Antonio Skármeta - Los días del arco iris

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Esta novela obtuvo el IV Premio Iberoamericano Planeta-Casa de América de Narrativa 2011, concedido por el siguiente jurado: Ángela Becerra, Alberto Díaz, Guillermo Martínez, Álvaro Pombo, Imma Turbau y Ricardo Sabanes, que actuó como secretario sin voto. La reunión del Jurado tuvo lugar en Santiago de Chile el 13 de marzo de 2011. El fallo del Premio se hizo público dos días después en la misma ciudad.
Nico ha visto cómo se llevaban a su padre delante de toda la clase y sabe que tiene que hacer dos llamadas y esperar. Lo llamaban el plan Baroco. Su enamorada, Patricia Bettini, hija de un conocido publicista, le acompaña y, sin apenas darse cuenta, impulsa a su padre a escuchar las voces de la gente y participar en una auténtica rebelión. Juntos y con un acto imaginativo, lleno de humor, abren el camino a la libertad.
Una novela de padres e hijos, maestros y discípulos que se las ingenian para devolver los colores y la música a una capital gris.
Con la prosa delicada de Antonio Skármeta y la voz de Nico, la novela es una bella historia de ilusión y esperanza en tiempos difíciles.

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Se sintió un traidor por haber bebido alcohol en la embajada sabiendo que portaba la cinta U-Matic en el auto.

Explicable, porque estaba nervioso, irritado, inseguro. Por primera vez iba a mostrar su obra magna a los dirigentes políticos del «No» y temía su veredicto. Tan brutalmente fuera de training. ¿En qué maldita hora había sucumbido contra todo análisis o lógica a la vanidad de asumir la tentación de… ¡salvar a Chile! Corrigió ese pensamiento patético. A Chile no lo habían salvado los mártires de los movimientos de resistencia, ni los militantes disciplinados, ni los cientos de miles de amantes de la libertad que aquí y allá se enfrentaban a la represión, y él, el sumo pontífice de los necios, había aceptado dirigir esa campaña que en vez de llevarlo a la gloria lo conduciría al infierno.

Carente de ideas se había entregado a los delirios de un microente: el tal Raúl Alarcón, con su Vals del No.

Ahora su desastroso video podía caer en manos del enemigo.

Y el factor mala suerte. Chocó. ¡Pero chocó contra un furgón de carabineros! Con un poquito de mala voluntad, revisando su ficha de arrestos e invocando su incendiario Vals del No en el video, los carabineros lo podrían entregar a los agentes de inteligencia, que le aplicarían la Ley Antiterrorista.

La otra clavícula.

Acaso el fémur.

Y eso, con suerte.

Desde la calle entró un oficial de rango superior que hizo sonar las llaves de su auto como castañuelas.

– ¡Bettini! -llamó.

El publicista se levantó con el corazón encogido. Esas llaves, el ruido de esas malditas llaves unidas en un llavero artesanal que le había regalado su hija Patricia hacía algunas Navidades era probablemente la campanilla en el ring que preludiaba el asalto y el knock out que le sobrevendría.

– Soy yo, capitán -se oyó decir entre ronco y servil.

El uniformado se dio vuelta hacia un carabinero raso, tan joven que podría haber sido de la misma edad de Nico Santos, el pololo de su hija.

– Revísalo.

El carabinero se acercó, lo fue hurgueteando y puso en una bandeja de plástico negra todo el contenido de los bolsillos de la chaqueta y pantalones de Bettini. Con los brazos en alto, el publicista fue viendo uno a uno los objetos: la billetera, su adorado Montblanc, un pañuelo sin uso, monedas de cien pesos, una peineta a la que le faltaban varios dientes, algunos caramelos de menta, otros de limón y unas hojas dobladas en cuatro.

Bettini no supo identificar esos papeles. ¿Qué era?

Cuando el policía puso la bandeja delante del capitán, fueron justamente esas hojas las que le llamaron la atención. Las desplegó, leyó la primera al parecer saltándose las líneas, y tras alisar el resto contra la sarga de su uniforme dirigió a Bettini una mirada cargada de intenciones.

– Así que nos cayó un pez gordo.

– ¿Perdón, capitán?

El uniformado marcó con lentitud y deleite un número en el teléfono y mientras esperaba la respuesta apartó el auricular de su oído para compartir la espera con todos los presentes. Cuando le respondieron, sin dejar de observar a su detenido, dijo con expresión satisfecha:

– Aquí el capitán Carrasco. Necesito hablar urgente con el ministro Fernández. Mi clave es «R-S-C-H Carrasco Santiago».

Amplió la sonrisa mientras ojeaba la segunda hoja del manojo de papeles.

– Doctor Fernández, perdone la hora pero creo que tengo algo entre manos que le puede interesar.

– ¿De qué se trata, Carrasco?

– Detuvimos por una infracción de tránsito a cierto ciudadanillo -miró a Bettini, que se secaba la transpiración con la manga de la chaqueta- que está aquí frente a mí muy nerviosito. Fíjese que al hacer el control de rutina descubrimos unas hojitas que pueden ser muy interesantes para usted, por eso me tomé la libertad de llamarlo.

– Bien hecho. ¿Es algo que concierne al Ministerio del Interior?

– ¿Le leo lo que tengo aquí, señor ministro?

– Por favor.

El capitán carraspeó y sin especial énfasis despachó monótono las líneas del documento:

Es tan rico decir que no

cuando todo el pueblo te lo pidió,

es tan rico decir que no

cuando lo tienes en tu corazón.

Con el arcoíris en los confines

hasta los delfines van a bailar.

El «No» tiene emoción,

le pone color

a la insurrección.

Por eso, mi amor, sin vacilación,

vamos a decir que no, oh, oh.

Tantas veces que busqué en la vida

una palabra sentida para la libertad,

tantas veces vi la herida

de mi gente hundida en la adversidad.

Nunca creí que el destino

tendría el ritmo de una canción,

pero hoy no tengo dudas,

es agua pura de mi convicción.

Por eso, mi amor, sin vacilación,

vamos a decir que no.

No, preciosa joya,

ola de mi mar,

nube de mi cielo,

fuego que canta,

no, mi bello amante

de ojos encendidos,

nieve de mi sueño,

cordillera de mi vino,

no me digas nada más,

que sobran los vocablos.

Sólo di la palabra «No»

y estamos juntos al otro lado.

El capitán Carrasco se quedó moviendo rítmicamente la quijada como contagiado por la rima del texto. Bettini supo que la palidez de su rostro era reemplazada ahora por un hachazo de rubor. Oír su escrito para esa canción que se emitiría justo el último día de la campaña fue lo mismo que escuchar una sentencia de fusilamiento. Le pareció horrorosa cada imagen de esas estrofas que no más unas horas antes -antes de todos los desastres- le parecían luminosas, líneas que interpretarían a los chilenos de todas las edades, a los amantes del mar y de las montañas, a los apolíticos y a los indecisos. ¿Por qué había sucumbido a ese descriterio adolescente de su hija cuando intentó convencerlo de que había que cantar «es tan rico decir que no», a él, que nunca en su vida había usado como todos los jóvenes chilenos ni siquiera la infaltable muletilla «¿cachái?» para preguntar si los habían comprendido?

¿Cachái?

No, Adrián Bettini, santo padre de los ingenuos, se dijo. ¡No había cachado nada! Si oír la letra de su canción en boca de un policía diestro en dar órdenes pero lerdo en la pronunciación de metáforas lo había sepultado ya en la más profunda humillación, no imaginó que el infierno tiene siempre otro subsuelo, otro circulito, compañero Dante, bajo el cual se puede seguir descendiendo infinitamente.

Carrasco era ahora tan amable de subir aún más el volumen del amplificador para que pudiera oír «en vivo y en directo» el comentario a sus versitos del propio ministro del Interior. El que vino precedido por una risa despreocupada.

– Eh verdad, muy interesante el material, Carrasco.

– ¿Desde el punto de vista policial o poético, ministro?

– Desde ambos. Dígame, capitán, ¿cómo se llama el Neruda que me tiene entre rejas?

El uniformado tapó la bocina de su teléfono y levantando la barbilla se dirigió al publicista.

– ¿Cómo es que te llamabai, huevón?

– Bettini, Adrián Bettini.

– Dice que se llama Adrián Bettini.

Al otro lado de la línea hubo un silencio y luego explotó una alegre carcajada.

– ¡No me diga que me tiene al mismísimo Adrián Bettini!

– ¿Quién es, señor ministro?

– El jefe de la campaña del «No a Pinochet».

– ¿Es peligroso?

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