. Éramos una consecuencia del vaivén amoroso y estábamos expuestos a una nueva prueba, porque yo no me hacía responsable de mi conducta si me sentía desamada y él no se haría responsable de la suya si se sentía acosado. Me hubiera gustado que aquellos pensamientos en los que me sumergía mientras el taxi pespuntaba la ciudad fueran ensoñaciones mías, calenturas propias de los nervios, chorradas, pero el miedo pudo más que la esperanza y hube de cerrar los ojos y apretar los puños para no sucumbir a la tentación de llorar como una cría.
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