Carmen Rigalt - Mi corazón que baila con espigas

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Mi corazón que baila con espigas: краткое содержание, описание и аннотация

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Finalista Premio Planeta de Novela 1997
Siempre había pensado que si alguna vez me separaba de Ventura sólo me llevaría el cuadro de las espigas. Es lo único que tenía cuando me casé y lo único que quisiera llevarme cuando me descase. Mi corazón siempre ha bailado con las espigas de ese cuadro que adquirí al ganar mi primer sueldo. En realidad no es un cuadro, sino una copia de otra copia, pero en sus colores están contenidos todos los vaivenes emocionales que he sufrido en los veinte años de mi última existencia, el entusiasmo, los nervios, el amor innecesario, la ternura y, al fin, esa desazón que se ha apoderado de mí y me hace sentir como si tuviera el cuerpo burbujeando en alka-seltzer.` Así es Fidela, una mujer a la deriva en el ancho mar de los sentimientos, en un mundo y un ambiente en los que apenas hay lugar para ella. Sólo el tórrido romance que mantiene con un hombre casado consigue proyectarla más allá dé su desazón cotidiana y la invita a pasar revista a su azarosa vida. El resultado es un relato vibrante y arrollador en el que las relaciones afectivas de la vida familiar cobran vida propia y se convierten en puntos de referencia de nuestras propias vidas.

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Loreto le trajo a Marius unos prismáticos. Loreto es su madrina y de vez en cuando se despacha con regalos generosos que él mira de reojo sin agradecer apenas. Lo hace en Reyes, en su cumpleaños y cuando le da la gana, porque a Loreto le gusta recrearse en su condición de madrina que saca de quicio a Ventura. He de decir aquí, en honor a la verdad, que Ventura nunca quiso bautizar a Marius, y si cedió fue por consideración a padre, que sufría sin decirlo y pensaba que su único nieto iba camino de convertirse en un desheredado. Cuando lo bautizamos tenía ya quince meses y Loreto le compró un conjuntito inglés, con unos bombachos y una blusita de cuello redondo y la pechera llena de jaretas. Parecía un principito. Fue un bautizo un poco raro, porque el niño no paraba de moverse y todo el rato se le salía la blusa del pantalón. A mitad de ceremonia empezó a llorar y yo le di unos azotes para que se callara. Poca cosa, apenas un par de palmadas en el culo. De pronto, cuando ya parecía que se había calmado, nos envolvió una vaharada fétida, potente, y el cura frunció la nariz sin disimulo alguno. Marius se había hecho caca. Loreto sacó del bolso un paquete de kleenex, mojó varios pañuelitos en colonia y se puso a restregarlos por todas partes con afán de limpiadora. Ventura estaba muerto de la vergüenza y yo miraba a padre sin saber dónde meterme. Loreto, que como era habitual en ella, se había atribuido el papel de organizadora, supo quedar bien y le pidió perdón al cura mientras nos dirigíamos al claustro para hacernos la foto de familia. De ahí salimos todos hacia casa porque la fiesta se había precipitado y Marius llevaba el pastel bajo su pantalón de principito.

Loreto se ha pasado la vida intentando resolver los problemas que desata el carácter conflictivo de Marius, sobre todo su inoportunidad, y a mí me recuerda el día del bautizo y pienso que sigue repartiendo pañuelitos de papel entre todos para aliviarnos el imprevisto. Marius y Loreto no se llevan ni bien ni mal, yo incluso diría que no se llevan, porque es una relación unilateral que se nutre exclusivamente de los regalos de Loreto y que no halla compensación alguna por la otra parte. «Te excedes con él -le dije cuando trajo los prismáticos-; estás acostumbrándolo a recibir demasiado sin dar nada a cambio.» Estaba yo en el cuarto de baño y me disponía a maquillarme un poco para ir a la agencia. Loreto, después de permanecer unos segundos apoyada en el umbral de la puerta y observándome, entró en el baño, se remangó las faldas y tomó asiento en la taza. Lo hacía siempre. Le encantaba orinar en compañía. Ella me hablaba y yo la veía a través del espejo, sentada detrás de mí. Era una imagen muy repetida a la que aún no he logrado acostumbrarme. Aquella tarde recurrimos a Marius porque así evitábamos hablar de ella y de Charo. Loreto sostenía que Marius era un chico muy normal y que el único desajuste lo constituía su relación conmigo. Es decir, que la anormal era yo. Eso no lo decía pero lo pensaba, como yo pensaba que Loreto se había vuelto un poco parecida a Marius y a Ventura. Los tres se manifestaban en versiones similares y los tres se habían confabulado para llevarme la contraria. Ella estaba algo tensa, yo lo sabía, pero se esforzaba por aparecer conciliadora. Loreto meaba sin ruido, oronda como una berza, mientras yo escuchaba su lento discurso. Quise lanzarle alguna indirecta para que me hablara de su situación, pero rechazó la oferta. En realidad Loreto estaba asustada de sí misma y sin duda buscaba alguna razón para justificarse. De vez en cuando pronunciaba consignas abstractas a las que yo atribuía muchos significados, frases como «la vida es muy complicada», «todos tenemos problemas» o «nunca se termina de cambiar a los ojos de los demás». Pero yo espantaba de mi cabeza la idea de Loreto, y no tanto porque la condenara sino porque me sentía ajena a ella. Si Loreto se hubiera mostrado receptiva a mis insinuaciones, yo le hubiera correspondido hablándole de Leo y de mi futuro, pero ella esquivaba la conversación, me dedicaba miradas autosuficientes a través del espejo y regresaba al tema de Marius una y otra vez. Charo había dejado de ser nuestro punto de encuentro para convertirse en el tema prohibido. Charo era intocable y su mención me hubiera provocado un largo sonrojo. De Charo lo esperaba todo, porque nada en ella me resultaba chirriante ni forzado. A Charo la había conocido escapándose del colegio a los ocho años y desde entonces estaba preparada a no sorprenderme jamás con ninguna noticia que viniera de ella. No es que Charo fuera homosexual, al contrario, Charo lo era todo, homosexual, bisexual, heterosexual o pansexual. Charo, en fin, era un poco de cada cosa, especialmente un poco excesiva, porque en todas las relaciones ejercía un protagonismo dominante y arrollador. Yo le hubiera dicho a Loreto que no se fiara de Charo, cuando en realidad habría tenido que decirle a Charo que no se fiara de Loreto. Mi hermana tenía mala conciencia y me lo confirmaba con su perverso silencio. Charo en cambio no tenía conciencia, ni buena ni mala. Charo era puro impulso vital, pura generosidad física. Entre medio de las dos estaba yo, atrapada de incógnitas y deseando sosegar mi intranquilidad con el remedio de Leo. Sólo él podía devolverme la confianza.

Loreto se incorporó de la taza y me pidió colorete y una brocha. Estaba algo pálida y tenía las aletas de su nariz como desmayadas. Yo le ofrecí mi bolsa de pinturas. En ese momento me miró a los ojos y murmuró casi silbando: «Estás rara, Fidela, estás muy rara.»

A las diecisiete treinta de un día de noviembre, crucé la ciudad de parte a parte, como cruza un cuchillo el corazón de una sandía, y me adentré en aquel barrio innombrable cuya única referencia era Leo. Parapetada entre el amor y la urgencia, no olí la humedad del bulevar, ni vi las lenguas de asfalto metiéndose en los túneles, ni sentí sobre mi rostro las señales del prematuro invierno. Tampoco puedo precisar si había colegiales enfundados en sus chubasqueros, ancianas que dibujaban las aceras con andar menudo o vendedores de quincalla al borde de la tarde. Mi única idea era Leo y caminaba hacia ella sin hacer caso de nada. En las últimas horas nuestros planes se habían torcido y estaba ansiosa por recuperar el tiempo perdido. Una llamada de la agencia, requiriéndome para un encargo publicitario, me había hecho posponer mi cita diaria con Leo. Sin embargo, contrariamente a lo que era habitual, la entrevista con el director de la agencia se resolvió en apenas tres cuartos de hora y yo me fui al hotel de Leo con toda la ilusión de la sorpresa en el pecho.

Nuestros encuentros estaban sujetos a imprevistos, pero eso nunca era motivo de tensión. Leo también tenía asuntos pendientes en la ciudad, reuniones de las que no me hacía partícipe, citas de trabajo en su embajada, almuerzos de trámite y cuestiones rutinarias apenas contaba para no aburrirme. Tampoco yo mostraba mayor interés en conocer aquellas actividades. Alguna vez me había hablado de ellas pero, dada mi dificultad para comprenderlas, preferí quedarme al margen y ceder el tiempo en beneficio del amor. Nuestras relaciones se habían despojado así de curiosidades superfluas y raramente cedíamos a la tentación de hablar de algo que no fuéramos nosotros mismos. Digamos que el lenguaje nos distraía. Estábamos, pues, concentrados en el amor y sólo utilizábamos las palabras para avivar el delirio casi religioso de la pasión entre sábanas. Una vez explosionados, nos entregábamos a una ternura muda. Él me acariciaba con suavidad el cabello, sumergía sus dedos en la base de mi cráneo y era capaz de estar así largo rato, hasta que me quedaba hipnotizada por el dominio de su sensualidad. Hablar en tal circunstancia hubiera sido un sacrilegio. Estando así yo no necesitaba saber nada: su entrega era la mejor respuesta a mi curiosidad. ¿Para qué perturbar aquellos sublimes momentos con interrogatorios prosaicos? Yo conocía el resultado de esas mutuas prospecciones tras el fogonazo del amor. Me había sucedido con otras parejas ocasionales. Uno de los dos empezaba pronunciando teorías sobre la fidelidad y terminaba pidiendo cuentas del día a día matrimonial. No era el caso de Leo. Su mujer había dejado de preocuparme. Leo vivía casi separado de ella y evitaba mencionarla cuando estaba conmigo. Eso, que en principio había contribuido a fomentar mis sospechas, acabó por parecerme un detalle de buen gusto. De sus tres hijos supe lo necesario, como él también supo lo necesario de Marius, aunque en cierta ocasión se atrevió a opinar que su conducta era una reacción lógica a mis instintos posesivos. Bien mirado no fue una opinión sino una sentencia. En el fondo, Leo era doctrinario y tendía a contemplarlo todo desde supuestos ideológicos que mi conciencia crítica encajaba con risas. Nuestras escasas discusiones, en lugar de enfrentarnos, alimentaban una euforia que terminaba siempre en la cama. A veces yo pensaba que su pensamiento desobedecía a su cuerpo, porque su cuerpo, especialmente a la hora del amor, gozaba de una autonomía total y parecía un cuerpo rebelado contra las ideas y contra todas las doctrinas del mundo, incluidas las de los hijos únicos. El cuerpo de Leo era una explosión de hedonismo difícil de entender en alguien como él, sometido a tantas disciplinas y rigideces. A menudo yo le decía, riendo, que su masculinidad merecía ser distribuida entre muchas mujeres. Pero mentía. Yo no quería compartir a Leo con nadie.

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