Ferran Torrent - Juicio Final

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Una novela que retrata el país y sus dirigentes sin disimulos.
Año 2005. Un irlandés llamado Liam Yeats, ex terrorista del IRA y ex agente del Mossad, llega a Valencia con el objetivo de matar al hombre más peligroso de la ciudad: el empresario Juan Lloris, que se dispone a iniciar el asalto definitivo a la Alcaldía. Las sospechas de Lloris sobre su persona de confianza le harán contratar a un investigador que descubrirá algo que dará un vuelco a esta intriga. Mientras tanto, el incombustible F. Petit continuará ejerciendo de funambulista y los partidos mayoritarios establecerán una alianza insólita que sólo se explica por su propia supervivencia.
Una novela de intriga que profundiza sobre la psicología del profesional del crimen y que mantiene la denuncia sobre el escurridizo juego político que se da en Valencia, una ciudad española, tal vez, similar a otras.

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– Lo mejorará.

– Me parece que tienes demasiadas esperanzas puestas en eso. Como mucho será una buena paga, una propinilla.

– Ya me ocuparé yo, de la propinilla. Para un rico, la vida tiene un precio muy alto.

Sonó el móvil de Butxana. Miró el nombre que aparecía en pantalla.

– ¿Quién es?

– Núria.

– ¿No contestas?

– No.

– Dile algo. Estará sufriendo.

– La llamaré mañana. -Bajó el volumen del móvil.

– Pobre mujer. Me da pena. ¡Te quiere tanto!

– Pobre mujer… -repitió Butxana-. Pobre de mí, querrás decir.

– Parece buena persona.

– Lo es, pero engaña a su marido. Y si le engaña a él, ¿por qué no debería engañarme a mí? Quien cree saberlo todo sobre las relaciones de pareja es porque no se lo han explicado bien.

– ¿Crees que también tiene a otro, además de ti?

– No me refería a eso. A veces creo que las parejas se chantajean sentimentalmente al insinuar que están o pueden estar con otros.

– ¿Con qué finalidad?

– Con la amenaza de que pueden perderle. El amor es un suflé, pero siempre proporciona la seguridad de la compañía, de no quedarse solo. Les da pereza cambiar de vida, por la inseguridad, los bienes patrimoniales, la familia y todas esas mandangas. Si un hombre o una mujer cree que su pareja está en peligro reacciona, porque entonces valora lo que tiene, que quizá no sea nada, y, además, lo compara con una aventura que no sabe adonde le llevará. Vete a saber si yo, en el fondo, no soy el medio para chantajear al otro, la advertencia.

– Es un problema que nosotros no tenemos. Nos hemos acostumbrado a la soledad.

– ¿No te da miedo?

– ¿La soledad? No. Me da miedo morir solo, en una residencia inhóspita. Tengo sesenta y ocho años y no puedo evitar pensar en esas cosas.

– Sin decírnoslo, Héctor y yo también pensábamos en eso.

– Aún erais jóvenes.

– Sin él, me siento más solo.

– Tienes a Núria.

– Es una mujer de transición en mi vida. Ella nunca dejaría a su marido. ¿Qué puede ofrecerle un tipo como yo, sin ingresos regulares, con una vida acostumbrada al caos, sin el vínculo de los hijos ni la tradición familiar tan arraigada en ella?

– El cariño.

– ¿El cariño? Hace unos años, escuché cómo un abogado aconsejaba a una joven rica que pronto iba a contraer matrimonio: «Señorita, si se casa por amor haga separación de bienes.»

– Estaría especializado en divorcios.

– Y yo en desastres sentimentales y no tengo ni un euro. La soledad crea vicios y manías muy personales. Pero prefiero una mala vida solo que un buen aburrimiento acompañado. Entras cuando quieres, te vas cuando quieres, te acuestas a la hora que te da la gana, si llegas en plena madrugada no das explicaciones, te evitas el habitual polvo de los viernes…

– Una maravilla, vaya.

Butxana se incorporó. Le llevó un rato poner el respaldo del asiento en posición normal.

– ¿No tienes familia, Tordera?

– Tenía un hermano en Oviedo, pero murió. Manteníamos una buena relación, pero ni su mujer ni sus hijos se acuerdan de mí, ni siquiera para felicitarme por Navidad. Creo que ha vuelto a casarse.

– Ya les avisará el notario cuando tengan que heredar.

– Sólo tengo un piso en propiedad. Quizá lo dé a una oenegé.

– Yo vivo de alquiler.

El ex comisario Tordera, que tenía las manos sobre el volante y la mirada en la entrada del pub, logró dar la vuelta a su orondo cuerpo a duras penas, situándose justo de frente a Butxana:

– ¿Alguna sugerencia?

– Sólo pretendía informarte.

* * *

No era el Renault Clio del sorteo entre ecologistas con que la marca Dietisoja celebraba el Día Mundial de la Tierra.

Era más viejo, el coche de Maria. De unos doce años, más o menos; ideal, no obstante, para conducir por una ciudad que tenía en la circulación un problema irresoluble. Desde el primer instante de su encuentro, Maria habló con un inglés que de repente parecía haber recuperado. Donde no llegaba con la frase exacta, lo hacía mediante gestos. Liam respondía de forma pausada, dándole tiempo para que se habituara a su acento. Desde el centro hasta la avenida de Blasco Ibáñez, Maria le comentaba los lugares de mayor interés, primero un edificio singular, luego una pequeña barbarie urbanística. Al irlandés le sorprendía la coexistencia de unos edificios con otros, fruto, según ella, de los distintos poderes políticos que habían regido la ciudad. Antes de entrar en Maduixes, un restaurante vegetariano que Liam aceptó de buen grado, caminaron un rato.

El paseo sirvió para que Maria hurgara en la vida de Liam. El irlandés se había tomado un año sabático. Compartía un negocio de importación-exportación con un amigo, con el que había llegado al acuerdo de tomarse, después de tantos años de trabajo, una larga temporada libre de obligaciones laborales; apenas acabara él, su socio emprendería la suya. El negocio funcionaba, de modo que podían permitirse ese lujo. Importaban y exportaban todo tipo de mercancías, pero siempre como intermediarios. De hecho, sólo tenían seis empleados, cuatro en la oficina y dos en un almacén no muy grande.

Liam estaba habituado a urdir relatos en los que constantemente emergía de un pasado distinto. Llevaba seis meses fuera de Canadá, dos pasados en África. África, exclamó Maria. Era uno de sus sueños aún, por motivos económicos, sin realizar. Entonces el irlandés se entretuvo hablándole de la belleza y la tragedia del continente. Aquello le llevó el tiempo que les costó pasar por cuatro manzanas, durante el que tuvo ocasión de comprobar que la contaminación acústica de Valencia le obligaba a levantar la voz, con aquella enervante costumbre de hacer sonar el claxon en cualquier momento. Tantos habitantes en las sociedades urbanas y tan poco cerebro. Después de África, Liam narró su breve estancia en Irlanda, para conocer el pueblo de sus padres. María se interesó por el conflicto irlandés, pero de aquello Liam apenas sabía nada. Al contrario que a ella, no le atraía la política; así pues, pasó en seguida a ciudades como París, Londres o Munich. También había estado en Sevilla y Madrid. Quizá hiciese una breve escapada a Barcelona. Un par de días o tres. Valencia sería la última ciudad que visitaría antes de ir a América del Sur. Desde allí volvería a Canadá.

Maria quiso saber qué le había llevado a Valencia, por qué le había atraído su ciudad y no otras. La pregunta cogió desprevenido a Liam, que se encogió de hombros a la vez que respondía que no la había elegido por nada en concreto. Entonces se dio cuenta de que hallaba una extraña irrealidad en sus propias palabras. Quizá el mar… el clima… no lo sé exactamente. Y acto seguido se arrogó el turno de preguntas, porque cuanto más hablara más tendría para recordar en sus próximas citas. La vida de Maria, no obstante, era más bien simple. No era, dijo con gesto impávido, una mujer con mucha suerte. Integrante de una familia de cinco hermanos, había tenido que trabajar desde muy jovencita, siempre como dependienta. Ahora intentaba cursar la carrera de derecho, estudiando durante su tiempo libre y sus vacaciones. Como no podía asistir a las clases, había optado por matricularse en la universidad a distancia. Poco a poco, con dos o tres asignaturas por curso, quizá dentro de cuatro o cinco años obtendría la licenciatura, circunstancia que le permitiría mejores perspectivas laborales, muy distintas de su actual estatus, abocada a contratos temporales de plazo muy breve y a salarios ínfimos. Le contó que su situación era similar a la de miles de personas sin cualificación alguna. Por eso debía esforzarse por sacarse la carrera, con la ventaja, añadió, de que aún era joven. Tenía todo un mundo por delante y la firme voluntad de ganárselo. Ahora bien, ese esfuerzo le impedía llevar la vida normal que por su edad le correspondería. Treinta y un años, dijo abriendo un paréntesis. Mientras sus amigas ya habían tenido tiempo de casarse, la mayoría de separarse, algunas ya con hijos, ella se había visto obligada a renunciar a cualquier relación que comportara el abandono de su objetivo de formarse. Necesitaba todo el tiempo para sí.

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