– Dígame, señor Alarcón…
– A sus órdenes, don Adrián.
– ¿Usted no tiene por casualidad algún amigo con una casita fuera de Santiago? ¿En el campo, en la costa?
– Fernández, en Papudo. ¿Por qué?
– Está tan bonito el tiempo y lo he visto un poco paliducho. ¿Por qué no se va algunos días a la playa a tomar sol?
Al otro lado de la línea hubo un largo silencio. Después Alarcón carraspeó.
– ¿Le pasa algo, señor Bettini?
– No, nada. Nada.
– Perdone que le pregunte pero ¿usted tiene miedo?
– No, hombre, no -contestó buscando en su agenda el número del cónsul de Italia.
– Porque lo que es yo…
– ¿Cagado de miedo?
– Tanto como cagado, cagado, no. Pero su resto. No quería molestarlo. Era sólo para agradecerle… haber creído en mí…
Bettini sonrió con amargura. Omitió lo que realmente tenía que informarle: «No creí en usted. Dudé todo el tiempo de usted. Hasta anoche estuve convencido de que usted era un completo desatino.»-¡Grande su vals, Florcita!
– Yo hice muy poco. El grande es Strauss.
– Cuídese. ¿Está todo bien por su casa?
– Perfecto. ¿Sabe?… La gente me ama.
– Se lo merece.
Bettini cortó y de inmediato llamó a la embajada italiana:
Florcita Motuda cortó y volvió a mirar con preocupación ese auto negro que se había estacionado un poco más arriba de su departamento, cerca de la plaza.
Días antes de la votación los sociólogos publicaron sus encuestas.
El sesenta y cinco por ciento de los indecisos habían ahora optado por votar «No».
Sumado a la gran mayoría que votaría «No» a como diera lugar, las encuestas aseguraban que la opción contra Pinochet ganaría el plebiscito.
El equipo comandado por el ministro del Interior no mostró ninguna reacción ni flexibilidad frente a la ola de popularidad del «No». En los abundantes programas que emitieron aprovechando el monopolio de la televisión que tenía el gobierno nunca les hablaron a los indecisos, sino a sus más fervientes partidarios.
Pinochet siguió creyéndoles al ministro Fernández y sus asesores, que le extendían sólo encuestas favorables. La campaña del «No» era inofensiva, y los sociólogos, que daban por ganadores a sus enemigos, mi general, son una banda de delincuentes cesantes.
Uno de esos delincuentes cesantes escribió: «Los dioses ciegan a aquellos a quienes quieren perder.»
En la casa de Bettini el ánimo comenzó a subir casi tanto como en todas las provincias chilenas. En un país donde la entretención principal era ver TV, la aparición del «No» en los medios rompió la soledad que marcaba la vida de cada persona o grupo familiar. Se matizó la rutina de desesperanza.
Por primera vez -le explicaron los sociólogos a Bettini- la gente sintió que la televisión les estaba hablando a ellos, no pasando por sobre ellos. Esos quince minutos eran un big bang de imágenes estelares que no se extinguieron tras la emisión: seguían generando nuevos astros, choques de energía por todas partes, la mueca grave se había distendido, el rictus amargo había dado paso a sonrisas.
Hasta ese momento lo que no aparecía en la pantalla parecía no ser real. La gente sentía que los seres ficticios y banales de las teleseries eran más reales que ellos mismos. Ellos tenían sólo silencios. No tenían autorización para vivir, sólo para ser testigos de vidas irreales.
La pincelada de democracia que arriesgó Pinochet había roto el dique. Aquello que parecía un simple e inofensivo jueguito había detonado en su sencilla eficacia las ansias de futuro y de alegría. Bettini comenzaba a creerlo lentamente. Sólo que su éxito se hacía más y más peligroso. De los films norteamericanos había heredado una expresión que repetía cuando estaba entre amigos de confianza: fucking. Ahora hablaba con una semisonrisa de su fucking success. Los días que faltaban para la votación apenas dormía entre pestañeada y pestañeada. Había una sobrecarga de adrenalina alrededor que no permitía un solo suspiro de calma.
Los rumores de que los militares tenían conocimiento de un eventual desenlace desfavorable a Pinochet despertaron temores de que mandaran al diablo la comedia democrática y que desconocieran el resultado. O que a través de fabricados actos de terrorismo suspendieran el plebiscito.
Los partidos del «No» llamaban a marcar «No», sin odio, sin violencia, sin miedo.
El día 5 de octubre, Bettini llegó acompañado de Magdalena y Patricia hasta su local de votación cerca de plaza Egaña. Hizo la larga fila de votantes bajo un alegre sol comprándoles botellitas de agua mineral a los vendedores ambulantes. A medida que se acercaba a su mesa sintió que su corazón se aceleraba. Lo hacía feliz esta apariencia de rutina. Se había imaginado todo más solemne y complejo. Y nada. Allí estaba él. Uno entre cientos en su Ñuñoa. Uno entre cientos de miles en Santiago. Uno entre millones en Chile. ¿Dónde estaría votando Florcita Motuda? Así como el cantante estaba feliz con el reconocimiento popular, él estaba agradecido de su anonimato.
Si el «No» ganara, en verdad ya no le pediría nada más a la vida. Acaso arrendar una casa en la playa, llevar sus casetes favoritas, sus libros de historia griega (Hum, «los dioses ciegan a los que quieren perder»).
Si el «No» ganara…
No, en verdad no podía ni siquiera concebir un más allá del «No». Raro que éste fuera sólo una etapa para algo mayor. Esta insignificancia, su arcoíris, su puñado de imágenes, el vals de Alarcón, eran en el fondo… todo.
Era su coronación de la vida.
Que otro haga futuro. El -levantó un puño y lo sostuvo en alto cuando lo saludó un conocido desde la fila del frente-, él sólo quería ahora disfrutar del presente.
De la eternidad de ese momento actual.
Sólo faltaba que el «No» ganara.
A la medianoche se asomó a la ventana antes de que el subsecretario del Interior diera a conocer los resultados. Los comandantes de las Fuerzas Armadas habían palpado el clima en el país y ya no podían desconocer ni adulterar los votos.
«Hay tal cantidad de gente celebrando en las calles que sería una barbaridad correrles bala», comunicó el ministro del Interior a palacio.
El subsecretario Cardemil anunció que había ganado el «No». Cincuenta y tres por ciento de los votos.
Los periodistas, oscilando entre el éxtasis y la incredulidad, buscaron al ministro del Interior y no lo encontraron.
Finalmente Pinochet accedió a conversar con ellos. Vestido de civil y maquillado en tonos rozagantes emitió su veredicto ante decenas de camarógrafos nacionales y de la prensa mundial: «Los judíos también hicieron un día un plebiscito. Tuvieron que elegir entre Cristo y Barrabás. Y eligieron a Barrabás.»
Se retiró sonriendo: «No more questions.»
En la casa de Bettini, a las copas de vino tinto y blanco sucedió una botella de champagne, y a la botella de champagne y los llamados telefónicos, un cambio de turno en el equipo de hombres del auto gris, que seguía en la misma posición desde el día que lo habían estacionado.
Era una presencia puntual y permanente. De una quietud maciza. A veces estaba vacío. A ratos entraban en él dos hombres, a veces los mismos del primer día, a veces otros, prendían la radio, oían música rock, cambiaban a cumbias, incluso un día pusieron fuerte a Mozart: la Pequeña serenata nocturna.
El auto no se movía. El auto seguía ahí. Siempre ahí. Sin patente.
Los dos hombres traían bolsas de papel desde el mercado de Irarrázabal, pelaban naranjas y tiraban las cáscaras sobre el empedrado.
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