Perdonen que no lo traduzca, pero no quiero ir preso.
No puedo creer lo que he dicho.
No tenía pensado el final.
Me aceleré leyendo el discurso de Marco Antonio: «Pondría una lengua en cada herida de César que llamaría hasta a las piedras de Roma al motín y a la insurrección.»El teniente Bruna no vino, ¿pero cuántos de los que están ahí con cara de deudos son agentes? Mirar al público. A todos y uno a uno. No saben que estoy temblando. Pendejo. Gigante.
Cierro el libro y me alejo del micrófono. Silencios y silencios. Distintas clases de silencio. Una última mirada. A Patricia Bettini. Al cónsul de Italia. Hacia el fondo.
Un anciano levanta con las dos manos una bandera roja sobre la cabeza. El Che saca otra atada a una vara y la mueve. La profesora de dibujo alza la suya. Cinco o seis adultos desconocidos levantan banderas y las hacen flamear en la brisa. El rector no se da cuenta. El rector hace como que no se da cuenta. El teniente Bruna se excusó de venir «por decencia». Ahora hay otro tipo de silencio. El silencio que permite sentir el golpeteo de las banderas rojas contra el aire.
Sólo una bandera es distinta a todas las otras: la que eleva ahora Patricia Bettini. Una bandera blanca con el dibujo de un arcoíris.
«Demasiado tarde para todo. Las cartas están echadas, amigo Bettini. Vamos a presentar lo que tenga. Saldremos a pelear con lo puesto. Lo hecho, hecho está, aunque sea una payasá», le espetó Olwyn con una sonrisa desganada.
Atendiendo a las disposiciones legales vigentes corresponde esta noche emitir por todas las televisoras del país las imágenes de las campañas de las opciones «Sí» y «No». Les deseamos una tranquila y agradable cena y un feliz retorno a nuestras pantallas.
La entrada: tomates con aceite de oliva y queso mozzarella. Molto italiano, Adrián. Vino tinto cabernet. Segundo: spaghetti alla puttanesca. Le lleva aceituna negra, dientes de ajo, salsa de tomate al vino tinto salpicado de alcaparras, cebolla, y los tallarines al dente. No tan blandos que se peguen ni tan duros que no se impregnen de la salsa.
Pancito hecho en casa: en forma de bollos, tibios y crujientes. Frente a cada plato un pote pequeño con mantequilla.
Los comensales son cuatro. Hay champagne extra dry Valdivieso. Está heladito, pero nadie abre la botella. De ese grupo no sale ni un mínimo dedal de alegría. «Qué va a brotar de esta melancólica simiente», piensa Magdalena con la mejor de sus sonrisas. También sonríe su esposo Adrián y Patricia se acaricia una y otra vez el pelo, acompañando un pensamiento que no la lleva a ninguna parte.
Nadie quiere preguntarle al otro «en qué estás pensando».
En pocos minutos se repartirán las cartas. La suerte está echada, Adrián Bettini. Lo que parió su inspiración estará disponible para todo Chile. No saque cuentas demasiado negativas. Piense que la gente que votará por el «No» es mucha. Casi la mitad del país. Esos están convencidos. Haga lo que haga usted o la campaña del «Sí», no los van a mover de sus posiciones. Pero lo suyo son los que tienen temor a que los filmen dentro de las urnas, a que los apuñalen sobre sus votos, los indecisos que temen el caos y el desorden si se retiran los militares. Por eso, Adrián Bettini, usted tiene que animarlos primero a ir a votar y luego a votar «No». No les revuelva el pasado. El pasado les pesa a todos. Denos futuro, un aire transparente. Hágalos ver cómo será Chile sin el dictador encima. Sin terror a desaparecer. Un país sin degollados.
«En vez de eso -piensa Bettini pasándole con una amable sonrisa a Nico Santos el aceite de oliva-, les he faltado el respeto a todos. He banalizado con el Vals del No la trascendencia del momento histórico. ¿Por qué lo hice?»Nico le agradece el aceite con una sonrisa encantadora. Herido de muerte. Y Bettini sonríe también.
– Estás triste, Nico.
– Estoy, don Adrián.
– ¿Por qué sonríes, entonces?
– ¿Yo? Debe de ser por Shakespeare.
Patricia unta el pan con mantequilla. Se imagina la cadena de contactos que podrían causar cortocircuito: Shakespeare, Marco Antonio en el cementerio, teatro, El señor Galíndez, el puñal, el profesor Paredes, su padre. El padre de Nico, Rodrigo Santos.
– Sírvete vino. ¿Shakespeare?
– Hay un personaje en Romeo y Julieta, don Adrián, que se llama Mercuccio. Es el íntimo amigo de Romeo. Y un día están paseando los dos por el mercado de Verona y aparece Tibaldo, el hermano de Julieta, un camote que se la pasa provocando a los Montesco. Le dicen el Gato porque se jacta de tener varias vidas.
– No me acuerdo de esa parte. Me acuerdo de la luna: «No jures por la luna.»-Tibaldo comienza a insultar a Romeo y lo desafía a que desenvaine su espada. Pero, claro, el pobre Romeo está raja de amor por Julieta y no se va a empezar a matar con el hermano de su amor. Y, claro, le dice, oye, perdona, pero yo tengo razones para quererte que tú ni te imaginas. Qué va a saber el otro que Romeo anda pololeando con su hermana. Y cuando Tibaldo oye esto de que te quiero, hermanito…
– Sírvete vino.
Magdalena llena las copas pero ninguno toca la suya.
– … cuando Tibaldo oye esto medio soft de que tengo razones para quererte le comienza a sacar pica a Romeo tratándolo de hueco, de mariconcito, de cagón, ¿comprende?, y pucha Mercuccio ve esto y le echa la foca, y desenvaina delante de Romeo y desafía a Tibaldo a que pelee con él…
– Ahora me acuerdo de esa parte -dice Adrián mirando de reojo la cuenta regresiva para la publicidad de las campañas que marca el reloj electrónico del Canal 13, agradecido de dispersarse por un rato en la Verona medieval.
– Y ahí queda la media zorra. Porque para evitar que el hermano de su mina y su mejor amigo se maten sujeta a Mercuccio del brazo. Y, claro, Tibaldo aprovecha la ocasión que el otro está indefenso y le clava la espada en el corazón. Y el pobre Mercuccio cae sangrando al suelo y Tibaldo y sus patoteros se pegan el raje.
– Tiene que haberse sentido el último Romeo -comenta Bettini distante.
– Pésimo. Y entonces se agacha sobre Mercuccio, que está boqueando sangre, y le pregunta…, y le pregunta… ¿cómo estás? ¿Y sabe lo que le contesta Mercuccio?…
– Dime.
Bettini se pone de espalda al televisor para no ver avanzar el minutero fatídico.
– Mercuccio le contesta: «La herida no es tan honda como un pozo ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana, y te dirán que estoy tieso.»-¿Y por eso sonreías?
– Por eso, don Adrián. Imagínese. El loco está a punto de morirse y se echa esa tremenda talla. P'tas que es gallo el loco.
– Te acordaste de eso.
– Y cuando usted dijo… Cuando usted dijo…
Nico se cubre la cara con la servilleta. Las lágrimas han explotado de repente.
Patricia mira a Magdalena, Magdalena a Adrián. Adrián toma del vaso de vino.
«Fucking Shakespeare», piensa.
Si le hubieran preguntado sobre la cena, Bettini no habría sabido qué responder. Ni supo qué comió. No era sólo su suerte de revenido publicista la que estaba en juego, sino la de todo el país. Había una pequeña rendija en la caverna a través de la cual podría entrar luz. Y temía haber dilapidado ese ariete. Si el país entero estaba estremecido por la violencia, ¿de dónde la alegría podría obtener sus créditos para verse creíble?
Y había hecho la campaña para la televisión sin responder la pregunta. En verdad, auspiciar la alegría de esa manera tan desembozada, con un vals de Strauss y una colección de delirantes que decían «No» en multicolor, sin haberle dado lugar ni siquiera a una lágrima en sus imágenes, a sabiendas que en ese mismo momento Chile estaba llorando, había sido un desatino.
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