Si…
No quiero ni pensarlo.
Es que… Si me buscan para meterme preso por el discurso en el cementerio, podría esconderme en el departamento de Laura Yáñez.
Por reciprocidad.
¿Querrá ella?
No, no va a pasar nada.
Dije todo lo del «tío Bill» en inglés.
Inglés, mi único siete, la nota máxima.
Porque me gusta el rock y don Rafael me tenía buena barra. Le gustaba que estuviera en el grupo de teatro. Me lo mataron. Así 110 más. El teniente Bruna hizo todo lo posible.
¿Qué crestas es entonces hacer todo lo posible?
Traigo en la mochila el último número de Caras. Es el tipo de revista que le gusta a Laura. Satinada, con hartos avisos comerciales, mucha vida social y páginas de moda a todo color.
– ¡Viniste, loco! -me dice, dándome un besote en la mejilla izquierda y tirándome hacia dentro.
– ¿Por qué tanto misterio?
– Ya te cuento. ¿Cómo está Patricia?
Digo: «Bien. Patricia está bien.»Aunque no sé cómo está. No se lo he preguntado a ella. Mataron a su profesor Paredes y su padre ha tenido un éxito de locos con la campaña del «No». Debe de estar pésimo de mal y a lo mejor un poquito bien. Todo el mundo comenta la campaña del «No». Telefonazos de felicitaciones hasta las tres de la mañana. Recalentamos la tallarinata puttanesca y abrimos otro vino tinto. Don Adrián me pasó plata para un taxi. El metro ya no corría.
– ¿Y tú?
– No sé, loco. Pero te llamé porque amor con amor se paga.
– ¿De dónde sacaste eso?
– Qué sé yo. Lo decía mi abuela.
– ¿De qué se trata? Toma. Te traje la última Caras.
– ¡Con la Michelle Pfeiffer en la portada! Super woman. ¿Cierto?
– Es rica.
– Tu tipo, ¿te caché?
– No sé, Laura. No sé cuál es mi tipo. Acabo de cumplir los dieciocho. No sé cuál es mi tipo y no entiendo nada de nada.
– Pero como la Patricia Bettini…
– ¿Qué? ¿Qué pasa con Patricia?
– Es que ella es tan…
– ¿Tan qué?
– Elegante. En cambio, yo…
– Eres diferente, Laura. Ninguna es mejor que la otra. Son nada más que diferentes.
– ¿Te gusto?
– Te encuentro la raja.
– Tengo Coca-Cola, Bilz, Pap y cerveza. Cerveza Escudo, no más.
– Coca.
– ¿Con hielo?
– Tres cubitos.
Va a la cocina y trae una Coca familiar. Ya tiene listo un platillo con dados de queso y aceitunas verdes. Es mediodía, pero parece un cocktail vespertino.
– Siéntate, que te vai a caer muerto.
– Dime -le digo, obedeciéndole.
Ella se acomoda en la punta de un sofá de mimbre con respaldos acolchonados de color café. Muy señorita, junta las rodillas evitando exponer sus muslos mates y tersos.
– Se trata de tu papi, Nico.
Ajá, por eso quería que viniera. Nada de teléfono. No quiero oírlo. Quiero morirme de antemano. Morirme ya.
– ¿Sabes algo?
Laura mira las paredes de su living y la puerta que conduce al dormitorio y la otra hacia el pequeño balcón. Hay una reproducción de un cuadro con bailarinas de Degas y una foto enorme de Travolta con un traje de raso blanco muy ajustado y el chaleco de mangas cortas abierto en el pecho.
– Nico… Sé cómo llegar a él.
– ¿Está vivo? Al profesor Paredes…
– Ya sé.
Hay algo que la retiene. Quiere y no quiere decírmelo. ¿Para qué me trajo?
– Por favor.
Sacude la brillante mata de pelo azabache rizado y me mira fijo, contundente, a los ojos.
– Lo que te voy a contar ahora habla pésimo de mí. Te lo cuento solamente a ti porque me echaste una mano.
– Está bien. Dime.
– Te encuentro muy pendejo, pero siempre me has llamado la atención. Lo hago por ti. Y por el profesor Paredes. Me puso un cinco. Por la primera estrofa de Annabel Lee. Poe. ¿Te acuerdas? Su cinquito, me dijo.
– No cacho.
Se pasa las manos por las narices y aspira como si tuviera un resfrío.
– Este departamento me lo puso un gallo. ¿Cachai?
– Ya.
– Un gallo casado.
– Ya.
– Un tira.
– ¿De la CNI?
– No eri' na tan aturdió… ¿Me vai a echar un discursito moralista?
No sé. No sé qué hacer ni qué decir. No esperaba esto. Bebo medio vaso de Coca-Cola. Me queda un cubo de hielo en la boca y lo tiro de un lado a otro con la lengua.
– No.
– Creo que a través de él podemos llegar a tu papi.
– ¿Por qué?
– Lo sé no más, Nico.
Me gustaría ser adulto. Entender más de la vida. Leído más libros. Conocer la psicología de la gente.
– ¿Qué tengo que hacer?
Laura se inclina hacia mí y me toma las manos. Las levanta y las lleva a su boca. No las besa. Simplemente apoya sus labios en mis dedos.
– ¿Tenis algo de plata?
La miro. La miro con mi alma entera volcada en mi estupor.
– ¿De dónde, Laura? Ni siquiera he ido a cobrar el sueldo de septiembre de mi papi porque tengo terror de que me agarren.
– ¿Tenis de dónde sacar algunos pesos? ¿Vender algo?
– ¿Qué?
– No sé. Un auto.
– No tenemos auto. Caminamos. O el metro.
– Un televisor.
– Todos tienen televisor. ¿Qué me van a dar por un televisor?
Laura aparta mis dedos. Los besa uno a uno. Después pestañea tres, cuatro veces. No me mira.
– Te comprendo, Nico, te comprendo.
Luego va hasta un armario de madera y saca una botella de ron Bacardi blanco. Le echa un chorro a mi Coca-Cola y se pone un poquito en su propio vaso.
– Entonces no me queda más que ver cuánto me quiere este detective concha e'su madre.
Raúl Alarcón, Florcita Motuda, llamó por teléfono a Adrián Bettini agradeciéndole efusivamente haberlo puesto en la campaña. «Soy el hombre más popular de Chile -le dijo-. La gente me besa en las calles. El chofer del taxi no me quiso cobrar: "Si usted tiene el valor de enfrentar a Pinochet, ¿por qué yo no? Voy a votar 'No'. Y a todos los que suban a mi taxi los voy a convencer de que voten 'No'. Grande, Florcita."»
«Gracias, don Adrián.»
«Nada que agradecer», repuso Bettini mirando a través de la ventana un auto gris sin patente estacionándose frente a su casa. El chofer bajó la ventanilla, y su acompañante -cuyo rostro no alcanzaba a ver- le encendió un cigarrillo. El conductor entreabrió la puerta y accionó el mecanismo del asiento hacia atrás. Se puso cómodo y expulsó una bocada de humo por la ventana.
– Nada que agradecer, señor Alarcón. Soy yo quien tengo que agradecerle a usted.
– ¡A mí! Si yo soy una insignificancia. Una pobre florcita motuda.
– La gente piensa que usted es un héroe. Le espera un gran futuro, amigo.
El acompañante del hombre del coche gris descendió y cruzando la calle fue hacia la puerta de la casa de Bettini y miró el número. Luego lo comparó con el que tenía escrito en una libreta y levantó el pulgar indicándole al chofer que estaba okey.
– Un gran futuro, amigo -repitió.
Le hizo señas a Magdalena que se asomara al balconcito y mirara el coche.
Tapó la bocina del teléfono al susurrarle: «Anda a comprar algo al almacén y échale una buena mirada a la cara del que maneja.»
– ¿Usted cree, don Adrián, que vamos a ganar el plebiscito?
– El plebiscito, sí -dijo Bettini, tirándole a su esposa un beso-. Otra cosa es que acepten el resultado.
– No les queda otra. Toda la prensa extranjera está aquí y los corresponsales me dijeron que se van a quedar hasta el día de la votación.
El acompañante del conductor miraba ahora a Magdalena atravesar la calle camino al almacén. Le indicó al otro que estuviera atento llevándose un dedo a la parte inferior del ojo.
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